La revista Sibila es uno de los productos más raros y exquisitos del actual panorama poético español. La calidad de sus contenidos es siempre muy alta, y no es menos apreciable su magno formato y la singular textura de sus páginas: el papel con el que está hecha parece trapo: es "papel de Amalfi, fabricado por la casa Amatruda", especifica, enigmáticamente, la página de créditos final. Dirige Sibila Juan Carlos Marset, un excelente poeta, cuyo Puer profeta, ganador del premio Adonáis en 1989, me sedujo y desconcertó a partes iguales, e influyó notablemente en mi propio La luz oída, con el que obtuve ese mismo galardón seis años después. La edición corre a cargo de Patricia Ehrle, tan encantadora como diligente. En el núm. 46, correspondiente a abril del pasado año —que ha llegado hace poco a mis manos—, Juan Carlos y Patricia han tenido la amabilidad de incluir un poema mío, perteneciente al poemario inédito Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en el que recreo la experiencia, mayormente desgraciada, de Luis Cernuda en su exilio en Gran Bretaña —en Glasgow, Cambridge y Londres—. Mi texto progresa a la vez que se devana, de atrás a adelante, el de Cernuda, cuya última y estremecedora estrofa constituye el epígrafe inicial. Lo transcribo aquí:
(Adiós al fin, tierra como tu gente fría,
Donde un error me trajo y otro error me lleva.
Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte).
Luis Cernuda, «La partida», Vivo sin estar viviendo[i]
He odiado este silencio. Un silencio yermo. El del vuelo espinoso de las golondrinas. El de las noches tumefactas de frío. El de las miradas sin nadie. El silencio. He odiado la mansedumbre de la nieve. Se extendía por el campo y los intestinos. Era silencio. He odiado el alboroto del humo. Excremento de la luz, afluía al océano inalcanzable del cielo por un lecho de arcilla: nada lo apartaba de su camino sin patria; nada lo desviaba de su huida helicoidal, de su discordia con el sol. Yo miraba al paisaje acarrear la nada. Una nada turbulenta de nieve, de silencio.
Nula oquedad dejaban
En el tiempo, horas que no sonaron.
Y a ciegas le llevó el navío
Como al muerto temprano.
He odiado la desaparición de los hombres. Bullían, helados, en las calles heladas. Y desaparecían. Sus cuerpos no se estremecían al hablar; sus cuerpos no florecían. Ni se dirigían a mí como se dirigían a sus codicilos, a sus madrigueras, a su deserción. He odiado la apatía en que se refugiaban. He odiado su silencio: el hígado no resonaba, ni crujían las clavículas; los dedos eran ciegos; las nalgas habían perdido su avidez. A veces, al principio, atisbaba su esplendor en madrugadas de luz remisa. Entre los vapores del baño distinguía una piel lavándose los dientes, una pantorrilla espesa como la nata, una desnudez que me desnudaba. Pero no hubo nada. No hubo mieles, ni espasmos, ni gladiadores. No hubo abrazo: solo lejanía. He odiado estar lejos. Pero el odio es una querencia adversa; el odio es la forma que tengo de amar.
(Es el pórtico neoclásico de la ópera:
Pinta el pobre en el suelo retratos lastimosos,
Van diademas entre montones de hortalizas).
He odiado el silencio de los colegios. Yo amaba el silencio, pero el silencio que envolvía el pecho como una hoguera amable, el silencio que me transportaba a un silencio sin tacha, el que se erguía en palabras sin otro empeño que disipar el miedo y hacer de la soledad sustancia: el silencio de la algarabía áurea de las playas, el del vino y la querella, el silencio de los ruidos diáfanos que suscita la benevolencia, o ese, tan triste, que hacen los cuerpos al amarse. Entre muros con muchos escudos y espadañas que se hincan en el vacío y rectángulos abrasados de pasividad, he odiado el silencio.
Nada suyo guardaba aquella tierra
Donde existiera. Por el aire,
Como error, diez años de la vida
Vio en un punto borrarse.
Las multitudes estaban en otro lugar. También las he odiado. Las multitudes sofocan la piel: cercenan la transparencia. En Londres las multitudes hacen que cada hombre se olvide de sí: se lo tragan las manos; lo mortifican los hierros de la urgencia; le llueve la quemadura de irse, el plomo con el que se forja la anonimia, el engrudo de lo mucho. Pero ese hombre olvidado por tantos, abrumado por tantos, y por él mismo, se despierta con ferocidad acética: espoleado por el fracaso, se yergue como un colmillo y se entrega a su propia devoración. Ese hombre anulado, en cuyo corazón solo crece la verdolaga, prorrumpe en acideces, levanta torreones de sombra, se encona como una pústula. Lo miro a la cara y veo a otro —un perro, un homúnculo, un hombre—, pero soy yo. No reconozco sus gestos, pero me dicen a mí. Su cólera, muda, es la misma que me arrebata cuando no alcanzo a reunirme con aquellos a los que quiero: contigo, que acaso me leas en el futuro, y que quizá entonces no me contemples con desamor; conmigo, tan próximo y tan incomprensible; con mis muertos, tan callados. Las multitudes me exasperan hasta que me desvanezco en este paroxismo de mí, en esta deformidad indefensa que viste mi americana, y perfila mi bigote, y calza mis botines. He odiado este fragor y el silencio que supura. He odiado mi deambular por estas calles ocluidas por el gentío.
(Siglos en piedra, muros limitando los claustros
Sobre jardines mudos, donde los estudiantes
Pasan y flotan tras de ellos negras alas).
Pero ha habido momentos en que las piedras, y también los hombres, dialogaban. Los claustros no eran intransitables, sino que filtraban una claridad lentísima, hecha de paréntesis y azaleas. La hierba no hería: quizá fuese la arena de mis caminos. Los graznidos de los cuervos destellaban, y rebotaban en las tapias de las bibliotecas, y yo los apresaba cuando caían, desbarajustados, en mi casa, a la intemperie. Yo leía la luz, y me escribía. Y conversaba con otros huéspedes de la ausencia, a los que también había derrotado el mundo. Pero su mundo era el mío, y yo lo cultivaba con sobriedad: no omitía la esperanza. Hubo, asimismo, labios devorados: labios que asomaban entre columnas, o que se desnudaban en la penumbra de los rectorados, o que absorbían, como anémonas, el desgarro que me constituía, y dejaban mi cuerpo expedito para el amor, para el corolario ígneo de la entrega.
Solo junto a la sombra,
Con voces y con risas
Ajenas allá abajo,
Lejos miró. ¿Era sueño o vigilia?
Ha habido, también, cercanías imposibles. En Battersea, donde apenas llega la ciudad, o donde ya retrocede. En un banco de madera con el que se ensañaba la humedad. A la vista de un río muy grande, en el que las gaviotas martirizan a las gabarras, y se precipitan la basura y los suicidas. Rodeado de setos que apenas se diferencian de la maleza, con el gruir sinuoso de las garzas y la majestad espantadiza de los cisnes, con la saliva del sol en las pieles incrédulas, con el ardor de los senderos aplacado por el agua de los pasos, con el aire apelmazándose en vaho, con los filamentos de la niebla del atardecer enredándosenos en los muslos. Aquel silencio no contenía ambigüedad: era solo querencia; era solo voz. Pero también equivocación. Yo no podía amarla. Yo era solo la urna del desconsuelo.
Por prados de asfodelos el río gris se duerme
Y la torre normanda asoma en aire húmedo
Tras los olmos antiguos y las roncas cornejas).
He odiado la oscuridad de estos amaneceres pálidos. He odiado el acero de la inteligencia: de la mía, ante todo, que me impedía acercarme a lo laxo, a lo ilegible, que me vedaba la piedad y el beso, pero también de los otros, que me aislaba como una empalizada. He odiado los domingos grumosos y el hacer sin compasión. Sobre todo, el hacer, este anudamiento de cosas que es, a la vez, desatadura del espíritu, este riguroso desvanecerse de lo creado, pese a su solidez, o gracias a ella. He odiado la intangibilidad de los seres, que me ha hecho consciente de mi propia intangibilidad. He odiado la intransigencia de las leyes: su cedazo sin agujeros; su altivez. He odiado esta quietud fabril, estas preguntas que no pretendían respuesta, o que ni siquiera se pretendían preguntas. He odiado la gelidez de los relojes y la vaciedad de las calles por las que pasaban tantos, animados por el desafecto, desdeñosos del amor. He odiado la lluvia que me golpeaba como una metralla compacta. He odiado el viento que desbarataba los paraguas y el alma, y dejaba a la vista el tuétano erizado de los hombres, o su pudrición. He odiado las paredes de la carne. He odiado el desinterés enjoyado de cortesía. He odiado la cortesía, que es solo la coagulación de la mentira. He odiado su sol, tan hipócrita como aquellos a los que ilumina. Y ahora que la belleza del mundo vuelve a ser posible, y palpita acaso, otra vez, ante mis ojos, y me incita a la turbulencia de otro nacimiento —todo nacimiento es una muerte—, sé que este odio fructificará. No resultará en actos, sino en palabras; pero las palabras también son actos. No me embrutecerá con sus aristas: alimentará un verbo que no se ha separado de mí, pese a tanta cercenadura. El odio puede ser ala. Yo he odiado, pero volaré otra vez: recorreré el laberinto del aire, aunque ya solo sea la astilla cenicienta de una encina de luz.
Bajo el cielo, en la oscura
Medianoche del puerto,
Viró el navío rumbo al agua.
Reposo y movimiento en uno fueron.
[i] Tomo el poema de Luis Cernuda de Poesía completa, vol. I, edición de Derek Harris y Luis Maristany, Madrid, Siruela, 1993, pp. 423-424.
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