Volver a Londres supone dos cosas contradictorias: reencontrarme con los espacios familiares, conocidos, hollados mil veces, de los que se compone la cotidianidad; y, al mismo tiempo, experimentar de nuevo la inagotable multiplicidad del paisaje humano, que en esta ciudad no parece tener límites. Regresamos anteayer, en la noche de Reyes. No sé si hacerlo fue un regalo o un montón de carbón. Los hados no fueron propicios: nos equivocamos de tren en Gatwick y acabamos en Farringdon, más allá de Blackfriars, es decir, en el séptimo u octavo pino. Llegar a casa supuso hacer dos transbordos de metro y coger un autobús. Ayer volví a recorrer el trayecto que hago casi cada tarde, de Alexandra Avenue al hospital de Ángeles: de todos los infinitos caminos que uno puede hacer en Londres, ese es el mío, el que siempre ofrece las mismas etapas, el que podría cubrir con los ojos cerrados: la casa roja, vagamente morisca, de la esquina de la calle; la verja de entrada a Battersea Park; los jardines tropicales; el estanque en el que graznan los cisnes; las praderas donde se juega a fútbol y a críquet; los paseantes con perros; la caseta del guarda; el puente de Alberto, con su anuncio de que las tropas en formación que quieran cruzarlo han de romper el paso; el Támesis y sus rascacielos ribereños; la central eléctrica de Battersea, en acelerada transformación en zona residencial y de negocios (andamios gigantescos y grúas, grúas, grúas); el principio de Cheyne Walk, con su estatua de un delfín a cuya aleta dorsal se aferra un nadador, y Oakley Street; la placa azul que indica que en una de estas casas vivió el explorador Scott; la sucesión de fachadas victorianas, porticadas y blancas; la intersección con King's Road y su tráfico montuoso; el supermercado del indio donde compro El País; una calle que se llama Manresa Road (y que es la sexta más cara de toda Inglaterra: comprar aquí una casa cuesta, por término medio, casi siete millones de libras); el cuartel de bomberos de Chelsea; el pequeño parque de Dovehouse Green, con sus tumbas y sus obeliscos; y, por fin, el Royal Brompton, en cuyo vestíbulo, que huele a moqueta y a asepsia, espero a Ángeles. Pero, junto con estos jalones inamovibles, reparo en todo lo que cambia, en todo lo que sigue sorprendiéndome. Me cruzo con una chica con el pelo violeta, que se ha tatuado algo en el mentón, como una maorí. Luego con un joven en camiseta: estamos a pocos grados sobre cero, pero el hombre no parece sufrir, antes bien, sonríe como si estuviera de parranda por Torremolinos. Bajo el porche de los bomberos, duermen los mendigos. Pero no lo hacen sobre el duro suelo: todos han dispuesto alguna suerte de colchón, y se rodean de sus roñosas pertenencias, que suelen ser muchas. Los indigentes, hechos a resistir el despiadado clima inglés, saben que han de parapetarse en cartones, y sacos de dormir, y cuanto posean, si quieren sobrevivir, y los rincones que ocupan suelen parecerse mucho a campamentos. Una negra, arrebujada en un edredón agujereado, teclea en el móvil y sonríe. Quizá hoy no haya comido, pero no deja de escribir. A lo mejor hasta tiene facebook y twitter. Por delante de ella pasan los vecinos de Sloane Square, los deportivos de los árabes y los Bentleys del barrio (los Bentleys son los Rolls de los millonarios pobres). Cuando ya he recogido a Ángeles, por King's Road nos cruzamos con un autobús de dos pisos cuyo lateral luce un enorme anuncio de Rafa Nadal en calzoncillos. (El anuncio es de los calzoncillos, no de Nadal). Los abdominales que exhibe el tenista son inhumanos. Solo conozco otros mejores: los de José María Aznar. Rafa sonríe. No me extraña: con ese cuerpo, cualquiera estaría contento. Nos sentamos en una de nuestras cafeterías a tomar algo. Carlos no está. Carlos es el camarero valenciano que siempre nos atiende. Ha estudiado ingeniería en España, pero aquí sirve tés. A nuestro lado charlan dos pijas. Una de ellas, la que tengo enfrente, es más alta que yo. No me extrañaría que fuese modelo: tiene una melena líquida y ni un solo pelo insubordinado; en el maquillaje, que le cubre la cara como la costra de azúcar de una crema catalana, no se aprecia ni un grumo ni una grieta; las uñas, lilas, se yerguen como alfileres. Coge la taza de té como si hacerlo la pusiera en peligro de contraer una enfermedad espantosa, y se la lleva a los labios con la unción de quien besa el anillo de un obispo. Pero es su inglés lo que revela su condición de pija pijísima, de pija hiperbólica, de pija vomitiva, de pija merecedora de una descarga de fusilería: un lenguaje de inflexiones asordinadas pero chirriantes, de sílabas arrastradas, de muletillas bobaliconas; y una parla que recae en ropa, festejos y hombres, por este orden. Habrá a quienes mujeres así les gusten (a juzgar por lo que cuenta de su vida social, que analiza con la minuciosidad de un entomólogo, pero con la idiocia de un tertuliano de televisión, son muchísimos), pero a mí me dan ganas de utilizar la recortada. Al volver a casa, nos cruzamos con un andaluz que le dice a alguien por el móvil que esta vez no ha podido traer jamón, pero sí un "salmoncito rico, rico", y luego con una pareja que habla un idioma que no reconocemos —hay tantos en Londres—, y luego con otro indigente, muy joven, que nos pide algo sonriendo y al que Ángeles, con el corazón partido, no puede evitar dar algo, y luego cruzamos otra vez —han sido tantas ya— los jardines tropicales de Battersea Park, y vemos los cisnes, que sobrenadan en el estanque con elegancia, pero graznan con desarmonía, y la casa roja, vagamente morisca, de la esquina, y entramos en casa, convencidos de que estamos en un lugar conocido, nuestro, pero que nunca conoceremos ni será nuestro del todo.
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