Las Silver Vaults son uno de esos lugares que ni siquiera los londinenses conocen, o que conocen poco. La mejor prueba es que, cuando llegamos, un sábado por la mañana —a una hora en que toda la ciudad está en las calles, visitándolo todo—, apenas hay nadie. El solo hecho de que en un sitio haya poca gente hace que me guste, aunque aquello a lo que esté dedicado no me atraiga como Monica Bellucci. Fue una amiga de Ángeles la que le habló de estas cámaras acorazadas para la plata, que así se podría traducir Silver Vaults; de esta forma circula mucha información entre los visitantes de la capital: de boca en boca, como el trapicheo de marihuana. Las Silver Vaults son otra consecuencia del esplendor comercial de la Gran Bretaña, que tuvo su apogeo en la segunda mitad del s. XIX: se construyeron en 1876 para que los londinenses pudieran guardar sus joyas, documentos personales y objetos de valor, pero pronto los comerciantes de la ciudad —sobre todo, los que manejaban mercancías más delicadas y valiosas, como joyas y platería— descubrieron que aquellas espléndidas cajas fuertes constituían el reducto óptimo, por inexpugnable, para almacenar sus bienes y propiedades, y empezaron a alquilarlas como almacenes permanentes. Y así se han quedado. Hoy configuran unas singulares catacumbas, en las que los antiguos almacenes se han convertido en tiendas, cuyos propietarios son, en muchos casos, descendientes de aquellos joyeros decimonónicos que decidieron guardar aquí sus metales preciosos. Las Silver Vaults están en Chancery Lane, en los sótanos de un edificio amazacotado y gris como el tiempo. No es el original, que fue destruido por una bomba en la Segunda Guerra Mundial; este data de 1953. A pesar del impacto de las bombas alemanas, las cámaras no sufrieron ningún daño. Y no sorprende: en el subsuelo y protegidas por muros de más de un metro de espesor, forrado de acero, están a salvo de casi todo, salvo, quizá, de una explosión termonuclear. De hecho, nunca han sufrido ningún robo (para hacer un butrón aquí, haría falta una tuneladora como las que se utilizan para horadar las montañas de los Alpes). La seguridad es absoluta. Quizá alguna película de Hollywood se podría plantear, como argumento, el robo de este lugar y no el de Fort Knox, que está muy visto ya y que, además, parece bastante más fácil. La entrada es gratuita, y, paradójicamente, el único control de seguridad es un vistazo superficial a los bolsos de las señoras por parte de un conserje también amazacotado y gris. Los pasillos donde se alinean las cámaras de seguridad parecen unas catacumbas, sí, pero también una cárcel: donde en las prisiones hay celdas, aquí hay cajas fuertes. Y cada una es un establecimiento. Uno pasea por el lugar, limpiamente iluminado, lustroso hasta el dolor de ojos, y observa cada uno de los negocios como una pequeña cueva de Alí Babá donde se acumulan objetos de plata, pero también de oro y otros metales preciosos, cristalerías, relojes, obras de arte, porcelanas, sellos y hasta trofeos deportivos. En todas azacanea un responsable (no me atrevo a llamarlo dependiente: es demasiado plebeyo), por lo general encorbatado (también veo algunas pajaritas) y de pelo blanco, aunque también hay alguna rusa gritona, como Madame Chenniki, que despacha vigorosamente sus asuntos por teléfono en un inglés de asperezas eslavas. Son 68 tiendas, repartidas entre 27 propietarios. Casi todas exhiben parte del género en vitrinas exteriores. La variedad de lo expuesto es inimaginable. Me llaman la atención, en particular, dos armas: una pistola y una metralleta. La primera es una Walther PPK de oro, en su caja. Es el modelo que utiliza James Bond, aunque la de este no tiene ninguna función decorativa: solo sirve para matar malos. (No obstante, el vendedor señala en la tarjeta identificativa que está en perfecto funcionamiento y certificada como arma de fuego). La segunda es una Thompson Submachine Gun, una de aquellas metralletas de tambor con la que los gángsteres de Chicago de los años 20 solventaban sus diferencias. Por su facilidad de uso, su crepitar característico y su eficacia probada, se la llamaba Chicago typewriter, Chicago piano o, con precisión definitiva, the Chopper, es decir, la tajadera. Esta, además de estar lista para llenar de almas el otro mundo, es de plata y luce en el escaparate con una sensualidad insólita, como un cuerpo desnudo. Observamos también, en casi todas las tiendas, muchas piezas que representan animales. Se entiende que muchos sean perros, caballos y ciervos, todos ellos muy propios de este país, y otros, como osos, elefantes o hipopótamos, propios de las colonias que cimentaron durante siglos su riqueza actual, pero no dejan de sorprender las moscas o congrejos gigantescos que se proponen como maceteros o centros de mesa. ¿Quién querría tener una drosophila melanogaster a la vista cuando está desayunando? Algunos objetos son meras curiosidades, como unos cuernos de carnero, infinitamente retorcidos, con remates de plata, o un recipiente, también de plata, para la botella de catsup Heinz: el contraste entre la exquisitez del continente y la vulgaridad del contenido es saludablemente posmoderna. Reparo asimismo en el lema de los anticuarios de Londres, inscrito en uno de los aparadores: ars non habet inimicum nisi ignorantem, "la ciencia no tiene más enemigo que el ignorante", que se me antoja un dicho algo agresivo para una asociación profesional tan reposada como la de los tratantes de antigüedades. Salimos de los Silver Vaults, apabullados por la solidez del lugar, en todos los sentidos, y con alguna angustia claustrofóbica, y remontamos Rosebery Avenue hasta Exmouth Market, una coqueto rincón comercial de la zona. Aquí vivió Joseph Grimaldi, el famoso payaso y mimo inglés del XIX, que actuaba asiduamente en el cercano teatro Saddler's Wells. Delante de la iglesia de Christo Liberator (una denominación sorprendente: a mí Cristo siempre me ha parecido condemnator: al nacimiento, la enfermedad, la vejez y la muerte), vemos una barbería con el ingenioso nombre de Barber Streisand (aunque con el no menos chistoso precio de un corte de pelo normal: ¡26 libras!; aquí a uno le afeitan la cabeza y la cartera). Comemos en el Moro, un restaurante que se inspira en la cocina andaluza y norteafricana para ofrecer una carta peculiar. Al lado está el Morito, el bar y local de tapas que complementa la oferta del restaurante. En su luna vemos nada más y nada menos que el anuncio de una calçotada, con la que se pretende recrear the spirit of Catalonia, encarnado, se conoce, en los deliciosos cebollinos de Valls. Pero no sé si me convence: también Artur Mas y su causahabiente, Carles Puigdemont, pretenden vivificar ese espíritu sojuzgado por la tiranía de Madrid. Tras el almuerzo, cruzamos la recoleta Wilmington Square, cuyo tapiz verde contrasta con la circunspección grisácea de sus edificios, dejamos atrás el antiguo ayuntamiento de Finsbury, hoy convertido en teatro (una decisión coherente: la política y el teatro siempre han estado muy cerca), y seguimos por Rosebery Avenue hasta Saddler's Wells, donde cogemos el autobús de vuelta a casa. Solo tardaremos una hora en llegar.
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