Que un hombre espere es algo muy característico de la literatura de Álex Chico. Sus poemas suelen reflejar a alguien que observa a solas el mundo: desde una habitación, por una ventana, o desde un mirador: cualquier lugar que permita un acceso contemplativo a la totalidad. Por eso Chico es también un viajero: el viaje es otra forma de mirar, o, si se quiere, la forma de mirar: en tránsito, pleno de incertidumbre que quiere convertirse en asombro, sin conocer el destino y habiendo olvidado el origen. No hay contradicción entre la quietud del observador y el movimiento del aventurero: ambos son, en el caso de Álex Chico, los extremos idempotentes de una misma actitud: la del estoico inquisitivo, la del hombre que se hunde en el lugar que ocupa en el mundo para entenderse a sí mismo y al mundo. (Consecuentemente, Jordi Doce ha escrito que "caminar por las calles vacías no es muy distinto de quedarse tumbado en una cama esperando que amanezca"). Pero Un hombre espera es también el título de su último libro: una nouvelle, o novela corta, en el sentido clásico del término, pero también un ensayo ficción, como él mismo lo denomina, publicado en el modesto pero pugnaz sello barcelonés patrocinado por los entusiastas Andreu Navarra y Arthur Kelvin Calvet, Libros En Su Tinta. El ensayo ficción es al ensayo lo que la ciencia ficción a la ciencia: el escritor se ampara en realidades empíricas para fabular otras, verosímiles pero inciertas. (Agustín Fernández Mallo ha señalado que toda ciencia en ficción; todo ensayo probablemente también lo sea). Álex Chico ya ha practicado este género reciente, y aún poco explorado, en otras ocasiones, como en el largo artículo "Posibilidad de una isla", publicado en el número de noviembre de 2015 de la revista Quimera, en el que relata su visita a Malta y cita a varios autores españoles que han hablado de la isla en sus obras: Eduardo Moga, José Ángel Cilleruelo, Agustín Calvo Galán y Jesús Aguado, con el que, por si fuera poco, se encuentra en el restaurante Churchill, en Xlendi, en la isla de Gozo. (De mí recoge algunos versos de Las horas y los labios, "cuyo origen", dice, "se encuentra en una visita del autor a Malta: buena parte de los poemas de ese libro surgen de sus paseos por La Valeta, [...] siguiendo ese trazado geométrico que vertebra la concurrida Triq ir-Reppublika". Y añade: "Tiempo después he sabido que ambos nos habíamos alojado en el mismo hotel, el Osborne, entre las calles M. A. Vasalli y South St., cerca de la zona en la que, a pesar de sucesivas prohibiciones, algunos caballeros se seguían batiendo en duelo. Quizás, puestos a especular, mi habitación es la misma en la que escribió, diez años atrás, un fragmento del poema XIX: 'Vivo, ahora, en una isla. La mesa es una isla. Ojalá la eternidad fuera esto: una isla sin mar, un periódico abierto, los objetos rendidos a la mano'". No adveraré estas afirmaciones; solo diré que son precisas y plausibles). En Un hombre espera, el protagonista llega a París para investigar los lugares que conoció el escritor placentino José Antonio Gabriel y Galán, que residió en la capital francesa entre 1963 y 1966, y murió prematuramente, en 1993, a los 53 años. El protagonista, en breves capítulos, deambula por el barrio de Montparnasse, en el que vivió Gabriel y Galán, como un nuevo y melancólico flâneur, y relata cuanto ve y, sobre todo, cuanto eso que ve le lleva a pensar, recordar o imaginar. Por eso José Ángel Cilleruelo, prologuista del libro, ha señalado con lucidez que "el tema medular de este libro es la construcción significativa del lugar". Y tiene sentido que el autor de Maleza diga algo así, porque él mismo se ha caracterizado por hacer del espacio —y no del tiempo— el núcleo existencial de su literatura. Lo que el narrador de Un hombre espera divisa o atisba lo proyecta, y al lector con él, a un territorio híbrido, en el que lo vivido y lo leído, lo evocado y lo anticipado, lo que se sabe y lo que se intuye, se mezclan espectralmente, pero sin perder el pulso narrativo ni una dolorosa nitidez. La historia del famoso barrio de los artistas a principios de siglo XX —cuya llama, no obstante, se apagó después de la Segunda Guerra Mundial: "Se había quedado sin alma", dice Patrick Modiano y transcribe Chico. "Ya no había en él ni talento ni corazón"— se alía con la descripción de sus calles, cafés, cines y librerías, sus rincones anodinos y sus personajes insólitos, uno de los cuales es el propio narrador, que inyecta curiosidad y melancolía a sus palabras, y que sobrevive a la soledad flotando en una nube de tibieza. La prosa con la que Álex Chico narra esta aventura tenue y obsesiva es tan funcional como elegante, una conjunción, si no extraña, sí, al menos, más infrecuente en nuestras letras de lo que sería deseable. Prevalece en todo momento una contención asimismo característica de su poesía: un no soltar las riendas, que pretende someter el encabritamiento del entusiasmo —que, como observó Pessoa, es siempre una grosería— al tranco mesurado de la comprensión, o de la incomprensión. Más allá de la fluidez con la que está escrito el libro —que condice con el propio dinamismo del narrador, cuyo trajín por París nunca se detiene—, de la ironía que tiñe a veces, con sutileza, lo contado, y de las ventanas —los excursos— que se abren, fértil, luminosamente, en el edificio de la narración, Un hombre que espera se me ha hecho especialmente próximo como lector por una serie de coincidencias o vínculos que no puedo dejar de señalar. Para empezar, Álex me ha hecho el honor de que una cita mía encabece el libro: "A todo asisto como si me ensanchara". Es un verso del poema IX de Unánime fuego, un conjunto de poemas en prosa eróticos que publiqué en Lisboa en 1999 y luego, en segunda edición, en la colección de poesía de la Galería de Arte Luis Burgos-Siglo XXI, de Madrid. Al final del capítulo 13 de Un hombre espera, Chico prolonga —y enriquece— ese verso: "En eso consiste en el fondo la escritura, en estar atento. (...) no concibo la literatura si no nace de esa premisa. Hablo de la capacidad de rasgar lo suficiente como para no quedarnos en la mera superficie. Las conexiones, dejó escrito Henry James, se ensanchan sin cesar. Son una cadena que se extiende sin fin, hasta el mismo fondo de nuestras posibilidades vitales". Por otra parte, la figura de José Antonio Gabriel y Galán me resulta familiar y estimable por su meritoria traducción del Anábasis de Saint-John Perse, uno de mis poetas favoritos, que publicó en Visor (y cuyas versiones y prólogo he utilizado varias veces para hablar de Perse y la poesía épica). En tercer lugar, el protagonista de Un hombre espera visita el cementerio de Montparnasse y cita el célebre verso de César Vallejo, enterrado en él: "se trata de morir en un París con aguacero, como Vallejo". También yo he hablado de esa tumba y de ese verso, esta vez en Bajo la piel, los días, donde transcribo el soneto entero del peruano, "Piedra negra sobre una piedra blanca": "Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París -y no me corro-/ talvez un jueves, como es hoy de otoño...". Por último, otro lugar común: el parque de Luxemburgo, "con sus jugadores, deportistas y paseantes —dice Chico—, con sus sillas incómodas y su botánica geométrica, [en el que] se situaba el convento de Vauvert, donde residió Ramon Llull y donde pudo escribir algunos fragmentos de su Llibre d'Evast i Blanquerna. Cada vez que cruzo el Luxemburgo me viene a la mente un verso de Calveyra...". En otro poema de Bajo la piel, los días hablo asimismo del parque, de Llull, del Llibre de Evast i Blanquera y de Arnaldo Calveyra, autor de El hombre del Luxemburgo, uno de los grandes poetas en español de la segunda mitad del siglo XX, fallecido hoy hace exactamente un año. Todo esto no dice sino que la literatura, como las ciudades, como las personas, es un manojo potencialmente infinito de causas y efectos, de eslabones que se suceden, de nexos pensados o impensados, de afinidades y ecos: de todo eso que, junto, hace de un libro algo palpitante y persuasivo, como palpitante y persuasivo es este Un hombre espera.
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