Jordi Doce es uno de los hombres de letras más completos de mi generación y, probablemente, de todas las generaciones literarias existentes hoy en España: es poeta, traductor, ensayista, crítico, articulista, profesor, antólogo y gestor editorial, y en todas estas actividades raya a gran altura. Como poeta —la poesía siempre es, para todos los que nos dedicamos al pluriforme mundo de la literatura, lo más importante, y por eso mismo también lo más problemático—, Doce acaba de entregar a los lectores la antología Nada se pierde. Poemas escogidos, publicada por las Prensas de la Universidad de Zaragoza —junto con la Editora Regional de Extremadura, la mejor editorial institucional de España—, en la que recoge 77 poemas de su ya larga producción, que empieza con el poemario La anatomía del miedo, aparecido en 1994, y acaba, de momento, con los libros de notas y aforismos Hormigas blancas y Perros en la playa, de 2005 y 2011, respectivamente, ambos excelentes ejemplos de una mente incisiva, una sensibilidad ácuea y una prosa ágil y depurada, aunque los dos estén asimismo teñidos de una intensa coloración lírica. Nada se pierde, que se presenta con una insólita desnudez —sin prólogos ni estudios introductorios, solo complementado por un breve epílogo del autor— es una magnífica ocasión para conocer una obra "en la que las pesas contrapuestas del entusiasmo y el desencanto han sabido encontrar (...) un punto de equilibrio, lejos de la ferocidad impaciente de los primeros años [y del] paisaje de cenizas que sucedió a la publicación de Gran angular en 2005", como señala el propio Doce; una poesía vertebrada por las mejores tradiciones —de Octavio Paz y José Ángel Valente a la poesía anglosajona contemporánea—, y en la que se cohonestan la pausa meditativa y el deslumbramiento mundano en una dicción que tiene el mérito de ser, a la vez, sosegada e impetuosa. Pero, con tratarse de un libro interesantísimo, hoy quiero dedicarle una atención especial a otro que ha publicado casi al mismo tiempo que este, y que revela o, mejor, documenta otra vertiente del letraherido polifacético que es Jordi Doce: la de entrevistador. Me refiero a Don de lenguas. Entrevistas literarias, el conjunto de interviús que hizo Jordi a varios importantes autores europeos —dos de ellas en colaboración con Esther Ramón y Rafael José Díaz— cuando era editor del Círculo de Bellas Artes de Madrid, entre 2007 y 2011 (más una, al estadounidense Paul Auster, en 2002). Todas ellas han visto ya la luz en Minerva, la revista del Círculo —y la de Auster, en Letras Libres—, pero ahora se recogen en este libro de formato pequeño pero pulcra edición, lo que pone de manifiesto su coherencia y las dota de unidad. Los autores entrevistados son Philippe Jaccottet, José Manuel Caballero Bonald, Umberto Eco, Cees Nooteboom, Seamus Heaney, Paul Auster, Adam Zagajewski y John Burnside. En Don de lenguas, Doce demuestra que el secreto de una buena entrevista, verse sobre lo que verse, incluso sobre versos, como la mayoría de las que aquí se reúnen, no es otro que una preparación adecuada —es decir, una lectura reflexiva de la obra del entrevistado— y un clima favorable. Y no me refiero, claro, al tiempo que haga cuando se realiza, sino a la atmósfera de complicidad y entendimiento que es necesario crear, y que no excluye la pregunta punzante o la discrepancia educada. Habituados a la documentación lábil o, sin más, inexistente de tantos preguntadores atolondrados, las cuestiones que plantea Jordi Doce son tan pertinentes como fundamentadas, y, a menudo, con una entidad de pensamiento que las hace atendibles por sí mismas, sin necesidad de respuesta; aunque precisamente por eso suscitan respuestas inteligentes. No es necesario ponderar la altura intelectual de los entrevistados, entre los que se cuentan un premio Nóbel y un premio Cervantes, ni la diversidad de lenguas con que trabajan. Todos hacen aportaciones relevantes. Jaccottet —que tiene "la mueca pensativa y curiosa de un pájaro", especifica Doce— afirma algo que suscribo enteramente: "Nada que no haya sido vivido ha tomado forma como poema. Tengo que partir de algo sentido con intensidad (...) [y] al final siempre llego a algo en lo que, muy en el fondo, está lo invisible". Caballero Bonald comparte el lamento de Jack London: "Mi error fue un día abrir un libro" y reivindica la poesía como el reino de las imágenes: "el pensamiento lógico se subordina (...) a la intuición iluminadora". También, "que la poesía tiene algo de violencia contra uno mismo, contra la propia intimidad", una afirmación que disiente, o acaso confirma sutilmente, la anterior de Jaccottet. Caballero Bonald también facilita algo muy interesante de estas entrevistas: discrepar. Por ejemplo, él cree que "Barral es un gran poeta muy mal conocido, muy mal leído", y yo opino que Barral es un poeta muy mediocre, que, si es mal conocido o mal leído, quizá sea porque es malo: no hay por qué suponer tan tontos a los lectores. Umberto Eco es el que menos atención presta a la poesía —aunque no deja de recordar su pasado poético— y el más pugnaz, el que más choca con los planteamientos del entrevistador. Frente a una pregunta sobre la proliferación de blogs en internet como forma de objetivar la realidad, Eco responde: "No, no, es otra cosa. (...) Me parece que Internet busca una cura para la enfermedad que ella misma ha causado. La primera enfermedad que ha causado Internet ha sido la soledad (...) la horrenda soledad de Internet, contra la cual se reacciona con esta búsqueda de sociabilidad, en la que yo comparto mi subjetividad del discurso con otros". El holandés Cees Nooteboom —cuya "mueca de recelo", especifica esta vez Jordi Doce, siempre atento a los gestos faciales, "no tarda en disolverse en el agua de la conversación"—, acude a una cita feliz de Marianne Moore —la literatura son "jardines imaginarios donde se posan sapos de verdad"— y subraya dos ideas esenciales de la creación poética contemporánea, que como poeta suscribo totalmente: no queremos "poesía poética", y se escribe para descubrir lo que uno piensa, como también ha afirmado Antonio Gamoneda: "yo solo sé lo que he dicho cuando lo he dicho". Otra afirmación de Nooteboom tiene, además de un valor estético, un sentido moral: "Cuando tengo un vínculo serio, siempre resuelvo ir en otra dirección". En efecto: uno ha de apartarse de lo encauzado, incluso de lo encauzado por uno mismo, si aspira a descubrir algo sobre sí o sobre el mundo. Como decía Caballero Bonald, hay que doblarle el brazo a las convicciones íntimas, y hasta asfixiarlas. Heaney cita a Yeats para destacar el trabajo —y la intuición— que requiere un buen poema: "Un solo verso puede llevarnos horas (...), / pero si no parece algo pensado en un instante / todo nuestro coser y descoser es en vano...", y subraya también la importancia del fore-conceit, "el pre-concepto", esto es, lo preverbal, "donde se realiza gran parte de la obra. La amplificación verbal, el acto de encontrar las palabras y su traslación al papel vienen en segundo lugar, ya que en ese momento pasas de la potencia al acto, pero sin la concepción inicial, sin el fogonazo de la posibilidad, no puede haber potencia". Paul Auster —al que Jordi Doce caracteriza con "los ojos tan saltones como las ojeras, (...) la boca teatral", y que "se mueve con intensidad, como pidiendo al aire que le abra hueco"— hace unas declaraciones especialmente iluminadoras, ancladas en su experiencia íntima de escritor. Como Caballero Bonald, como Nooteboom, considera fundamental "la exigencia de desafiar mi propia técnica, de entrar en territorios donde no me siento seguro. A veces incluso necesito escribir lo que parece una completa estupidez, o al menos correr ese riesgo, correr el riesgo de que lo que escriba sea una estupidez". Frente a tantos escritores que solo encuentran consuelo en el cultivo perseverante de lo ya hecho, los mejores procuran siempre apartarse de lo ya hecho, aun contra sí mismos, o sobre todo contra sí mismos. Auster insiste en ello y en la dimensión ética de esa posición: "Como escritor me veo en la necesidad y la obligación de romper moldes constantemente. Creo que es casi un deber moral". Por último, Jordi Doce entrevista conjuntamente a Zagajewski y a Burnside, en un diálogo a tres de alto voltaje conceptual que empieza después de que "los ojos astutos y vigilantes" del polaco se hayan encontrado con "la corpulencia risueña" del escocés. Zagajewski destaca "la energía que brinda la aparición de lo novedoso", pero también la necesidad de que el poema nunca deje de estar vinculado con la realidad: "Si tratas de hallar lo sublime, tienes que tener cuidado de no alejarte mucho de la concreción de tu vida". Como Ezra Pound, el autor de En defensa del fervor cree que la palabra "manzana" siempre es más bella que la palabra "belleza". No obstante, la actual proximidad casi obligada del poema con la conversación no le parece recomendable: "A veces lo intenta en exceso, no tiene metáforas, simplemente fluye como un chat de Internet. Así que yo pediría a cambio algo de artificialidad". Por último, hace una observación certera y lacerante, que todos deberíamos aplicarnos a corregir: "La gente habla de poesía, pero no se molesta en leer a otros poetas". Por su parte, Burnside considera el poema lírico un "viaje", como consecuencia del cual quizá se llegue a otro mundo. Para él, siguiendo a Heaney, la poesía es "captar la música de lo que sucede", una definición con la que podría estar de acuerdo un japonés. Y esa música no siempre se acomoda a los moldes existentes: "Hay gente que dice que, si el poema no se adhiere a ciertas normas preestablecidas, no es un poema. (...) Pero algunas cosas emergen con una urgencia que no encaja en ese molde. Y ¿cómo construyes algo nuevo dentro de un molde antiguo?". La entrevista —y el libro— se cierran con una crítica al papel de la crítica: "Lo que ahora se reseña en los suplementos es porque tiene éxito, y si es así habrá que prestarle atención, no al revés. Se ha invertido el sentido del circuito cultural".
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