Vuelvo a España y aterrizo en el patio de Monopodio
de la campaña electoral, con la sensación del paracaidista que, desviado de su objetivo por un viento inesperado, cae en pleno campo de batalla, rodeado de
explosiones, enemigos feroces y cargas a la bayoneta. Antes, las campañas
electorales eran algo previsible y hasta rutinario: a las doce de la noche del
día en que empezaban, los líderes de los partidos pegaban, risueños, el primer
cartel electoral, todos recibíamos en casa voluminosos sobres con la publicidad
de las distintas formaciones, y a los mítines, de los que daban puntual cuenta
los telediarios, solo acudían los que ya estaban convencidos y querían
demostrarlo aplaudiendo con fervor la arenga del jefe. Luego votábamos y a otra
cosa, mariposa. Hoy la batalla electoral se libra en la televisión y las redes
sociales. Como en las redes sociales no estoy, no me preocupan. Pero es
imposible mirar la televisión (o escuchar la radio) sin caer en algún debate, o
en alguna vociferante tertulia, valga la redundancia, o en alguna entrevista a
algún líder político (o, todavía peor, en alguna participación suya en un programa de variedades). Y, como resulta que se han multiplicado los partidos
políticos con opciones reales de conseguir el poder, los programas dedicados a
ellos, a sus programas y a sus líderes han cobrado proporciones de epidemia. En
ellos se habla –o se grita– de los programas, sí, pero ya sabemos todos que los
programas nunca han tenido demasiada importancia en las campañas electorales y
menos aún en el ejercicio del gobierno. El programa del PP de las anteriores
elecciones generales es un ejemplo paradigmático: se ha incumplido
rigurosamente: el gobierno se ha aplicado a incumplirlo con la dedicación de Job,
más aún, con la abnegación de la madre Teresa de Calculta, pero eso no parece
haber disuadido al 30% de electores –muchos millones de españoles– que, según
las encuestas, están dispuestos a seguir votándolo. Aquí la gente vota, llena
de entusiasmo, a quien no ha hecho lo que ha dicho que haría. Pero, si el programa
no cuenta, salvo para dar una pátina de respetabilidad a las imbecilidades que
muchos defienden, la televisión y los debates cuentan mucho. Lo que uno siente
ante esta proliferación de algarabías y discusiones es que todos representan un
papel: la política es el retablo de las maravillas de la vida social. Y es un
papel pautado por el imperio de los partidos: todos son personas, en el
sentido etimológico de la palabra –máscara–,
pero nadie lo es en realidad, porque las personas, las de verdad, se
caracterizan por sus inseguridades y sus incertidumbres, por sus ignorancias y
sus contradicciones, y aquí nadie ignora nada, nadie está inseguro de nada:
todos son militantes disciplinados; todos tienen la respuesta preparada por
sus organizaciones; todos han memorizado el argumentario que suministran a
diario los partidos, y, si no lo han hecho, da igual: su visión, a fuerza de constreñirla a los estrechos moldes de lo que hay que defender, responde ya
naturalmente a la doctrina exigible. El pensamiento individual, la frágil pero
riquísima conciencia humana, cede y se acomoda a la ideología, dejándose en esa
adscripción lo mejor de sí, la autenticidad de la crítica, la honradez de la
objetividad, la delicada textura de lo singular. ¿Y quiénes militan en estas
prietas filas, quiénes se hacen ventrílocuos de las doctrinas y los catecismos, quiénes abrazan
una parte exigua de la realidad y desdeñan todas los demás? Pues gente entregada
a la causa, y toda causa es dogmática: toda causa excluye una comprensión
porosa del mundo y una incorporación ecuánime de los valores del mundo, aunque
no sean los nuestros. Gente, por otra parte, ejecutiva y mayormente técnica,
que cifra en los lenguajes codificados y en las respuestas automáticas su
estar en la comunidad. Uno advierte, escuchando a los representantes,
portavoces y gerifaltes de los partidos, que casi ninguno lee por el placer de
hacerlo, que casi ninguno da muestras de que le importen la cultura o el arte, y que ninguno razona por sí mismo. No tienen tiempo para eso: están
demasiado ocupados aplicando los conocimientos que les inculcaron en las
escuelas de negocios, o empapándose de datos contenidos en informes llenos de gráficos y cifras, o estudiando las estrategias del partido para afrontar los
debates electorales. ¿A quién tenemos, pues, en esa línea de combate que se ha
de resolver el próximo 20 de diciembre? En primer lugar, a Mariano Rajoy, ese
caballero de provincias que lleva 30 años en los distintos escalones del
poder, y
cuyas únicas aficiones conocidas son el Real Madrid, fumar puros, jugar al
dominó con los jubilados de los pueblos cuando llegan las elecciones y evitar
rendir responsabilidades. Mariano es, como se sabe, registrador de
la propiedad, y los registradores de la propiedad tienen tanta audacia y tanta
capacidad de innovación como los sepultureros. Presume, a falta de otros
méritos, de seguridad y experiencia, dos de los principales valores de todos
los conservadores del mundo, pero, por eso mismo, dos valores a los que, cuando
el país ha alcanzado un determinado nivel de descomposición, hay que atribuir
la importancia justa: ninguna. Al fin y al cabo, los procuradores en Cortes del franquismo
eran políticos muy expertos –algunos se pasaron casi 40 años siéndolo–,
pero eso no sirvió para que el país prosperase. Mariano es, además, el
responsable último de la corrupción que ha anegado a su partido en esta
legislatura, aunque no se ha limitado a ella: se ha manifestado ahora, pero
proviene de hace décadas, cuando mandaban José María Aznar y hasta Fraga
Iribarne, y los tesoreros del partido habían establecido algunas sólidas
tradiciones, que no han hecho sino perpetuarse y aumentar: llevar otras
contabilidades, traficar con donaciones y dinero negro, dar aguinaldos en
sobres, engordar cuentas corrientes en el extranjero. Pero el PP no es solo el
registrador de la propiedad que lo preside: también brillan con luz propia
otros dirigentes, como mi admirada María Dolores de Cospedal, cuya comparecencia
para explicar el “finiquito en diferido” a Bárcenas es un ejemplo inmarcesible
de claridad de ideas y oratoria refinada, y a la que hace un par de días escuché en
la televisión criticar a los que no tienen las ideas claras y no saben decir lo
que piensan; o Soraya Sáenz de Santamaría, de la que, por razones que se me
escapan, todos hablan con admiración: la vicepresidenta es solo una joven muy
estudiosa –una opositora nata– y fortalecida por la fe, a la que no se le
conoce una idea propia, pero que, eso sí, expresa las del manual que se haya
empollado con una convicción sacramental. Soraya siempre sonríe, aunque esté
anunciando que a los parados se les
reducen las prestaciones o que quienes no puedan pagar sus hipotecas no van a
poder escapar del desahucio: Soraya, suceda lo que suceda, está encantada ser
vicepresidenta. Por eso sonríe siempre. Conocí muchas como ella en la Facultad
de Derecho: niñas de buena familia, muy católicas, muy trabajadoras, muy
vacías. Más allá de estas perlas, tenemos a la bisutería de la derecha:
Ciudadanos y sus camadas de jóvenes garridos, aguerridos y con desparpajo que proclaman la
buena nueva de que el centro político, huérfano de cultivadores desde Adolfo
Suárez, ha vuelto. Pero el centro solo es refugio de la derecha avergonzada de
serlo. También conocí a algunos como Rivera en Derecho, que, como puede verse,
me fueron más provechosos como experiencia sociológica que como aprendizaje
jurídico: con garbo personal y facilidad de palabra, pero sobre todo con la
seguridad de ser más guapos, más modernos y estar mejor vestidos (o, en el caso
de Rivera, mejor desnudos) que cualquier otro. Albert Rivera y sus adláteres,
como la por otras razones admirable Inés Arrimadas, son construcciones huecas,
brotadas al calor de la decadencia y la indignación, bajo cuyos perfiles
aseados pero anodinos se esconde un espíritu conservador. También hay, en estos
partidos emergentes, figuras atrabiliarias, como el jupiterino Girauta, hoy
aparcado en el Parlamento Europeo, pero que amenaza con volver. Estos
personajes, sin embargo, dan pintoresquismo a las formaciones y solo hacen daño
si se les deja: nuestro escenario político está lleno de cementerios de
elefantes a donde pueden ser enviados, con perjuicio para el contribuyente,
pero en beneficio de la salud pública, como saben bien Alejo Vidal-Quadras y
tantos otros. Hacia la izquierda, encontramos a Pedro Sánchez, el
invento de la mercadotecnia socialista para rejuvenecer el partido y su
mensaje. Tras la decepcionante experiencia de Zapatero y el fracaso de
Rubalcaba –dos nítidos representantes, sobre todo el segundo, de la vieja
guardia, y ambos escasamente apolíneos–, era necesario dar con alguien poco
pringado en la gobernación y presentable en un estudio de televisión. Sánchez
es intercambiable con Rivera, aunque sus colores sean diferentes: ambos
transmiten novedad y resolución, y Sánchez, por si fuera poco, tiene la mandíbula
más cuadrada. Sus discursos son los previsibles, aunque proclamen el cambio,
porque, si la revolución ha sido asumida por una organización a la que se debe obediencia,
también la revolución se vuelve obediente, es decir, nula. Sánchez da la
tabarra sobre la renovación que piensa introducir en las instituciones, pero
uno se pregunta por qué él y su partido no la han introducido ya cuando han podido hacerlo. El
candidato socialista perora con mucha desenvoltura, pero también, sospecho, con
escasa autenticidad. La autenticidad –que es la forma modesta de la verdad– es
la gran ausente de la vida política española. A uno le gustaría que el PSOE, si
gobernase, hiciera muchas de las cosas que promete, pero se ha convencido ya de
que si, por ejemplo, no ha denunciado todavía los acuerdos con la Santa Sede,
no lo hará nunca, a pesar de los resueltos –e interesados– alegatos de Sánchez.
Y por fin tenemos a Podemos, que ha reunido a muchos de los genuinamente
indignados por la putrefacción de la vida política y las injusticias cometidas
por los gobiernos del PP, pero que, en su estructura de mando –pese a los círculos, tiene estructura de mando, y
acaso más estalinista que ninguna–, está copada por un pequeño grupo de
comunistas enmascarados, cuyo modelo de gobierno ha sido, y sigue siendo
–aunque a ellos les interese ahora negarlo–, el gobierno bolivariano de
Venezuela. Pablo Iglesias tiene fuerza dialéctica y, a la vez, serenidad de
ánimo, y eso le beneficia en un país acostumbrado al griterío y la barrabasada,
pero bajo su coleta no hay otra cosa que el pensamiento de Antonio Gramsci, y
eso no augura nada bueno. Los que ya tenemos una edad, recordamos a figuras como
la suya, y, de nuevo, retrocedo a mis buenos y viejos tiempos de estudiante de
Derecho para rememorar aquellos líderes rojos, militantes de grupúsculos
maoístas o trotskistas, y partidarios inconmovibles de la revolución, que nos
arengaban en las asambleas y no dejaban de proponer que derrocáramos el orden
burgués. Nosotros los escuchábamos con fascinación, hasta que culminaban la
proclama animándonos a acompañarles en su salida a la Diagonal para pegarse
con los grises, momento en el cual se desvanecía nuestra fascinación y nos
dirigíamos todos al bar. Iglesias puede que no sea ya maoísta ni trotskista,
pero conserva todavía el espíritu incendiario de la izquierda dogmática. Su
discurso incurre en los mismos tics –en las mismas falacias, automatismos y
previsibilidades– que sus colegas de derechas, aunque sostengan posiciones
antagónicas, y en su gobierno, si alguna vez llega a ejercerlo, se mezclarán
estruendosamente las catástrofes causadas por su ideología y las renuncias a que
les obligará el sistema. Yo, a pesar del gallinero en el que nos encontramos y
de las pocas esperanzas que me inspiran los partidos, estoy contento, porque
pensaba que no iba a votar y sí voy a poder hacerlo. Pedir el voto por correo
desde Gran Bretaña es dificilísimo: el PP y el PSOE se aliaron la pasada
legislatura para cambiar el sistema existente a otro de “voto rogado”, cuyos
plazos y requisitos hacen prácticamente imposible que la ingente colonia
española en el extranjero pueda ejercerlo. Así que ya me había hecho a la idea
de abstenerme, forzosamente, en esta ocasión. Pero hace dos días escuché en el
telediario del mediodía que el plazo para pedir el voto desde España acababa aquella misma tarde. Salí corriendo a mi estafeta de Correos y presenté la
solicitud correspondiente. Si la burocracia no lo impide, depositaré mi voto para las próximas elecciones. Y ojalá sirva para echar del poder a un gobierno tan
corrupto, incompetente, alelado y vergonzante como el del Partido Popular.
Curiosamente, nos deja con la incógnita de a quién va a votar, dado que todos son malos, según dice.
ResponderEliminarEl voto es secreto, querido anónimo, y, en lo que a mí concierne, va a seguir siéndolo. A veces no queda más remedio que optar por el mal menor. Y también hay otros partidos de los que no hablo a los que se puede votar.
ResponderEliminarUn saludo cordial.