Las Churchill War Rooms, o Salas de Guerra de Churchill, son una de las pocas atracciones de Londres que nos quedan por visitar (la otra es la Abadía de Westminster, que sigue inexpugnable a nuestros esfuerzos: precios disuasorios, horarios reducidos, colas soviéticas, masas ingentes de visitantes...). Decidimos subsanar la omisión hoy, un sábado lluvioso de noviembre, valga la redundancia. Las Churchill War Rooms son el búnker habilitado por el gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial para dirigir las operaciones militares. Se encuentra debajo del actual Ministerio del Tesoro, en Westminster, quizá por aquello de que no hay nada más indestructible que la Hacienda Pública, y empezó a ser construido en 1938: se conoce que los británicos ya consideraban previsible, y hasta inevitable, que Mr. Hitler, como le llamaban los periódicos de la época, decidiera hacerles algunas visitas aéreas varios años antes de que, en efecto, se animase a hacerlo. Concluido en agosto de 1939, justo antes del estallido del conflicto, estuvo operativo hasta exactamente seis años después, con la rendición de Japón. La visita se inicia en un vestíbulo de cuyo techo pende una bomba alemana de 250 kilos, una de los cientos de miles que los nazis tuvieron a bien regalar al pueblo británico, y que mataron a 43.000 personas, hirieron a 139.000 y destruyeron más de un millón de viviendas. El Blitz, técnicamente, duró desde septiembre de 1940 hasta mayo de 1941, pero tuvo un trágico epílogo entre mediados de 1944 y principios de 1945, con el lanzamiento de las bombas volantes V-1 y V-2, aquella idea de bombero (nazi) de Hitler, gracias a la cual Alemania, que llevaba toda la guerra perdiendo la guerra, iba por fin a doblegar la resistencia inglesa, y que sumó más víctimas y más devastación al conflicto, pero que no alteró su resultado. Sorprendentemente, los arquitectos del gobierno sabían que las salas de guerra, aunque habían ganado protección al ser subterráneas, no resistirían un impacto directo de la aviación alemana, y solo pudieron reforzarlas con capas extras de cemento y metal en diciembre de 1940. Pero la suerte quiso que ningún explosivo cayera justamente allí, a pesar de que Westminster, la sede del gobierno, era una de las zonas más castigadas de la capital, lo que demuestra que la suerte es esencial en todos los órdenes de la vida. Las salas de guerra impresionan por su aparato técnico-militar, como la sala de mapas, erizada de teléfonos, donde aparece cartografiado el universo mundo; la de radio, llenas de cables y aparatos que hoy parecen antediluvianos, desde la que Churchill pronunciaba sus famosos discursos; la del teléfono transatlántico, disimulada como uno de sus baños personales, desde la que el premier británico hablaba con Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos, primero para instarlo a sumarse a la guerra (algo que no consiguió; lo lograron los japoneses, con su imprudente ataque a Pearl Harbor) y luego para coordinar las acciones militares de los aliados, y cuyas tripas —un codificador llamado "Sigsaly"— ocupaban una habitación entera en los sótanos de Selfridges, los grandes almacenes de Oxford Street; o, en fin, el generador de electricidad del búnker, grande como un dinosaurio, que se extendía por varias salas y que hoy se utiliza para fiestas privadas. Es lógico: es una zona que permite muchos juegos de luces. En la puerta del macrogenerador hay colgado un cartel que indica el número de teléfono al que hay que llamar si se desea alquilar el local. Como se ve, las relaciones entre la política y el comercio, o entre la historia y el comercio, o entre la guerra y el comercio en las Islas Británicas siempre han sido muy intensas. Pero aún más interesantes que los aspectos bélicos del conjunto son los apartados, digamos, humanos. Un espacio tan reducido y claustrofóbico, en el que la gente trabajaba bajo la presión asfixiante de la guerra, generaba situaciones difíciles. Por ejemplo, todo el mundo fumaba, empezando por Churchill, que se asestaba una media de ocho puros al día (aunque no se tragaba el humo). En muchas mesas observamos ceniceros de lata con la leyenda cigarette ends: los ingleses podían procurarse día tras día rozagantes cánceres de pulmón, pero no permitir que las colillas no estuvieran en su sitio. Nos imaginamos, no obstante, aquellas catacumbas siempre llenas del humo del tabaco y nos preguntamos cómo podía resistir la gente tantas horas entre nubes de nicotina. A mí me parece que debía de ser más saludable exponerse al humo de las explosiones, y a las explosiones mismas, en la superficie, que soportar aquella toxicidad de brea. En las salas de guerra hay también muchos dormitorios para todo el personal, incluyendo el primer ministro, que debía pasar allí noches enteras. En general, son horrorosos: catres estrechos con mantas del ejército y el inevitable orinal. No es extraño que muchos, incluyendo el primer ministro, prefirieran arriesgarse a salir de noche a las calles bombardeadas de la ciudad para volver a sus casas, si aún seguían en pie, a quedarse en aquellos nichos deprimentes con poca luz y todavía menos ventilación. Entre los dormitorios se cuentan el de los dos detectives que protegían a Churchill (solo dos, aun en guerra; hoy los séquitos de seguridad de los mandatarios públicos necesitan plantas enteras de hotel), los de sus numerosos colaboradores (en los que, además del orinal, siempre hay libros, mayormente de Penguin) y el de la esposa de Churchill, Clementine, cuyo edredón es rosa y las sillas están tapizadas de flores: el toque femenino, sin embargo, apenas dulcifica la lobreguez del lugar. No pocas de las características del búnker están determinadas por la arrolladora personalidad de Churchill. Para empezar, le disgustaba estar bajo tierra: era como admitir implícitamente el poder del enemigo. Por eso solía subirse a los balcones o tejados de los edificios del gobierno, para desesperación de sus guardaespaldas, con el fin de contemplar los raids de la Luftwaffe y la actuación de las defensas antiaéreas. Y hay que tener valor. De hecho, todo el mundo que lo conocía estaba convencido de que, en caso de ataque contra el búnker (se esperaban incursiones de paracaidistas alemanes y sabotajes), Churchill saldría a luchar personalmente: ya lo había hecho contra los pastunes en la India, los mahdistas en el Sudán y los bóers en Sudáfrica. Y la verdad es que ver abalanzarse contra uno a un tipo de 120 kilos con cara de bulldog, un puro ardiente en la mano y muy malas intenciones, había de asustar a cualquiera, por muy paracaidista alemán que fuese. El carácter ejecutivo —para muchos, agresivo— de Churchill se manifestaba en detalles como los carteles que hacía colgar en todos los rincones del búnker, y en los que se leía: Action this day, es decir, "Para hoy". Sin embargo, como a toda persona inteligente, no le gustaba el ruido: abundan también los letreros de Quiet, please, y las máquinas de escribir son especiales: silenciosas. Con las muchísimas que hay, el estruendo de todas, resonando en el hormigón, habría sido insoportable. Las salas de guerra son, de hecho, un homenaje a Churchill, hasta tal punto que albergan su museo, en el que se da cuenta con admirativo detalle de su vida y su obra política, literaria y hasta pictórica, y se recogen numerosos objetos personales, de los que no se sustraen los aspectos más polémicos. Así, vemos una botella de coñac Hine, su preferido, que le acompañaba en todas las comidas, y de otros espirituosos con los que se mantenía entonado desde que se levantaba hasta que se acostaba. La parte del museo que más me interesa es una colección de frases memorables, a las que Churchill era particularmente aficionado, para mortificación de sus adversarios políticos. Unas cuantas están dedicadas al pobre Clement Atlee, el líder laborista que fue su vicepresidente durante la guerra (así son los británicos: feroces en el combate partidista, pero unidos en el que libran contra el enemigo: deberíamos aprender en España) y que lo derrotó en las elecciones posteriores a ella (así son, de nuevo: capaces de echar del gobierno a quien ha ganado una guerra). De él dijo Churchill que era un cordero disfrazado de cordero, o un hombre modesto con muy buenas razones para serlo, o que llegaba un taxi vacío al 10 de Downing Street y de él se bajaba Atlee. Sin embargo, Atlee fue un gran gobernante y un ejemplo moral: abogó por que Gran Bretaña apoyara a la República española en la Guerra Civil (Churchill se opuso a ello) y, durante su gobierno, creó el National Health Service (el que quieren desmantelar los herederos políticos de Churchill) y sentó las bases del estado del bienestar en el país. En el museo de Churchill también se encuentra la placa del Premio Nóbel de Literatura que recibió en 1953 (aunque no, obviamente, por sus méritos literarios) y algunos de los muchos paisajes que pintó. Pintaba paisajes y no retratos, dijo, porque un árbol nunca se había quejado de que no se le hubiera hecho justicia. Tanto le gustaba pintar que escribió que, cuando llegase al cielo, pasaría una buena parte del primer millón de años haciéndolo. A la salida del museo, seguimos viendo dependencias del complejo. Reparo en un cartel en un pasillo que informa del tiempo que hace en el exterior: fine & warm, dice una tablilla, sorprendentemente; y otra: windy, que significaba que estaban bombardeando: ah, el gusto por el understatement de los ingleses. Más allá, llegamos a la sala de conferencias, donde se reunían Churchill y los jefes militares para discutir las grandes decisiones de la guerra. En el gran mapa de Europa que todavía preside la habitación alguien pintó una caricatura de Hitler, y ahí sigue. Frecuentó mucho esta sala el general —y luego mariscal— Alan Brooke, jefe del Estado Mayor, un militar extraordinariamente sensato que se especializó en contener las ideas a veces geniales pero a veces enloquecidas de Churchill, como, por ejemplo, invadir la Península Ibérica para garantizar el control de Gibraltar. Por desgracia, a la salida de esta sala, la audioguía que he estado utilizando se queda sin pilas y tengo que seguir el recorrido sin la aterciopelada voz de la informadora. En parte por esa sobrevenida orfandad y en parte porque me tiene agarrotado ya el síndrome del museo, acelero el paso y ganamos pronto la calle, donde hace un frío de mear a cubitos, pero que agradecemos: todo lo que está bajo tierra, aunque sea el recuerdo de una gran victoria, recuerda a la muerte.
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