Así se titula la última entrega de la colección "Sicalípticos", de Manual de Ultramarinos, el conjunto de publicaciones (Dakovika: novela por entregas; Librastófilos: sobre libros viejos y escritores secretos; La Galerna: revista y tabloide crítico, entre otras) que gobierna, en León, con mano suave y espíritu firme, el poeta y escritor Bruno Marcos. El carácter erótico del cuaderno es obvio desde el título, además de por su inclusión en una colección dedicada a la literatura del rijo y, en general, a la celebración de la lujuria, que buena falta nos hace. Seis o siete cuentos libidinosos y tres poemas erotómanos, impreso con la pulpa del papel de libros de viejo de señalados autores eróticos, como Maupassant, Anaïs Nin, Felipe Trigo, Enrique Miller y Roberto Bolaño, incluye relatos de Fernando Iwasaki, José Miguel López-Astilleros, Miguel Martínez Panero, Antonio Toribios y Bruno Marcos, y tres poemas míos, pertenecientes a La montaña hendida, un poemario —erótico, naturalmente— que publiqué en la difunta Bassarai, en 2002. El librito se presenta bajo los auspicios de la inenarrable Anita Ekberg, aquella náyade viquinga de la Fontana di Trevi, en La dolce vita, de Fellini. Y qué auspicios: una foto suya, en la que aparece desnuda (y con pelo, mucho, donde debía haber pelo: en los cincuenta aún no se había generalizado la falseadora costumbre de rasurar la intimidad), se reproduce hasta tres veces, en ambas cubiertas y en una página interior. También a ella se le dedican estos cuentos y poemas: "A la memoria de Anita Ekberg, a quien tuvimos la ironía de llamar con un diminutivo, siendo un colosal monumento a la vida, a la dolce vita". Anita se exhibe en esta imagen benemérita sin aquel vestido de noche, negro, que el agua ceñía a sus carnes fastuosas en la fuente romana (tan hermosa, aunque no tanto como ella: siempre son las personas las que vivifican a las piedras, y Anita Ekberg pareció insuflar a aquellas esculturas renacentistas una vitalidad inverosimil; de hecho, parecían querer saltar de sus peanas, de sus raíces de mármol, para abrazarla y gozar). El vestido tenía su encanto, mucho encanto, pero, la verdad, yo la prefiero sin él. Anita tenía, cuando llamaba a Marcello! desde el agua, el mismo acento que Marylin Monroe cuando cantaba el Happy birthday, mister President en la fiesta de cumpleaños de John Fitzgerald Kennedy: un acento que era, en sí mismo, un gemido erótico, un reclamo gatuno de apareamiento. Luego supimos que la carrera de la Ekberg no había sido brillante, que había envejecido mal (aunque nadie puede esperar hacerlo bien cuando se ha gozado de una juventud como la suya) y que había muerto sola, pobre y casi demente. Pero da igual: para nosotros, o al menos para mí, la escena de la Fontana di Trevi sigue siendo uno de los faros que guían nuestra vida, una de las imágenes memorables del siglo, equiparable a la llegada del hombre a la Luna o la primera Copa de Europa del Barcelona, un monumento a la concupiscencia y a la pasión, una jubilosa celebración de Suecia, un recuerdo imperecedero.
Reproduzco a continuación uno de los poemas (el X de La montaña hendida) que he publicado en el cuaderno:
Tu dureza me recibe, eternidad o dientes,
pero no la temo.
Tampoco al asfalto que se debilita
en ocaso, mientras eludo la muerte
y la geometría.
Lo que me avergüenza son las miradas verticales,
inmunes a la ternura; las miradas de los taxis,
Lo que me avergüenza son las miradas verticales,
inmunes a la ternura; las miradas de los taxis,
ahítos de polvo; la incomprensión
de la velocidad.
Un insecto se derrite
contra el parabrisas. Lo fugaz pesa.
Mi quietud es la quietud inflamada
de los anuncios de neón o de los edificios incomprensibles
o de este calor amarillo en el que nos enredamos como en un
[impúdico
arbusto.
Tu paladar es mi quietud;
tu boca, esta consunción llamada boca,
el sumidero suave, la hoguera
levantada, la libación obsesiva
que me conduce a la encrucijada
de lo
[animal.
El pedal, remoto como
el relámpago, pero adherido al pie
como una gran asa de
musgo,
haciendo del pie una espina ancha,
un guante que comulga con
la tierra,
sostiene la casa de
los cuerpos,
y en ese sórdido
milagro yace el padre
abrasadoramente muerto,
la tibia belleza de lo cotidiano,
la fidelidad.
Retiras la cabeza, que
roza el volante
al que estoy soldado,
y viertes el semen
en un pañuelo de
papel.
Lamo tus
labios: saben a abono y
[a metal.
Acaban de encender las luces de la autovía.
[a metal.
Acaban de encender las luces de la autovía.
Gracias, Alberto, por tu mensaje y tus indicaciones. No hay como tener lectores atentos y cordiales como para corregir los muchos errores que uno comete. Me gustó tu poema en el blog de Teresa Domingo. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn abrazo.