Supe hace unos días que mi antología de poesía contemporánea en catalán, Medio siglo de oro, publicada por el Fondo de Cultura Económica, había sido objeto de una crítica en El Universal de México. Me alegré: siempre alegra que se ocupen del trabajo de uno, pero, en este caso, mi alegría era aún mayor, porque la reseña venía a paliar una sorprendente escasez de recepción crítica. Yo creía que un trabajo como este, extenso, bilingüe, publicado por una editorial prestigiosa, y que pretende promover el diálogo entre dos lenguas y dos literaturas muy necesitadas de comunicación, recibiría más atención, pero estaba equivocado: la que se le ha dispensado ha sido muy parca, casi nula. Sin embargo, la alegría con la que saludé la aparición de la reseña de El Universal se convirtió en decepción al leerla: era una mala crítica, en el doble sentido de la expresión: ponía mal al libro, y estaba mal hecha. Las malas críticas son consustanciales a la literatura: forman parte de su paisaje; siempre están ahí, en potencia o en acto, y, si no lo están, malo también: quiere decir que el autor o el libro no son lo suficientemente relevantes como para merecerlas. Algunos amigos escritores dicen que ellos no prestan atención a las críticas y que, si son desfavorables, no les importa. Sospecho que mienten (o que, si no mienten, rehúsan admitir lo que sienten). A todos, en el fondo, nos disgustan los juicios adversos, porque, si estamos en esto, en la literatura, es porque necesitamos reconocimiento, es más, porque necesitamos amor. Precisamente por eso no podemos quejarnos de ellas: nadie nos ha obligado a escribir, ni muchos menos a publicar, algo que requiere, a menudo, un esfuerzo hercúleo; nos exponemos a los demás porque queremos. Si no estamos dispuestos a aceptar lo que digan de nosotros (porque nuestro trabajo no es sino la prolongación de nuestro yo, como un brazo o un abrazo), lo que debemos hacer no es reprobarlo, ni abominar del crítico (aunque algunos, ay, se lo merezcan), sino retirarnos. Reclamar el aplauso de los demás lleva aparejado el riesgo de recibir su reproche. Pero, si bien el derecho del crítico a decir lo que quiera no se discute, sí cabe exigirle que lo diga bien. En otras palabras: el crítico también está sometido a crítica, y, si su literatura falla —porque la crítica también es literatura—, podemos señalárselo con el mismo derecho con el que él ha censurado la nuestra. La reseña aparecida en la sección de opinión "El Librero", de El Universal, está firmada por un tal Eduardo Mejía, a quien no tengo el gusto de conocer. Se titula "Encuentros cercanos", y los errores empiezan en la breve referencia bibliográfica, donde consto como autor del libro. No: los autores son los poetas antologados; yo soy solo el antólogo y traductor. El siguiente error se observa en el primer párrafo, de los cinco que tiene la nota. Dice el reseñista que Medio siglo de oro "excluye a los [autores] que pasan de 62 años (...) porque excluidos los transterrados son de una generación dubitativa, que no prosiguió la poesía combativa". Obviaré las muchas imprecisiones formales —la repetición de excluir, la omisión de las comas para delimitar el ablativo absoluto, la cacofónica rima de dubitativa y repetitiva—, y ni siquiera criticaré el engrudo intelectual que supone hablar de "generaciones dubitativas" o "poesía combativa", pero no puedo dejar de señalar que esta no es la razón por la que esos poetas no están incluidos en la antología: no lo están porque nacieron antes de 1950, como subrayo en el prólogo. Llevado por su furor anticronológico, el reseñista denuncia a continuación la mala decisión de haber excluido a los poetas más jóvenes por no tener al menos dos libros publicados o por carecer todavía, en opinión del antólogo, de una voz cuajada. Bien: Mejía puede ser partidario de las recopilaciones de autores barbilampiños, y hasta inéditos, pero eso no hace que las que establezcan unos determinados criterios de selección, si son explícitos y razonados, sean defectuosas. La realidad captada por un instrumento de medida no es buena ni mala: es la que ese instrumento determina. Con otros criterios de selección, será más o menos amplia, pero no mejor ni peor. En todo caso, si mi tocayo cree que alguien que ha sido excluido por aplicación de esos criterios debería figurar en el libro, tiene que decirlo, y por qué (e indicar también a quién de los seleccionados hay que excluir para hacer sitio al nuevo: la antología, por exigencia de la editorial, no puede tener más de quince autores): así demostrará que sabe de lo que habla. Las divagaciones y generalidades pueden sugestionar a un lector distraído, pero solo revelan el vacío mental en el que agoniza el crítico. Tras un largo segundo párrafo en el que, con no menor imprecisión (e imprecisiones: reiteraciones, anacolutos, errores de puntuación) que la exhibida hasta ahora, repasa las características de los antologados, el reseñista se detiene, en el tercero, en la escasez de "poetisas" (así las llama él, para consternación, supongo, de las poetas) y en la improcedencia del título, porque "ninguno de los libros publicados ha cumplido 50 años, y la diferencia de edades apenas rebasa el cuarto de siglo". Sobre el primer aspecto, hay que repetir lo ya dicho: si cree que la antología ha excluido a alguna poeta que debería figurar en ella, la honradez intelectual y el rigor profesional exigen que diga cuál (y a quién eliminar) y las razones que hacen necesaria su inclusión (y la exclusión del supernumerario); si no, su crítica es una vaguedad más (o una concesión al feminismo más protocolario). En cuanto al segundo, es asimismo consecuencia de un dato para cuya comprensión el reseñista demuestra una especial dificultad: 1950 es la frontera temporal que determina a los autores elegidos y, en consecuencia, medio siglo poéticamente equiparable, en cantidad y calidad, a mi juicio, a lo mejor de la literatura áurea española. No vale la pena detenerse en el cuarto párrafo, donde el reseñista hace poco más que citar un poema —de Núria Martínez-Vernis, una poeta joven— para contraponerlo a otro de José Emilio Pacheco, mucho más temprano y original que aquel. No es extraño que un crítico hispanoamericano establezca vínculos con lo que conoce. Lo que sorprende es que establezca tan pocos: será que esos son los únicos que conoce. Por fin, en el quinto párrafo, lucen, en todo esplendor, las aptitudes de Mejía para la crítica. Escribe: "Destacan Ramón Dasch (sic) y María-Mercè Marçál (sic)", y cuatro de esos cinco nombres los escribe mal: son "Ramon Dachs" y "Maria-Mercè Marçal". No es una cuestión baladí: el rigor formal es uno de los requisitos —una de las exigencias— del buen crítico. Quien lee tan mal como para no saber transcribir un nombre (y no digamos ya cuatro, como en este caso), nos hace sospechar que tampoco sabe enjuiciar lo leído. Curiosamente, el propio Mejía se erigió en defensor de ese mismo rigor que él no practica en una polémica que sostuvo en 2000 con Claudia Fernández, autora de una biografía de Emilio Azcárraga, el fundador de Televisa, a raíz de una crítica, también negativa, que había publicado sobre el libro en Letras Libres. Fernández protestó por la reseña, y Mejía se defendió así: "Asombra que le (sic) llamen minucias a los reparos por las inexactitudes; en una biografía la exactitud de las efemérides es tan importante como la buena redacción periodística"; y más adelante insiste: "No quiero rebatirte cuestiones de opinión, pero sí cuestiones de exactitud"
(http://www.letraslibres.com/revista/cartas/mas-sobre-el-tigre). Por una vez, tenía razón: la exactitud es importante, pero no solo porque refleje la correspondencia del texto con la realidad, sino, sobre todo, porque refleja la correspondencia del pensamiento del crítico, si es que lo tiene, con la razón y la objetividad. Pero no es únicamente esta negligencia (ni la incoherencia de que él mismo la denuncie y la cometa) la que asombra. Continúa el reseñista sobre Medio siglo de oro: "en general, la impresión es que, con pocas diferencias, todos escriben muy parecido". Sí, parece lógico: si "todos escriben muy parecido", es que lo hacen "con pocas diferencias". Lo que ya no lo parece tan lógico es que diga que "todos escriben muy parecido" cuando en el segundo párrafo ha afirmado: "Los incluidos no forman una generación (...): no tienen demasiadas coincidencias, no se parecen sus formas poéticas, son distintos sus temas...". El reseñista intenta salvar la contradicción acusando a quien tiene más a mano, el traductor: "el problema no es de ellos, sino de Moga, que los traduce como si todos fueran uno mismo", pero lo hace como lo ha hecho todo hasta ahora: sin dar razones, sin justificar los juicios, sin aportar ejemplos. Y ahí se acaba la crítica. La explicación de cómo consigue un traductor que quince autores tan distintos como el mismo reseñista reconoce parezcan solo uno, queda para mejor ocasión. Y a mí me gustaría mucho saberlo: si he sido capaz de lograr algo así, debo de ser el mejor traductor del mundo.
Estimado Eduardo:
ResponderEliminarSe me ocurren los siguientes comentarios:
1. Es posible que este señor tenga encomendada la condena de los títulos que se le asignen, con independencia de su valor intrínseco, por cualquier razón. Eso explicaría que su trayectoria sea mínimamente prolongada, ya que indicas una trifulca de 2000.
2. Es posible (¡sería terrible!) que su trabajo sólo sea leído por los autores o antólogos de los libros que somete a sus sumarísimos juicios, de forma que nadie repare en el cúmulo de disparates, cercanos al puro ataque "ad hominem" contra el autor.
3. Es cierto que hay reseñas que son literatura. Tengo en mente alguna reciente de Guelbenzu sobre los relatos de Stevenson, o Marta Sanz sobre no recuerdo qué. Además, siempre ha sido un recurso para el artículo en prensa, como aquella de Umbral para el "Coños" de un joven Prada, en 1995, en El Mundo, o las publicadas por Vila-Matas o Azúa. Hay recensión que lees por quien la ha escrito aunque su objeto no te interese, por el mero barthesiano placer del texto.
Un abrazo, Ángel
El mundo de la literatura está lleno de gacetilleros mediocres que ensucian lo que leen. Pero eso, me temo, es inevitable. Como cantaban los Monty Python, hay que mirar el lado bueno de las cosas, que es, como bien recuerdas, la crítica maravillosa de algunos, esa crítica que se lee por ella misma, con independencia del libro reseñado o del autor del que hable. Yo te recomiendo "Textos cautivos", de Jorge Luis Borges, un delicioso compendio de reseñitas que publicó en una revista bonaerense para señoras en los años 30 del siglo pasado, y que fue publicado por Tusquets; también "Críticas ejemplares", otra recopilación de críticas, de diversos autores, publicada por Bitzoc, e igualmente estupenda; y, por último, "Críticas taurinas", de Joaquín Vidal, que, aunque estén dedicadas a los toros, son una maravilla de lenguaje y de ironía.
ResponderEliminarOtro abrazo.