El pueblo donde nuestra amiga Gisela tiene una casa, en la que quiere que pasemos unos días, se llama Hälleviksstrand, un nombre que solo se puede pronunciar al tercer o cuarto intento. Nosotros, con paciencia, lo conseguimos. Hälleviksstrand se encuentra en la isla de Orust, la tercera más grande del país (aunque sobre esto los geógrafos no dejan de discrepar: según los criterios que utilicen para medir, pasa a ser la cuarta y hasta la quinta; ocurre lo mismo con los saldos fiscales en España), situada en la costa oriental, cerca ya de Noruega. Orust tiene 345 km2 y apenas 15.000 habitantes, de los que 1.800 viven en Henån, la capital. No hay que dejarse engañar por la escasa población: cuando llega el verano, la zona, muy turística, triplica sus residentes. Además, todos —tanto los domiciliados como los transeúntes— son ricos: puede que las casas sean de madera y no muy grandes, pero a la puerta siempre hay un lujoso cochazo. Por otra parte, aquí ha vivido el hombre desde tiempos inmemoriales, como acreditan los diferentes megalitos diseminados por sus bosques y las abundantes runas vikingas. Hälleviksstrand es un pueblecito de poco más de 200 habitantes tradicionalmente dedicados a la pesca, pero que ahora se dedican, en su mayoría, al turismo y los servicios, cuando no a disfrutar de una muy holgada jubilación. La casa de Gisela es más bien una casita: data de 1881, y los techos y, en general, los espacios apenas se han alterado desde entonces. Eso supone que mi integridad física corre peligro, y, en efecto, al marcharme, me llevaré, junto con un buen puñado de recuerdos, otro, no menos memorable, de chichones. Queda claro que en 1881 los suecos no eran tan altos como hoy en día (ni tan ricos: en aquellos tiempos, y hasta el primer cuarto del siglo XX, Escandinavia era una de las regiones más pobres de Europa). En la casa de Gisela, que reúne todos las características de las viviendas suecas que ha popularizado Ikea por el mundo, me llama la atención una fotografía pegada a la nevera de Ingemar Ingo Johansson, nacido en Gotemburgo, que fue campeón del mundo de los pesos pesados entre 1959 y 1960, y héroe nacional. Ingo le arrebató el título, cuando nadie pensaba que pudiera hacerlo, al estadounidense Floyd Patterson, y luego se estuvo atizando con él en una serie de combates que siempre ganó el norteamericano. No solo esa épica rivalidad los unió: de mayores, ambos padecieron Alzheimer. Cuando ya estamos instalados (y yo ya me he golpeado la cabeza dos veces contra las vigas del techo del comedor, por el que he de caminar agachado; barrunto que los golpes deben de ser parecidos a los que asestaba Ingo), salimos a conocer el pueblo. El día es luminoso, como siempre son los días en Suecia cuando la visitamos, y es un placer pasear por el puerto y el breve pero encantador entramado de calles que constituyen el barrio antiguo. Casi todas las entradas de las casas están enmarcadas por flores, y el colorido resulta hasta doloroso. Dentro puede verse a las mujeres tomando café, charlando o leyendo; fuera, los hombres cortan el césped (uno lo hace vestido con un traje de seguridad, con casco, chaleco, gafas y manoplas, como un desactivador de explosivos), limpian el coche o arreglan cosas. Unos hasta están construyendo una casa, una de esas casitas de madera que aquí llaman boathouse, donde las familias guardaban antes los aperos de pesca y ahora amontonan los de baño. En un promontorio se encuentran las hermosas casas de los capitanes, las mejores de la localidad, construidas y habitadas, antiguamente, por los capitanes de los barcos, que demostraban con ello su preeminencia y su fortuna. Casi todas ellas, tanto las de los capitanes como las más modestas, lucen un asta en la que flamea la bandera sueca o un gallardete con los colores nacionales (que tiene la ventaja de que no hay la obligación legal de arriar al anochecer, como sí hay que hacer con la enseña). Y si nos habíamos reído de la pasión de los americanos por desplegar las barras y estrellas en el jardín o la puerta de casa, Suecia da para mondarse: el azul y el amarillo ondean por todas partes, como si todos fueran aquí aficionados del River Plate. El edificio más interesante del pueblo está algo apartado: es la iglesia, construida por Adrian Peterson, en madera, en 1904, un año antes del terremoto que afectó a la isla y que hizo que el templo se hundiera parcialmente. Hoy se yergue, airosa y roja, a medio kilómetro de distancia de Hälleviksstrand, junto a la ría, en una espesura de castaños y abetos. Llegar paseando hasta ella supone someterse al ataque de unos cuantos centenares de mosquitos, pero uno sabe que encontrará refugio físico y consuelo espiritual para los picotazos entre sus paredes: es una ventaja. Otra es que los mosquitos no son los únicos animales que pueden verse: también hay ciervos, como los cuatro o cinco, seguramente miembros de una misma familia, que distingo brincando en una finca cercana. Hälleviksstrand tiene otro rincón interesante: una lacónica playa cerca del puerto, cuyas exiguas prestaciones en arena y comodidades se han ampliado con la instalación de una no menos breve plataforma de cemento y madera, donde los veraneantes se pueden tumbar, tomar el sol y pasar la mañana. También se puede uno chapuzar allí en las aguas del Mar del Norte, que no están tan frías como uno creería: la corriente del Golfo llega hasta estas costas y las caldea lo suficiente como para que bañarse no resulte una experiencia dolorosa. Sin embargo, el momento de meterse en ellas no deja de acarrear sufrimiento, sobre todo cuando el agua llega a las ingles y, en el caso de los varones, envuelve cuanto alojan las ingles. Luego, si ya nos hemos introducido por entero, hay que bracear con energía, es decir, como si nos persiguiera un tiburón blanco, durante un par de minutos, para sacudirnos el frío. Con paciencia y apretando los dientes, uno consigue estar a gusto. Es más: uno acaba estando más a gusto dentro del agua que fuera de ella, porque la brisa del Atlántico norte es muy perra y, a pesar de la tibieza del día, puede morder. Eso sí: hay que evitar las medusas, que se pasean por estas aguas como plásticos vivos, y no han de importar las algas, que forman espesas concentraciones en el fondo arenoso y alrededor de los islotes rocosos cercanos, y cuyos filamentos, larguísimos, pueden tomarse a veces por medusas. No obstante, se está bien nadando cerca de la plataforma, y al sol. El enclave no puede compararse con Benidorm, ni siquiera con Malgrat de Mar, pero tiene su encanto. Un encanto que refuerzan las muchas suecas, inevitablemente rubias, que disfrutan del sosiego del día en traje de baño a nuestro alrededor, y cuyas pieles se tuestan de ese modo singularmente escandinavo: si los mediterráneos nos amarronamos, y los británicos enrojecen como gambas, los hijos del norte se doran, y es maravilloso contemplar ese matiz áureo, en el que los músculos repujados y el vello sutil trazan dérmicas cenefas. Tengo también ocasión de comprobar ese notable resultado fotosolar en la piel de la vecina de Gisela, una diseñadora de moda de Gotemburgo que ha venido a celebrar en Hälleviksstrand su 50º aniversario. La buena señora sale por la mañana al jardín contiguo con un escueto camisón de dormir, que seguramente habrá diseñado ella, y que permite constatar la homogeneidad y el lustre de su bronceado: habla por teléfono con despreocupación; se toma un café con leche sentada, con las piernas cruzadas, a la puerta de la casa; y, en general, se pasea por su finca con jovial donosura, para pasmo y admiración de los circunstantes y, en particular, de Álvaro y míos. Pero Hälleviksstrand no solo cuenta con los encantos de las bañistas y de nuestra vecina, sino también los más austeros, pero no por ello menos interesantes, de un museo local, cuya encargada es Gunilla, una tía de Gisela. De hecho, Hälleviksstrand tiene dos museos, lo que es asombroso, teniendo en cuenta sus dimensiones y su población: uno etnográfico y otro pesquero. Gunilla, una persona como la que debería haber muchas, amante de sus raíces y preocupada por la dignidad de su pueblo, se encarga del primero y nos invita a visitarlo. Se expone allí una amplia colección de los objetos que constituían el ajuar y las herramientas de labor de una familia sueca desde finales del s. XIX hasta mediados del XX, aunque hay piezas mucho más antiguas, como una estufa noruega, que era también cocina, de 1795 o libros, en letra gótica, de la época napoleónica. Me llama la atención un candil que funcionaba con aceite de arenque (yo recuerdo los candiles que mi abuela aún utilizaba en casa, y para los que empleaba aceite de oliva) y las camas extensibles: como las viviendas eran tan pequeñas, el espacio se aprovechaba mucho mejor si las camas podían reducirse y ampliarse a voluntad. Después de la visita, la encantadora Gunilla nos invita a pastas y té en su casa, y allí nos habla de su familia y de su vida en Gotemburgo y Hälleviksstrand. Nosotros alabamos cortésmente el pueblo, el museo y la casa, y ella responde, satisfecha, aunque también irónica, Sweden is perfect! Pese a su ironía, estamos de acuerdo. Podría muy bien ser cierto.
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