Javier, Teresa y yo nos escapamos la tarde del domingo al parque nacional de Monfragüe. Yo lo visité por primera vez hace muchos años, cuando a Extremadura aún venía de turismo, y no como oriundo. Recuerdo que Ángeles y yo, caminantes esforzados, subimos al castillo por una ruta de piedras y jaras, mientras el sol nos derretía la sesera. Pocas veces he pasado tanto calor. También recuerdo las aves, claro, aunque difuminadas en un cielo calcinado. Esta tarde, en cambio, las condiciones son óptimas. La temperatura es suave y el ambiente está despejado, sin aquel aire de fuego de nuestra primera vez, que emborronaba la piel y la mirada. Llegamos, en apenas cuarenta hora de conducción, al Salto del Gitano, el punto de observación más famoso del parque, que encuentro muy bien acondicionado: hasta los contrafuertes metálicos del quitamiedos que lo flanquea están pintados a imitación de la madera, para que no desentonen del conjunto. Desconocemos el origen del topónimo, pero no somos optimistas sobre el estado del gitano después de dar el salto: los riscos son aquí de una profundidad aterradora. Javier sí nos informa sobre la historia de otro punto del parque, que se encuentra un poco más adelante, y que hoy no veremos: el Puente del Cardenal. Ahí, nos dice, se hartaron a matar rojos en la Guerra Civil, aunque no sabe si metiéndoles una bala en el cuerpo o por el más ahorrativo procedimiento de despeñarlos por el viaducto. En cualquier caso, que aquella matanza colectiva se asocie con un "cardenal" es también muy significativo, y quizá el príncipe de la iglesia hasta la bendecía. Hoy nos quedamos, sin embargo, en el Salto del Gitano. El mirador está lleno de gente y el cielo está lleno de buitres. Entre los visitantes hay de todo: familias con niños gritones, autobuses con jubilados de Burgos, franceses en autocaravana, observadores de pájaros, e indígenas y semiindígenas como nosotros. Pero las aves solo son buitres. En Monfragüe hay también otras especies, muy raras, como cigüeñas negras y alimoches (lon alimoches son aquellos bichos blancos y enormes, de picos amarillos, a los que Félix Rodríguez de la Fuente filmó en los años 70 rompiendo con piedras los huevos de que se alimentaban). Pero esta tarde no las vemos. Estos buitres se llaman leonados -o leonardos, como me dijo una vez un amante del arte-, no por esa especie de melena de filoplumas en la base del cuello, como yo siempre había creído, sino por el color pardo del plumaje. Hoy enhebran el cielo con el hilo de su vuelo circular y majestuoso. A menudo se entrecruzan unos con otros, o vuelan en pequeñas formaciones, perfectamente sincrónicas, de dos o tres individuos. Una pareja se mueve tan compacta que creo que están copulando en el aire. Pero me equivoco: hay una breve película de aire entre los dos. A veces, se juntan tantas en una misma parcela de firmamento que se dirían una bandada. La mayoría no aletean: solo planean, empujados por las corrientes aéreas, o se ciernen, durante muchos minutos, inmóviles como helicópteros: así ahorran energía y observan desde una atalaya inmejorable, hecha de viento. A esa observación contribuyen los cuervos: los destellos del sol en su plumaje negro son faros de aviso para los buitres: allí donde estén las paseriformes, estará la carroña de que se alimentan. Pero los buitres también aceleran: acoplados de otra forma a esas mismas corrientes que los sustentan, pasan como bólidos mudos por delante de nosotros, a veces tan cerca que podemos apreciar la curvatura del pico, el amontonamiento de las rémiges, la irregularidad de las alas desplegadas como trampolines. El día ya declina y muchos se refugian en los roquedales del Salto, cuyos rectángulos basálticos, blancos de guano y verdes de líquenes, se disponen como piezas de tétrix. Uno distingue a los buitres cuando vuelan, pero, al acercarse a las rocas y posarse en ellas, las rapaces se confunden con la piedra y la vegetación hasta hacerse invisibles. Uno de los observadores que están en el Salto con nosotros es un birdwatcher profesional, y nos permite mirar por una especie de telescopio de campo que tiene orientado a la peña principal. Por él vemos a un buitre hembra dando de comer a dos polluelos; y eso es algo excepcional, nos dice, porque los buitres casi nunca tienen más de una cría. El hombre, que es de Barcelona y que ha acudido a Monfragüe con su mujer, enfoca también con una cámara cuyo objetivo parece un misil tierra-aire a los buitres que planean por encima de nosotros. Entre esa maraña de siluetas zigzagueantes se despierta ya una luna casi llena: primero, como una sombra blanca entre cirros azules; luego, como una esfera de platino sobre un mar que negrea. A nuestros pies, el Tajo se oscurece a la misma velocidad con la que asoma la luna. Enfilamos el camino de regreso. Nos tomamos un café en la hospedería del Parque y luego seguimos hasta Cáceres. El sol se ha puesto ya, con un cataclismo de rojos, amarillos y violetas en el horizonte. Pero aún vemos algún buitre solitario sobrevolar los campos.
En esta entrada te ha podido tu vena poética. Nunca cansa leerte . Gracias , Eduardo. Besos.
ResponderEliminarMi vena poética siempre está ahí, para bien y para mal. Me alegro de que esta vez haya sido para bien.
EliminarMuchos besos, Blanca.
Me ha gustado mucho este escrito. La descripciones del paisaje y de las aves son muy precisas, muy poéticas, también. Gracias por acercarnos a este lugar a través de tus letras.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, Maribel.
EliminarUn beso.