Esta ha sido una semana de bolos y festejos literarios. El lunes participé en Cita de Poetas, el ciclo de lecturas que coordina Rodolfo del Hoyo, desde hace un año, en la Librería de la Calle Mayor de Santa Coloma de Gramenet. Para admiración y hasta pasmo de muchos, que la creían población yerma y marginal, Santaco, como la llaman sus naturales, mantiene una activa vida cultural desde hace muchos años, asentada en la inquietud creativa de la gente y en el apoyo que el ayuntamiento, siempre de izquierdas, lleva prestando, desde siempre, al teatro, el cine, la música y la literatura. Fue un placer ver, después de mucho tiempo, a viejos amigos como el propio Rodolfo, Norberto Delisio y Carlos Vitale, que funge de presentador de las sesiones. Luego, un grupo de irreductibles, en el que brillaban con luz propia Pedro Cano y Carlos García Quesada, prolongamos el encuentro en una bodega especializada en vinos muy cercana a la librería, con notable trasiego de caldos, poesía y caracoles de mar. Esta tarde leeré en la tertulia de El Laberinto de Ariadna, que lleva desarrollando una meritoria actividad literaria en Barcelona desde hace casi dos décadas, y con la que ya colaboré hace muchos años, gracias a la iniciativa de Daniel Riu Maraval y Marie-Alice Korinmann. Ahora, tras un dilatado paréntesis, y gracias al interés de su presidente, Felipe Sérvulo, y de Blanca Ruiz, una de sus principales colaboradoras, vuelvo a sus días de lectura, junto al poeta y amigo Andreu Navarra. Anteayer y ayer estuvieron dedicados a la promoción de Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán, que ha publicado el Fondo de Cultura Económica. El acto del miércoles fue la presentación del libro en La Central del Raval. Me acompañó Jesús Aguado, y entre el público estaban José Ángel Cilleruelo, Jordi Virallonga, Álex Chico, Rafa Mammos y Antonio Beneyto, entre otros amigos, además de varios de los poetas antologados: Ramon Dachs, Vicenç Altaió, Susanna Rafart y Carles Duarte. Introdujo el acto Francisco Arbós, responsable hasta ese mismo día del FCE en Cataluña. Y subrayo lo de "hasta ese mismo día" porque, en efecto, como consecuencia de un cambio brusco y radical del equipo directivo del Fondo, el miércoles Francisco había dejado ya, oficialmente, de ejercer sus funciones. No obstante, quiso acompañarnos, pese a la amargura del momento, y nos presentó a Jesús y a mí. Yo le agradecí mucho el gesto: sé bien lo difícil que es actuar en representación de una entidad que ha decidido prescindir de uno. En un mundo en el que abundan la descortesía y la indignidad, la participación en el acto de Francisco -y de Jesús, que, con varios proyectos literarios en curso en la editorial, también se había visto afectado por el seísmo en la gerencia- era la mejor demostración de que todavía se puede obrar con entereza y lealtad. En el caso de Jesús Aguado, las dificultades se incrementaban por un hecho ominoso: aquella tarde, al salir de casa, le habían robado la mochila de un tirón. En ella llevaba un ejemplar de Medio siglo de oro y las notas que había tomado para el acto. Todo parecía confabularse contra el sosiego de la presentación, pero Jesús supo sobreponerse al disgusto e improvisó unos apuntes a partir de la reseña sobre la antología que acaba de publicar José Ángel Cilleruelo en Quimera. Como el propio Jesús señaló, también José Ángel había sido robado, aunque con tirón de naturaleza muy distinta a la que él había sufrido. Yo, en fin, recordé que mi pasión por la literatura catalana provenía de un versículo del Llibre d'amic e amat, de Ramón Lull, que me había regalado, manuscrito en un trozo de papel, una novia que tuve, mi primer amor, y que había conservado en la cartera, hasta que esa cartera, un mal día, me fue también robada. Todos convinimos en que los latrocinios generan extrañas adhesiones. Y también en que tenía que ser muy frustrante para los cacos que el fruto de su pillaje, en el que ponían tantos esfuerzos y esperanzas, fuese un triste libro de poesía. Jesús, por otra parte, estaba seguro de encontrarlo en una pequeña librería de viejo que hay cerca de su casa: entonces lo recuperaría, aunque no podía asegurar que fuera comprándolo. Ayer, en fin, cuatro de los poetas antologados dieron un recital de algunos de los poemas incluidos en Medio siglo de oro en el Pipa Club, en la plaza Real. Yo llegué con alguna antelación y paseé un rato por la plaza, observando su belleza crepuscular, las actuaciones de los músicos callejeros frente a las sucesivas terrazas que la ciñen y los constantes reclamos de los empleados con traje, corbata y mucha labia para que entrara a consumir parvas raciones de marisco a precios siderales. Luego me tomé una caña en el Glaciar, mi bar de siempre en ese lugar, y subí al Pipa Club, un local dedicado al cultivo y la exaltación del fumar en pipa. A la hora en que nos reunimos, ya no había socios -es más: ni siquiera se permitía fumar- y los salones del piso se dividían entre el bar, la sala de actos y el billar. Es un lugar extraordinario, que, según nos dijeron, va a cerrar el próximo verano, a causa de un desgraciado conflicto con el municipio. Los techos, entrecruzados por vigas de madera, son muy altos, como corresponde a los inmuebles antiguos de Barcelona; los muebles, convenientemente viejos; el ambiente, tenebroso, pero matizado por los islotes de luz de las farolas de la plaza; y por todas partes, la celebración de la pipa: un cajón en el que se muestra, con las piezas de una, cómo se fabrican; minúsculos museos etnográficos, en vitrinas, con ejemplos de pipas del mundo entero; y toda suerte de fotografías y cuadros con personajes famosos que las fuman. (La plaza Real está llena de rincones parecidos: recuerdo una radio alternativa, en cuyo programa sobre literatura me invitó a participar mi amigo Miguel Osset hace muchos años, al fondo de un larguísimo pasillo en uno de estos edificios que solo son iguales por fuera: en las habitaciones que daban a ese corredor podía uno encontrar a uno [o varios] fumándose un peta, a una pareja [o a un grupo] ejecutando interesantes malabarismos sexuales, sin preocupación alguna por quien los viese, o una biblioteca especializada en filosofía tántrica). En el Pipa Club, el escritor colombiano, pero afincado hace mucho tiempo en Barcelona, Juan Pablo Roa -que acaba de inaugurar una editorial muy prometedora, Animal sospechoso, continuación y crecimiento de la revista del mismo nombre- y la filóloga Sandra Pareja, canadiense de Toronto, organizan desde hace algunos mesos unas lecturas, llamadas Encuentros Albor, que pretenden dinámicas y renovadoras. En el recital participaron Xavier Bru de Sala, Vicenç Altaió, Ramon Dachs y Susanna Rafart: ellos leían los poemas originales y yo, mi traducción al castellano. Tuvimos también que sobreponernos a algunos percances, que parecían diseñados por la mala ventura para echar al traste el acto: a Sandra se le cayó el micrófono cuando nos estaba dando la bienvenida (a resultas de lo cual dejó de funcionar; el micrófono, no ella) y luego casi se cae la propia Sandra, al tropezar con el cable de ese mismo micrófono, que cruzaba malévolamente las escaleras que daban acceso al estrado. Pero Sandra, con toda la dulzura que demostró, parece también poseedora de un carácter indestructible: no se dejó afectar por los incidentes, ni por el hecho de que en la plaquette que se publicó con los poemas que iban a leer los participantes no figurase el nombre del traductor (es decir, el mío: me cabe el honor de haber sido el primero con el que les ha pasado eso, y también el de haber vuelto a la invisibilidad secular de los traductores), ni por el malévolo chiste que no pude reprimirme de contar sobre su ciudad: "El primer premio de un concurso televisivo es una semana en Toronto; el segundo, dos semanas en Toronto; el tercero, tres...". Susanna leyó en voz baja, delicada y melódicamente; Ramon, marcando con firmeza las pausas entre los versos de sus poemas mínimos; Vicenç -que cada vez se parece más al personaje de Casanova que ha representado en el cine, y que tenía que irse pronto, porque iban a desconectar a su padre en el hospital-, con firmeza enumerativa y teatral; Xavier, por último, con despojamiento y sobriedad, y yo pensé, mientras lo hacía, en que nunca habría pensado que fuese a compartir un momento como ese cuando asistí dos veces, jovencísimo y deslumbrado, a su versión del Cyrano de Bergerac, interpretada por Josep Maria Flotats, a principios de los 80. Entre el público, Francisco Arbós, Eduardo Arbós -que no tiene nada que ver con el anterior, pero sí un nombre estupendo-, Aurelio Major -que aventuró el cartel que colgaría en la puerta del local en verano, cuando ya lo hubiesen desalojado los fumadores: "Esto no es una Pipa Club"- y el gran Carles Hac Mor, cuya cabellera y barbas blancas forman alrededor de su rostro un halo hirsuto e inmaculado. Luego, al ir al baño, un joven me dijo en inglés, con fuerte acento francés, cuánto le gustaba el Pipa Club, pero ese ya no era asistente a la lectura. Al salir a la plaza, cerca ya de las diez, y pese al fresco de la noche, las terrazas bullían de masticadores de marisco mediocre y caro, que, no obstante, parecían muy felices. También yo lo estaba.
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