En realidad, a quienes conocemos los que no entendemos demasiado de pintura es a las hijas de Rubens, esas criaturas -mujeres, ninfas o diosas- que colman con sus carnes generosas los lienzos del flamenco, como las tres Gracias, expuestas en el Museo del Prado, cuyas redondeces celulíticas no han dejado de impresionarme desde que las descubrí, de niño, y pensé que, por una vez, un artista pintaba a los seres humanos como realmente eran. Pero Rubens también tiene hijos, esto es, pintores que han perpetuado su legado, bien imitándolo, bien inspirándose en él. Eso se propone ilustrar la Royal Academy of Arts con la exposición Rubens and His Legacy. Van Dyck to Cézanne. La Academia de las Artes ocupa el ala principal de Burlington House, un impresionante edificio paladiano de principios del s. XVIII, en el que tienen su sede, asimismo, otras nobles instituciones de la capital: la sociedad astronómica, la geológica, la química, la linneana (de Linneo, el naturalista) y la de anticuarios. Creo que no hay ningún otro lugar de Londres con tal densidad de sociedades científicas por metro cuadrado. Presiden el patio alrededor del cual se disponen todas ellas una estatua de Joshua Reynolds, el gran retratista inglés, y un grupo escultórico compuesto por dos estrellas enormes: una de madera y otra inflada, de aluminio. No sorprende que el autor se llame Frank Stella. La presencia de este hermoso desatino contemporáneo en el seno de una construcción clásica me recuerda a la famosa pirámide de cristal del Museo del Louvre: un oxímoron arquitectónico, pero, como todas las paradojas, unitivo y revelador. Entramos en la exposición, previo pago de 15 librazas por persona (casi 20 euros: el euro no deja de depreciarse ante la esterlina), y advertimos su organización en seis grandes bloques temáticos: poesía, elegancia, poder, compasión, violencia y lujuria. La información general sobre la muestra aporta una opinión que me disgusta: así como los franceses se interesaron especialmente por el erotismo y la poesía de Rubens, los alemanes, por su vitalidad y pathos, y los ingleses, por su elegancia y bucolismo, los españoles "admiraron el dramatismo de sus obras religiosas"; es decir, a los demás les seduce la fuerza o la finura de Rubens, pero nosotros somos unos católicos empedernidos que solo sabemos apreciar el vigor de su teología. Lo que más me fastidia es que probablemente sea cierto. La primera sección, "Poesía", exhibe al Rubens paisajista, aunque no acabo de entender por qué asocian la poesía con el campo. Quizá el tópico del locus amoenus pese mucho todavía entre los galeristas. De este conjunto de obras -que tanto influyó en los paisajistas británicos: Gainsborough, Constable y mi admirado Turner, además de en franceses como Watteau-, destaca una pieza: El jardín del amor, de 1635, que también se encuentra en el Prado, y que se ha trasladado a estas salas para que luzca en todo su esplendor: un esplendor mitológico y barroco, en el que, por entre los pliegues de los ropajes carmesíes y áureos, asoman carnes casi transparentes, de tan blancas, y papadas marsupiales, y pechos admirables. Alrededor de los hombres y mujeres que componen la escena revolotean amorcillos muy bien alimentados, y el agua mana de los senos de una fuente que representa a Juno montada en un delfín. En la sección "Elegancia" se expone el Rubens retratista, antecedente de Reynolds y Thomas Lawrence, entre otros. Esta parte me interesa poco, aunque no dejo de observar lo feos que son casi todos los retratados. Un personaje, en concreto, el enano de Maria Grimaldi and Dwarf, de 1606, es atroz: repulsivo de tan horrible. Solo encuentro una excepción: el autorretrato de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun, de 1782, aunque el hecho de que sea un autorretrato me hace sospechar que el rostro verdadero de Marie-Louise-Élisabeth acaso no fuese tan agraciado como aparece aquí. Tampoco me seduce demasiado la amplia sección dedicada a las relaciones de Rubens con los poderes de su época, que fueron muchas y muy provechosas; de hecho, se convirtió en el principal inmortalizador de las monarquías europeas: dedicó una imponente serie de cuadros a las hazañas de María de Médicis, reina de Francia, y decoró el techo de Banqueting House, en el palacio de Whitehall, en Londres, para mayor gloria del rey Jaime I. En la sección "Compasión", dedicada a la obra religiosa de Rubens, se repite, fastidiosamente, el interés de mis compatriotas por este aspecto de su obra, y se recuerda que los misioneros utilizaban sus imágenes para evangelizar a los indios de la colonias americanas (su pintura llegó también a Asia, como demuestra una porcelana china de la dinastía Qing, de principios del s. XVIII, que reproduce su "Crucifixión"). Sin embargo, y pese a la alegada fascinación de los españoles por el arte de Rubens, hay pocas muestras de pintores nacionales: solo un Murillo (Conversión de San Pablo) y un Claudio Coello (La Virgen con el Niño adorados por San Luis, rey de Francia). Antes de pasar a la sección siguiente, reparo en una curiosa Santa Cecilia, de Gustav Klimt, fechado en 1885, a imitación de la Santa Cecilia de Rubens, de 1660. Llegamos por fin a las dos partes que más me atraen: la violencia y la lujuria. En la primera, Rubens demuestra su gusto por la beligerancia, la atrocidad y el horror. Sus imágenes son apocalípticas e infernales, aunque entre los padecimientos que sufren sus personajes, como se advierte, por ejemplo, en La caída de los malditos, nunca se cuenta pasar hambre. En estos cuadros violentos no solo se representan batallas o fulminaciones divinas, sino también escenas cinegéticas. La pieza más espectacular es La caza del tigre, el león y el leopardo, de 1617, aunque el leopardo ya está muerto. La ferocidad de los animales -manifiesta en el bocado en el hombro que un tigre le asesta a un jinete musulmán- y la perfección de sus cuerpos en movimiento se conjuga con la delicadeza con que una tigresa cuida a sus cachorros -en una de esas conjunciones imposibles que los pintores antiguos superaban sin complejos: había que aprovechar el óleo para aportar cuanta más información, mejor- y la correspondiente brutalidad de los cazadores, uno de los cuales se atreve a desencajar la mandíbula de un león con las manos. Entro ilusionado en la última sección, "Lujuria": estoy seguro de que en ella me encontraré en mi salsa. Y, en efecto, disfruto de los exuberantes desnudos rubensianos, cuyas pieles, en las que se mezclan el perla, el marfil y el rosa, invitan a estirar la mano y comprobar su textura (y, en no pocos casos, su tiesura). Es cierto que su erotismo se inspira en las historias de la Biblia, la mitología grecolatina y la literatura clásica, lo cual lo priva de cierta aspereza natural, de la excitación o claroscuro de lo posible. Pero los sátiros persiguiendo a las ninfas, o los eremitas descubriendo beldades dormidas, no dejan de tener su gracia. El derroche de carne que hace Rubens en sus cuadros es muy consolador; nada de estilizaciones: ¡viva la lorza y arriba el michelín! Sus figuras copiosas han encontrado numerosos cultivadores posteriores: desde las bañistas gordezuelas y pálidas de Cézanne, o la de pelo largo de Rénoir, hasta el Fauno descubriendo a una durmiente, de Picasso, que en 1936 todavía imitaba a La bella Angélica de Rubens, pintado más de tres siglos antes. La última parada de la exposición es "La Peregrina", una composición de Jenny Saville que reúne diversas obras contemporáneas inspiradas o influidas expresamente por Rubens, entre las que reconocemos El sueño y la mentira de Franco y Busto de mujer, de Picasso. Me agrada comprobar que aquí no se subraya el interés religioso de los españoles por Rubens.
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