Siempre me han gustado los lugares pensados, diseñados o, simplemente, acostumbrados a estar llenos, cuando están vacíos. Esa inversión de su ser los vuelve distintos y hermosos. Hace unos días volví de Barcelona a Londres. Por una de esas leyes bien establecidas, pero tácitas, del mundo de la aviación comercial -era sábado, era marzo, era una hora anodina-, apenas había nadie en la terminal 1 de El Prat. Pasé los controles del equipaje de mano y de identidad en un santiamén. Los vigilantes del arco detector de metales me daban las buenas tardes y alguno hasta sonreía. Entré en una farmacia para comprar un par de cosas que necesitaba: no había nadie, y la dependienta, que no dejaba de estornudar, me explicó muy concienzudamente que sus estornudos eran alérgicos: cuando llegaba la primavera, se ponía fatal. En el bar en el que me senté para hacer tiempo, solo había otra mesa ocupada. Los dos camareros, ociosos, charlaban animadamente: uno le contaba al otro lo difícil que resulta sobrellevar dieciséis años con la misma mujer. En un momento de la conversación, el monógamo abnegado se interrumpió y, abrumado por la inactividad, exclamó: "¡Madre mía! Esto es un desierto...", aunque no sé si se refería al aeropuerto o a su vida sexual. Cuando llegó por fin una viajera -una joven muy rubia y muy gorda, con unos pantalones que explotaban de ceñidos, que luego descubrí que volaba conmigo a Gatwick, por fortuna en otra fila de asientos-, le dio una conversación que más bien parecía una necesidad: "-¿Y de dónde eres?. -De México. -Ah, qué bien. Yo estuve en México hace muchos años. -¿Y qué le pareció? -Oh, estupendo, aquello es una maravilla...". Oyendo la conversación -el silencio del vacío que nos rodeaba lo hacía inevitable-, me pareció advertir en las inflexiones de la voz del camarero el eco de su cansancio matrimonial. Más allá de su charla, no había nada. Los pasos resonaban en los pasillos. En las zonas de descanso no descansaba nadie. La mayoría de las puertas de embarque estaban cerradas. El sol se ponía con la misma lentitud con la que todo sucedía en el aeropuerto. Y la enormidad de las cosas que veía -las columnas, los techos, los vestíbulos y distribuidores: el espacio- parecía crecer sin límite, exonerada del frenesí de los cuerpos, que la constriñe y humaniza. Paseando por las salas de la terminal, recordé los pueblos de la Costa Brava en cuyos campings había trabajado cuando era joven, y su aspecto desolado pero cautivador en invierno. Los veranos son allí, desde hace décadas, un pandemonio de gente: el paraíso de la playa, la borrachera y el fornicio. Todo arde, como arde el sol en el cielo. Millones de pieles hambrientas se tuestan en la arena y las terrazas -y se refrescan de noche bajo los focos fríos de las discotecas y los prostíbulos-, y miles de propietarios, comerciantes, trabajadores y aprovechados atienden el sindiós del turismo, sin descuidarlo un minuto, ni un centímetro. En invierno, sin embargo, una lánguida soledad invade los pueblos de la costa de Gerona. Los chiringos y las tiendas están cerrados, salvo los irreductibles -bares, o más bien tascas, y supermercados, o más bien lidls- que atienden a los indígenas. Uno pasea por la playa sin divisar a nadie, mientras la tramontana eriza el agua y alborota los pensamientos. Hace un frío rotundo, y uno cree ver los espectros de los cuerpos desnudos de los bañistas, azotados por el calor, sudorosos de crema y excitación, entre los remolinos de arena. Los pueblos veraniegos en invierno alumbran reflexiones filosóficas: su vacío revela la levedad de los afanes, la transitoriedad de toda alegría. Hace unos tres años, tuve una experiencia similar, pero en un lugar muy distinto. Había de auditar los contratos administrativos de la entidad pública que gestiona el circuito de Montmeló. Las auditorías siempre se hacen en equipo, pero, por varias razones, yo trabajaba solo: mi labor, jurídica, era autónoma en el conjunto de la investigación y, además, la jefa del grupo, una arpía detestable, no quería tenerme cerca y me había desterrado a un despacho abarrotado de cajas con papeles y materiales de desecho. Sin embargo, lo que para ella constituía un castigo, para mí era una bendición: no solo no tenía que verle la cara (ni las lorzas) durante las muchas horas de curro, sino que el aislamiento me daba plena independencia para hacer lo que me apeteciera sin tener que dar explicaciones. Salía, pues, a eso del mediodía para recorrer el circuito, y visitaba la pista -por la que solo a veces se entrenaban algunos coches; en la mayoría de ocasiones, el asfalto era únicamente un río quieto, una sucesión de meandros de negrura reluciente-, o recorría los boxes -si había alguno abierto, observaba las herramientas espaciales, los motores como alienígenas congelados, los aluminios que brillaban como diamantes-, o, simplemente, paseaba por las amplias explanadas, por las muchas hectáreas, entonces inútiles, en las que, en los días de competición, se amontonaban los camiones, las carpas y decenas de miles de personas. (Gracias a una invitación de la entidad, Ángeles y yo pudimos asistir, meses más tarde, a la carrera de Fórmula 1 que se corre allí cada año: nunca he visto espectáculo más estúpido. Consiste en sentarse bajo un sol implacable, en unas gradas que destrozan el culo y la espalda, y ver pasar cincuenta veces a los mismos coches por delante de uno. El estruendo, insoportable, taladra el cerebro [aunque sospecho que el cerebro de muchos de los que allí se reúnen ya está naturalmente taladrado] y la velocidad de los bólidos es tanta que uno no tiene ocasión material de apreciar la calidad de la conducción o la inteligencia de las maniobras, si es que ambas cosas son dignas de aprecio. De hecho, uno nunca sabe qué está pasando, ni quién va delante, ni quién se ha retirado, ni quién se ha matado en un accidente. De vez en cuando, se oye un rugido del público, y eso es que un corredor ha adelantado a otro. Si hay dos rugidos, es que el adelantado ha adelantado de nuevo a quien le había adelantado antes. Y poco más). En aquellas caminatas mías por las instalaciones de Montmeló, yo disfrutaba del canto de los pájaros (y me parecía increíble que allí hubiera pájaros, y que cantaran, y que yo pudiera oírlos), del silencio desolado del lugar y, sobre todo, de esa sensación de desconcierto que tienen las cosas cuando no se dedican a aquello para lo que han sido concebidas. Ese desconcierto me refrescaba, me rejuvenecía. Muchas mañanas, mientras andaba, componía décimas mentalmente. Componer poemas en uno de los templos de la demencia contemporánea, donde se celebraban aquellos aquelarres multimillonarios de ruido y multitudes, y se idolatraba una tecnología sin sentido, sin otro propósito que la tecnología por sí misma, era una forma de sobrevivir a la devastación, de refugiarse en algo delicado y limpio frente a lo desquiciado, a lo incomprensible de las cosas.
Dejarme llevar , leerte , volar y entrar en el mundo que nos propones . Oir , sentir , pasear y llegar a ver como " la tramontana eriza el agua " . Por un momento verme en Montmeló , creerme los personajes que nos vas presentando , vivirlos .No querer llegar a un final duro de tragar , la realidad en un golpe de palabra .Leerte siempre es una aventura llena de sorpresas . Mil gracias.
ResponderEliminarGracias, querida Blanca. Eres un sol como persona y como lectora. Celebro que la entrada te haya gustado.
EliminarMuchas besos.
Estupenda entrada, Eduardo, me ha encantado.
ResponderEliminarGracias, querido. Me alegro de que te haya gustado. No me he olvidado de tu libro: estoy con él, pero también estoy con muchos otros, por encargo o necesidad. Espero responderte pronto.
EliminarAbracísimos.