Hoy he decidido hacer un viaje en el tiempo y visitar el mercado de San Antonio. Tengo la mañana libre y, como he quedado a comer en casa de mi madre, me pilla cerca. He dicho que es un viaje en el tiempo, porque yo lo asocio -y lo asociaré hasta que me muera- con los domingos de mi infancia en que acompañaba a mi padre a los puestos de libros, y allí observaba su busca incansable y, con el instinto de supervivencia de un hombre que había vivido la guerra civil y la tenebrosa posguerra, su no menos incansable regateo. Creo que, como tantas otras cosas, mi pasión por el libro viejo -y, de hecho, por la literatura- proviene de aquellas mañanas perdidas entre el polvo de los libros y la ceniza de los libreros: la de sus puros y la de sus cuerpos, que parecían tan astrosos y desencuadernados como los del género que vendían. Hacía mucho tiempo que no venía. Antes se montaba en el edificio viejo de San Antonio, inaugurado en 1882, una gran construcción metálica, en cruz griega, que durante la semana funciona como mercado municipal, de ropa y alimentos. Tras la remodelación iniciada en 2009, los libros se han desgajado del cuerpo principal del mercado, trasladado a la Ronda de San Antonio, y se exhiben bajo una cubierta situada en la calle Comte Borrell, entre Tamarit y Manso. Lo primero que me sorprende del lugar es la muchísima gente que hay. Uno está convencido de la decadencia de la literatura y del libro como objeto cultural, pero esta aglomeración parece desmentir esa creencia. Claro que aquí no solo vienen compradores de libros, sino también de vídeos, CDs, grabados, tebeos (es decir, cómics), postales, fotografías y toda clase de revistas. Pero ya en mi niñez se vendían estas cosas en San Antonio, salvo los artículos audiovisuales e informáticos. La gente se amontona por todas partes hasta formar una masa compacta -y, en algunos puntos, casi impenetrable- de seres humanos, a la que se suman los carritos de los niños -que actúan al modo de las máquinas quitanieves: apartando a la gente a ambos lados de su recorrido- y hasta los perrazos con los que algunos tienen la descortesía de lanzarse a la corriente. Atravesarla requiere templanza y mucha educación. Recuerdo el consejo de mi padre: a San Antonio hay que ir temprano, para que no te coja el gentío y para cobrar las piezas más interesantes -así hablaba, como un cazador-, aunque nosotros nunca llegábamos antes del mediodía. Pese a la muchedumbre y la apretura de los puestos, para un rebuscador experto de libros viejos es fácil distinguir cuáles merecen la pena y cuáles son meros muladares de superventas y otras bazofias de la industria editorial. Me concentro, pues, en los que ofrecen un fondo literario, aunque se limite a una caja de libros de poesía, una colección estimable que se salda, o un ala del tablero que utilizan como escaparate. Compro una edición corregida y ampliada del Libro del desasosiego, en Acantilado, con traducción de Perfecto Cuadrado: recuerdo que la que leí hace muchos años era horrible; Pessoa, no obstante, sobrevivió a ella, como siempre hace la buena literatura con sus peores continentes. Me hago también con una curiosa edición, ilustrada, de El derecho de asilo, de Alejo Carpentier, un autor demasiado olvidado para sus méritos, entre los que se cuenta un fabuloso El siglo de las luces, y con otra, asimismo con dibujos -de Gustavo Doré, el ilustrador de tantos clásicos-, de Escenas de Londres, de Virginia Woolf, por razones obvias; ambas, publicadas en la colección "Palabra Menor", de Lumen, una de esas a las que siempre hay que prestar atención. Veo varias novelas de Antonio Rabinad, aquel escritor barcelonés que era también librero de segunda mano y que vendía sus propias obras en San Antonio. Recuerdo sus ojos siempre activos, preocupados por que, aprovechando las charlas que mantenía con los clientes, nadie le mangara el género. Y era carero: sus descuentos eran miserables y su regateo, ninguno. Pero escribía bien. Veo también, de repente, una nuca que me es familiar. En realidad, es una calva desgreñada, uno de esos cráneos mondos que concentran el escaso pelo superviviente en el occipital; pero ese que conservan, lo conservan muy largo. Por suerte, este no se peina a lo Anasagasti, extendiendo las serpentínicas guedejas de un lado a otro de la calva, lo que resulta, no solo repulsivo, sino que acentúa la percepción de la calvicie: lo tapado artificiosamente se hace más evidente que si fuera destapado. Pertenece a un escritor hispanoamericano que vive en Barcelona desde hace muchos años y con el que he tenido amistad. Sin embargo, algún gesto suyo reciente hace que no me apetezca verlo. Algo infantilmente, cambio de pasillo para no coincidir con él, y prosigo mi busca. Mientras voy de un puesto a otro, oigo a una mujer que le pregunta a un librero: "¿Tiene Biblias?". El vendedor le responde que no, pero, un puesto más allá, veo una, y, en el siguiente, otra. Compro El ciego en la ventana, una entrega reciente de Juan Antonio Masoliver Ródenas, en Acantilado (cuya abundante presencia en los puestos no sé si es debida al reciente fallecimiento de su editor, Jaume Vallcorba). Ojeando el libro, reparo en que el prólogo cita a mi amigo Jordi Doce y, junto a él, como lectores de español en Oxford que ambos fueron, a "Javier Manías" (sic). Se me escapa una carcajada: esto no puede ser una errata involuntaria: en los libros de Acantilado nunca hay erratas y, además, es imposible que una errata caiga tan bien y sea tan significativa como esta. Me recuerda a las que introducían algunos amigos malignos en los títulos y versos de Manuel Álvarez Ortega, un poeta cuyo perfeccionismo vanidoso hacía que fuese muy placentero zaherirlo: así, su poemario Oscura marea se convertía en Oscuro mareo. En cuanto a Marías, es un buen articulista, pero su permanente malhumor lo perjudica: aunque sus críticas sean compartibles, su ejercicio como gruñón oficial acaba haciéndose cansino. En puestos sucesivos, compro Las grandes elegías y otros poemas, del cubano Nicolás Guillén, en la benemérita Biblioteca Ayacucho (cuyos ejemplares nunca he comprendido cómo pueden venderse a cinco euros: este, una edición impecable, tiene 455 páginas); un curioso Cancionero doble, de Guadalupe Villarreal y anónimo de Yuste, con edición de Juan Manuel de Rozas, publicado en 1985 en la colección Palinodia, de Cáceres, entre cuyos directores y miembros del consejo editorial reconozco a varios amigos, como Diego Doncel y César Nicolás; y, por fin, una primera edición de El ventrílocuo y la muda, de 1930, de Samuel Ros, escritor ramoniano (por Ramón Gómez de la Serna) y joseantoniano (por José Antonio Primo de Rivera), un curioso caso de falangista judío, exiliado en Chile durante la guerra y muerto a los 41 años. Me sucede con este libro algo infrecuente: tras examinarlo y descartarlo por su precio -25 euros-, el librero lo rebaja a 20. Como le sigo diciendo que no, lo vuelve a rebajar, a 15. A ese precio, me siento obligado a comprarlo. Poco antes de irme -los pies empiezan a torturarme-, veo un presunto poemario (a un euro) de una odiosa escritora mexicana, que solicita colaboraciones para su revista, pero que ni siquiera envía un ejemplar a sus colaboradores, y que considera una grosería que estos se lo reclamen; no contenta con eso, se venga de ellos prohibiendo que se publiquen sus trabajos o malmetiendo a la menor ocasión. Un mercado de libros viejos como San Antonio es, en realidad, un depósito de vida, o de vidas, entrecruzadas infinitamente, cuyos nudos asoman aquí y allá. El de la mexicana despreciable se ha hecho hoy visible, pero muchos otros nunca emergen de las profundidades de celulosa en las que están enterrados. Salgo del mercado y voy a hacer el vermú al café Alegría, en la esquina de Comte de Urgell con la Granvía, uno de los pocos cafés antiguos que quedan en Barcelona. ¿Por qué un vermú? No lo sé: yo nunca tomo vermú, pero hoy es domingo y a mi padre le gustaba tomarse unas aceitunas rellenas o unos boquerones en las tabernas sucias y soleadas del barrio. Me siento, alegre, en el Alegría, y ojeo las nuevas adquisiciones, los nuevos hijos, mientras me sirve un camarero de Bucarest. Las olivas están cojonudas.
Hola!
ResponderEliminarHace unos meses yo también estuve en San Antonio. Fue una mañana estupenda, aunque mi marido se enfadó conmigo...me perdí de él, no sé si voluntaria o involuntariamente...y como había mucha gente no oída el teléfono y pasó más de una hora hasta que volvimos a encontrarnos, yo me hubiera quedado mucho más tiempo.
Compré varios libros...y de no ser porque mi compañero amigo se apiedó de mí, hubiera acabado con agujetas en los brazos!!
Mi padre también tomaba vermú los domingos, con anchoas y olivas.
Un abrazo
Conozco todas esas sensaciones, Amelia: el enfado del compañero/a (aunque, si lleva mucho tiempo con uno, ya se habituado, y te deja por imposible: mientras tú miras libros, él/ella hacen el vermú), no oír el teléfono, comprar mucho menos de lo que te gustaría, las agujetas en los brazos... Son cosas normales en gente como nosotros, que en San Antonio se hacen evidentes todas a la vez.
ResponderEliminarAh, las anchos, qué buenas.
Muchos besos.