Digámoslo ya: Belgrado es la capital
más fea que conozco, después de Tirana. Un horror de grisura —pese a conocerse como “la ciudad blanca”: Beli Grad— cuyo principal
responsable es el urbanismo socialista, consistente, en síntesis, en levantar
bloques de hormigón por todas partes, sobre todo donde sea más inadecuado: en medio de un bosque, por ejemplo, o junto a un monumento nacional. Y el problema es
que esos bloques no se pueden hacer desaparecer: están llenos
de gente. Una vez edificados, ahí seguirán durante décadas, como los búnqueres
de Albania, construidos por el lunático Enver Hoxha para rechazar la inminente
(fue inminente durante cincuenta años) invasión norteamericana de la patria,
aunque hoy ya no alberguen cañones y ametralladoras, sino los
champiñones que los albaneses cultivan entre sus muros, aprovechándose de su
húmeda oscuridad. Nuestro fin de semana en Belgrado, sin embargo, no empieza
con augurios de esta fealdad, sino con otros de muy distinto signo: la azafata
de Air Serbia que nos da la bienvenida al avión podría optar, en mi modesta
opinión, al título de Miss Mundo; y, en el improbable supuesto de que fracasara en dicha empresa, podría ganarse la vida, estoy seguro de que con mucho éxito, como ama de
cría. Se llama Dina. Pero Dina no es la única sorpresa agradable que nos
reserva Air Serbia: ¡la aerolínea sirve comida a los pasajeros! Comida de avión,
sí, es decir, pavorosa, pero comida al fin y al cabo. Ambos rasgos —la hermosura de las aeromozas y el hecho de que nos den de comer— retrotraen a Air
Serbia varias décadas en la historia de la aviación, y eso constituye, como no
tardaremos en averiguar, una buena metáfora del retraso general del país. En
el aeropuerto de Belgrado, quien nos da la bienvenida a Serbia no es el
mariscal Tito, ni ningún jefe militar o héroe del pueblo, sino Nikola Tesla, el
gran ingeniero e inventor (de la radio, por ejemplo: Marconi, muy cuco, utilizó las patentes de Tesla). La figura, no obstante,
está un poco cogida por los pelos, porque, aunque de familia serbia, Tesla
nació en un pueblo de lo que hoy es Croacia y se hizo muy pronto ciudadano
estadounidense. Pero no critico a los serbios por haberlo elegido: cada uno
toma por modelo a quien quiere. Yo, por ejemplo, como español, prefiero
identificarme con Velázquez o San Juan de la Cruz que con la selección nacional
de fútbol, por muy campeona del mundo que haya sido. Nos montamos, por fin, en un taxi para ir a la ciudad y muy pronto comprobamos que la suerte no nos ha favorecido: el taxista, majareta, adelanta por el arcén, se sube a los
bordillos y casi toca con el morro del coche el maletero del que lo precede.
Naturalmente, desconoce la existencia de un instrumento llamado intermitente,
como, por otra parte, casi todos los conductores de Serbia. Deberíamos decirle
algo, pero su aspecto, con un tatuaje alrededor del cuello que Dios sabe qué
querrá decir, no incita a la reconvención: parece un excombatiente de las
guerras yugoslavas; quizá sirviera como guardia de corps de Ratko
Mladic. Intento distraerme de las desbocadas maniobras del taxista contemplando
el paisaje, aunque, a la velocidad que va, el paisaje pasa mucho más rápido de
lo que soy capaz de verlo. Distingo, eso sí, campos de maíz cerca del
aeropuerto, así como los primeros —y abominables— ejemplos de la arquitectura
comunista, entre los que se alzan gigantescas construcciones modernas, casi todas grandes almacenes o centros comerciales. A la
vista de las ruinosas moles de la República Federativa Socialista de Yugoslavia, uno recuerda
las execrables colmenas de barrios como Bellvitge y se siente conmovido:
hasta parecen bonitas. Nos apeamos con alivio del taxi furibundo y hacemos la
entrada en el Hotel Praga, de aspecto lúgubre, pero instalaciones razonablemente cómodas. A poca distancia se encuentra otro hotel, el Moscú,
que es, probablemente, el edificio más hermoso de Belgrado, con su fachada de
mosaico cerámico en estilo secesión, construido en 1906, frente al cual sigue
manando agua la austera pero igualmente airosa fuente Terazije, de mármol
blanco, que funciona desde 1860. La única sombra que oscurece al Moscú es que
fuese sede de la Gestapo durante la ocupación nazi del país. Caminamos por una
amplia calle desde el hotel Moscú hasta la fortaleza de Belgrado. Ocupan los
bajos de los edificios de inspiración soviética, a ambos lados,
tiendas de grandes marcas de ropa y telecomunicaciones: el contraste entre la
sordidez de las viejas fachadas y los neones epilépticos de los templos del
capitalismo es llamativo. También observamos, entre las tiendas ferozmente
modernas, muchas librerías y algunos colmados antiguos: pequeños locales en que
se venden sujetadores o zapatos apilados en escaparates escasamente iluminados.
Hay mucha animación: los payasos conviven con los vendedores de mazorcas de
maíz y los músicos con los popes: uno, vestido con ropa talar, pide algo en un
cartel, pero, claro, lo hace en serbo-croata y cirílico, y no sabemos el qué.
No es que, si lo hiciera usando el alfabeto latino (con el que el cirílico
convive en la comunicación pública), nos enterásemos más, pero, al menos,
sentiríamos un poco menos de extrañeza, y hasta puede que entendiéramos alguna
palabra. Mi relación con el cirílico (nula, salvo por el hecho de que mi
bisabuelo se llamaba Cirilo) me recuerda aquel cuento de Woody Allen: “Fui a
la sinagoga a preguntarle a mi rabino el sentido de la vida, y él me reveló el
sentido de la vida. Pero lo hizo en hebreo y, a continuación, me pidió 600
dólares para enseñarme hebreo”. Kalemegdan es la fortaleza de la ciudad y el
parque que la rodea. Tiene una larguísima historia: los escordiscos, una tribu
celta, levantaron las primeras fortificaciones de las que hay noticias aquí en
el s. III a. C. Los romanos conquistaron después la ciudad y la bautizaron como
Singidunum. Y la historia convulsa de los Balcanes se ha encargado después de
que por este promontorio pasaran casi todas las guerras y casi todos los imperios europeos
y asiáticos. Dice la leyenda, por ejemplo, que Atila el Huno está enterrado en
la confluencia de los ríos Sava y Danubio, esto es, al pie de la fortaleza. De
este pasado interminablemente bélico hoy solo queda el Museo Militar, que
expone algunas de sus mayores piezas –tanques y cañones– en los fosos de las
murallas, al lado, por cierto, de pistas de tenis y baloncesto en las que
juegan los niños y de paredes donde los escaladores practican la escalada. Por
lo demás, Kalemegdan es un lugar tranquilo, desde el que se goza de las mejores
vistas del Sava y el Danubio (azul, en efecto) que ofrece la ciudad. En el
mirador al que nos acercamos, grupos de jóvenes hacen botellón. Es un botellón
apacible, de cerveza Jelen y mucho tabaco: los chicos hablan mientras admiran
los cursos de agua fundirse en un meandro suave, acenefado por las luces de las
riberas y las manchas de las casas y arboledas. Ángeles y yo también,
aunque sin fumar. De hecho, llevamos mal que se fume, y procuramos apartarnos
si el grupo vecino está envuelto en una bola de humo, pero será mucho peor cuando
comprobemos que en Serbia todavía está permitido hacerlo en bares y
restaurantes: se nos hace paleolítico, y otro indicio del atraso del país.
Estamos cansados —volar siempre cansa— y volvemos a cenar al hotel. Cuando nos
están acomodando, el maître, un hombre acostumbrado a mandar, impide que entren
varios gitanos que parecen querer vender algo. Luego cae una tormenta eslavo-tropical:
corta y fortísima. Mientras el agua empapa las ventanas y a todos los que están
al otro lado de las ventanas, comemos y escuchamos la música deliciosamente
anticuada de Richard Clayderman, aquel pianista de un rubio inverosímil que
tocaba, en los 70 y 80, cosas como Balada
para Adelina. De postre, un camarero que compensa con amabilidad la pobreza de su inglés, nos ofrece un litro de kéfir gratis. Le entendemos decir que, si
no lo aprovechamos nosotros, se tirará. Nos tomamos una taza cada uno. Se nota
que los turcos estuvieron aquí mucho tiempo. Dejaron un mal recuerdo, pero un
yogur excelente.
Muy interesante post.
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