Que se dé en el Telediario de la noche, como se hizo anteayer, la noticia de la muerte de una agente literaria, pasma. Si bien se mira, es como si se informara en horario de máxima audiencia de que ha fallecido un coleccionista de sellos o un cultivador de crisantemos (los mejores de España, eso sí). El nuestro sigue siendo un país que lee poco, que apenas lee nada, pero donde los personajes de la gran comedia de la literatura continúan gozando de un predicamento propio de las estrellas del rock. Ha muerto, sí, Carmen Balcells, la agente literaria con permiso para matar, la gran chamana de los escritores en español, la defensora feroz de los derechos de la creación, la representante de seis premios Nóbel. Ahora que ya no está, me asombra pensar que, hace muchos años, trabajé para ella. Y lo hice por esa sucesión de casualidades y conocimientos personales, que, al margen del currículo, o incluso contra el currículo, conduce al resultado profesional: algo muy español. Yo, un joven estudiante de letras, había conocido en las destartaladas aulas de la facultad de Filología de la Universidad de Barcelona a la hermana de una alta empleada de la editorial Planeta. Le dije a mi amiga que me gustaría trabajar en el negocio editorial (entonces pensaba, con ingenuidad rayana en la idiocia, que hacerlo era un camino seguro al éxito literario), y ella me mandó a hablar con su hermana. Lo hice, y esta me puso en contacto con Javier Aparicio Maydeu, un joven profesor que trabajaba en el departamento de lectura de la agencia literaria Carmen Balcells (y que ahora es un reputado ensayista y crítico literario). Aquello me sonaba a industria fastuosa, a círculo para elegidos, a senda inequívoca al Parnaso. Y recuerdo que, mientras me dirigía al número 580 de la avenida Diagonal, donde tenía —y sigue teniendo— su sede la agencia, abrigaba sentimientos contradictorios: por una parte, pensaba que la fortuna me sonreía: estaba exultante; por otra, me sobrecogía la responsabilidad: estaba espantado. Ninguno de estos sentimientos tenía demasiado que ver con la realidad, porque en la agencia yo solo iba a ser lector, es decir, el becario, el último mono, el eslabón más débil, el Charlie Chaplin de Tiempos modernos de la cadena de producción editorial. Ser lector consistía, como muy pronto descubriría, no en dar mi experta opinión sobre libros llamados a constituir un hito en la literatura española contemporánea, sino en despachar manuscritos mayoritariamente nauseabundos, de escritores situados en algún punto de una amplia gama que iba del autor inédito (y que lo seguiría siendo toda la vida) al autor fracasado (con razón), pasando por la vieja gloria (que era ya mucho más vieja que gloria), el autor de un gran éxito (que pretendía prolongarlo con una extenuante sucesión de descorazonadoras secuelas) y la eterna promesa (anclado eternamente a esa condición), a razón de uno por semana. Javier me explicó que lo que entregaba al equipo de lectores, del que yo era una pieza más, eran los originales que habían pasado un primer y superficial examen, pero suficiente para constatar que no eran un bodrio desde las líneas iniciales, o bien los que les habían enviado autores (menores) de la casa, con los que se tenía la consideración de no descartarlos a la primera y darles una lectura que fuese más allá del primer párrafo. Si casi todos los libros que leí eran tan infames como aquellos, no quiero ni imaginarme cómo serían los que Javier mandó al desván de los rechazados, tras echarles un primer y fulminante vistazo. Él me pasaba los preseleccionados y yo disponía de una semana, más o menos, para leerlos, valorarlos y redactar el informe de lectura correspondiente, que solía ser de un par de páginas, en las que, como se me pedía, exponía con franqueza, sin tibiezas críticas ni sinuosidades filológicas, la opinión que me habían merecido. Emití una cincuentena de esos informes durante los dos años que colaboré con la agencia. Solo dos o tres fueron positivos; unos pocos más no me despertaron ni frío ni calor; la gran mayoría solo mereció airados comentarios, que no sería apropiado reproducir en un medio público como este: podrían leerlos niños. Curiosamente, ninguno de los poquísimos libros de los que hice un informe favorable, fue publicado. Recuerdo que, al preguntar por qué, en el caso de uno que me había parecido especialmente brillante, la respuesta fue que su autor era demasiado viejo. La agencia necesitaba creadores jóvenes, a los que se pudiese sacar partido durante mucho tiempo, y no ancianos con un pie en la tumba, de los que poco, salvo una muerte honorable, cabía esperar ya. En la agencia literaria de Carmen Balcells tuve por primera vez la borgiana sensación de la vastedad inabarcable de la literatura, y también de la no menos oceánica vanidad humana. Javier me enseñó una vez la habitación en la que se apilaban, del suelo al techo, los manuscritos que los escritores del universo mundo les habían mandado: eran cientos, miles, y, por mucho que nos afanáramos a rebajarlos, seguían entrando más: siempre entraban más, que ocupaban inmediatamente el lugar de los que hubiésemos eliminado. La rueda de la escritura no dejaba nunca de girar. Yo me imaginaba a la humanidad entera juntando palabras, llenando página tras página, mecanografiando con furor, barajando sin cesar la ilusión de concluir una novela, un ensayo, una biografía, y de publicarlo en una gran editorial, y de convertirse en un escritor famoso, y, no contento con eso, escribir a continuación otra novela, ensayo o biografía, aún mejor que el anterior, y gozar del mismo éxito, o todavía mayor, y, al mismo tiempo, incrementar su apetito, su ansia viva de seguir alimentando ese círculo virtuoso, y continuar escribiendo infinitamente, hasta llenar todas las estanterías de todos los departamentos de lectura de todas las agencias literarias del mundo. Pronto me di cuenta de que aquel trabajo no me llevaba a ninguna parte. Por los informes me pagaban una ridiculez y, lo que era peor, leer aquella bazofia me llenaba el cerebro de mugre: en lugar de ocuparme con, no sé, Emilio Adolfo Westphalen o Ignacio Aldecoa, había de enjuiciar una novela sobre abejas asesinas o un fétido sucedáneo de Agatha Christie. Lo dejé, pues, con, a pesar de todo, no malos recuerdos. Una vez vi a Gabriel García Márquez en uno de los despachos de la agencia. La puerta estaba entreabierta y él, sentado, con las piernas cruzadas, en un elegante sofá blanco, concentrado en la lectura de algo. Esperaba a su agente, claro. Que un premio Nóbel espere en un despacho a su agente dice mucho sobre su agente. A Carmen Balcells también la vi una vez. Cuando estaba despachando con Javier la última boñiga que me habían endilgado, apareció ella. Y fue una gran aparición, porque ya entonces, a principios de los noventa, Carmen Balcells ocupaba una humanidad desmesurada. Para atenuarla, sin duda, llevaba un vestido vaporoso y amplio, una especie de camisón, que me sorprendió por lo informal, casi por lo doméstico: se parecía a los que llevaba mi madre en casa los días más calurosos del verano. Le arrebató los folios del informe a Javier de las manos, los leyó por encima, mientras él y yo permanecíamos en un respetuoso, casi sobrecogido silencio, y, de pronto, estalló en una carcajada. Yo había escrito, no sin presunción, que el libro analizado practicaba una llamativa desintactivización, consistente en trufar el discurso de anacolutos e incoherencias —por incapacidad, claro, no como un remedo del Ulises—, y se conoce que eso le había gustado. Luego nos lo devolvió con la misma premura con el que lo había cogido y, todavía con una sonrisa, se marchó: el autor de la desintactivización estaba condenado. No he olvidado aquella experiencia, a pesar de los muchos años transcurridos. De hecho, aún la consigno en mi currículo.
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