La zona, digamos, oficial de Belgrado
se sitúa en un triángulo del centro que comprende el palacio presidencial, el
ayuntamiento y el Parlamento de la nación. Frente a este hay dispuestas largas
pancartas con las fotografías de las víctimas de los bombardeos de la OTAN
durante la guerra de Kosovo, en 1999, y proclamas que reivindican su memoria.
Es una herida que todavía no se ha cerrado, o que no quieren aún que se cierre.
Da que pensar que los serbios se enfrascaran en una guerra étnica y cometieran
las atrocidades que cometieron, cuando su comportamiento en las anteriores conflagraciones
europeas fue más que gallardo: en la Primera Guerra Mundial combatieron,
arrostrando grandes sufrimientos, a las potencias centrales, y en la Segunda
sufrieron la ocupación nazi y, aunque divididos entre chetniks monárquicos y partisanos comunistas, entablaron con los
alemanes una feroz guerra de guerrillas. Al lado de la asamblea nacional, se
levanta la iglesia ortodoxa de San Marcos, que, como el templo de San Sava,
todavía no está acabado. Cuando entro, se está celebrando una ceremonia
religiosa. No me atrevo a llamarla misa, porque no sé si eso es lo que hacen
los ortodoxos, pero se le parece bastante. También en la asistencia de fieles:
hay tres personas. Dos popes, con sus casullas —si es que son casullas— tachonadas de iconos y mucho aspecto de popes —lentes, barbas, años—, se mueven
en torno al altar, mientras un joven, con ropa civil y excelente voz, entona
hermosos e incomprensibles salmos. El interior de la iglesia es un lugar
escuetísimo, de paredes blancas y desnudas: apenas una habitación en obras. Me
encuentro poco después en el hotel con Ángeles, que ya ha cumplido con sus
obligaciones profesionales de hoy, y nos vamos a cenar a Skadarlija, el barrio
bohemio, que pasa por ser el Montmartre belgradense. En realidad, el barrio es poco más que su calle central, Skadarska, en cuyas aceras se apiñan las
terrazas y restaurantes. Puede que a finales del s. XIX, cuando se configuró esta parte de la ciudad, sí fuese un lugar donde vivieran escritores y artistas, pero hoy —quitando alguna lacónica sala de arte que sobrevive entre las tabernas— la
bohemia parece identificarse solamente con llenar el estómago y, como
comprobaremos más tarde, también los oídos. Tras no pocas dificultades —el suelo
de la calle conserva el empedrado decimonónico, lo cual es muy pintoresco, pero,
si eres mujer (u hombre) y llevas calzado de noche, caminar por él es como hacerlo con zancos—, llegamos a uno de los ambigús más afamados, el Dev Jelena, fundado en 1832. No
podemos sentarnos en la terraza, porque eso eso mismo han hecho las docenas
de personas que nos han precedido, y no queda ningún sitio libre. Nos acomodan,
pues, en el interior, antañón y algo lúgubre, pero no exento de encanto. No
obstante, la tranquilidad que suponemos caracterizará a la cena se convierte en
un imprevisto ajetreo, al que contribuyen sucesivos sobresaltos. Primero, el
pan picante, servido como aperitivo, con el que palidecen la mostaza de Dijon y
hasta las guindillas murcianas, y que me obliga a beberme de un trago media
botella de agua (con gas), ante la mirada estupefacta de Ángeles. Luego, en el
primer plato, nos estremece la estampida de una nueva tormenta eslavo-tropical,
que hace que, por una parte, nos alegremos de no haber encontrado sitio en la
terraza, porque todos los que están cenando al raso tienen que arremolinarse
debajo de las sombrillas para evitar, a duras penas, la tromba de agua, pero también,
por otra, que nos preocupemos por estar dentro, porque un camarero acude
deprisa a cerrar nuestra ventana, después de desconectar varios enchufes
eléctricos que descansaban a la intemperie y que están ya peligrosamente
empapados. Y, por fin, con el segundo plato, llega el estruendo mayor: el de
los músicos que, con guitarras, acordeones, violines y otros instrumentos
balcánicos de difícil identificación, rodean una mesa tras otra y atacan, con
brío inusitado, las canciones populares de un repertorio en apariencia
interminable. A su entusiasmo se suma el de no pocos comensales indígenas, que,
estimulados por las populares tonadas, no dudan en aunar sus voces a las de los
aguerridos ejecutantes. La verdad es que poco más que cantar se puede hacer
cuando una comparsa de estas te rodea: hablar es imposible, y, si no puedes
vencer al enemigo, es mejor unirse a él. Ángeles y yo ya nos habíamos dado
cuenta del gusto de los serbios por la música en la calle: es frecuente ver a
cantantes y concertistas de toda clase actuando al aire libre, en bares,
terrazas y aceras. Y muchos interpretan música hispana: en los desayunos del
hotel llevo ya oídos un “Porompompón” y dos “Guantanameras”, y en los retretes
del centro Sava me ha asaltado, en un momento de difícil tránsito, una sesión de flamenco, aunque el mayor éxito de
nuestra copla en Serbia es el inmarcesible “Bésame mucho”, del que me ha
hablado el peluquero, que he oído entonar varias veces, y que he visto hasta impreso
en una camiseta. Es agradable, supongo, siempre que el músico no se ponga a
tocar debajo de tu balcón o, en nuestro caso, al lado de la mesa en la que
estás cenando. Para evitarlo, no pedimos postre, pagamos y volvemos al hotel. A
la mañana siguiente, decidimos visitar Zemun, a orillas del Danubio, uno de los
diez municipios que forman la ciudad de Belgrado, pero que durante mucho tiempo fue una villa independiente. Muy pronto descubrimos que Zemun tiene todo el
encanto que le falta a Belgrado. El taxi nos deja en el Hotel Yugoslavia, al
lado del Gran Casino, desde el que no hay mucha distancia hasta el centro de la
localidad. El paseo, junto a las habituales barcazas-restaurante, es agradable,
aunque persiste la alternancia, casi la fusión, entre los tramos verdes y
cuidados, y los solares de tapias caídas, suelos sucios y pintadas desopilantes. Una bandada de cisnes —nunca he visto tantos juntos, ni siquiera
en Londres—, a los que están echando comida algunos paseantes, nos da la
bienvenida a Zemun. Hoy se celebra el mercado de los domingos, de frutas y
verduras. Nos perdemos por entre los tenderetes intensamente olorosos, y
compramos un cucurucho de frambuesas por 150 dinares, unos 1,30 euros.
Muchas mujeres llevan un pañuelo en la cabeza y muchos hombres van en camiseta.
En una plaza cercana, admiramos la iglesia católica de la Sagrada Virgen. Más
allá, un librero, cuyo género me he parado instintivamente a mirar, se empeña en vendernos algún
título en inglés, solo por estar en inglés, pero ni a Ángeles ni a mí nos
interesa nada la dinámica de fluidos ni la cría del cangrejo en la Voivodina.
Reconozco un ejemplar de Der Totale Krieg,
“la guerra total”, del general Erich Ludendorff, uno de los grandes estrategas
alemanes de la Primera Guerra Mundial y el creador del concepto de la
destrucción total, que, aunque apoyó el putsch
de Múnich de 1923, abominó de Hitler poco después, hasta su muerte en 1937.
Pero mi frágil conocimiento del alemán no me permitiría leerlo con provecho, y
aún no estoy atrapado por las asfixiantes redes de la bibliofilia, así que
declino comprarlo, pese a las educadas protestas del librero, que no deja de
ponderar las virtudes de la destrucción total. Visitamos después la iglesia ortodoxa
de San Nicolás, construida en 1870, que contiene un puñado de hermosos frescos
y exhibe una airosa torre blanca y dorada. Y ascendemos: queremos llegar a la
Torre de Gardoš, una atalaya construida por los húngaros, en la
colina del mismo nombre, en 1896. Subimos por unas estrechas escaleras de
cemento que discurren entre las casas. Hemos dejado atrás los nobles edificios
decimonónicos, de estucos y colores pastel, del centro de Zemun, y lo que vemos
ahora son viviendas sencillas, desordenadas, con corrales y jardincitos
selváticos, frente a alguna de las cuales todavía hay aparcado un trabant, aquellos seiscientos de la República Democrática Alemana. En la Torre se
inaugura hoy una exposición sobre el holocausto de los judíos de Zemun. Fuera
de la atalaya, hay reunido un puñado de los descendientes de los 3 000 que
liquidaron los nazis —entre los que reconocemos a un “Benjamín Beherano”, cuyos antepasados probablemente fuesen “Bejarano”—. Uno de los presentes, en voz apenas
audible, habla a los demás. Nos emociona esta congregación sencilla de gente
que, casi tres cuartos de siglos después, recuerda a sus padres, abuelos y
bisabuelos, cruelmente asesinados: compartimos con ellos la humanidad
quebrantada y el dolor por la injusticia y el horror. Pero no todo ha de ser
lamentación: cerca de la atalaya observo un local que restaura mi confianza en
la especie humana: se llama Soneto: Wine
& Art Club. Sonetos, vino y arte: pocas cosas encuentro más
reconfortantes. Como también reconforta el café que nos tomamos en uno de los
varios bares que circundan el monumento, con espléndidas vistas de Belgrado y
el Danubio. Ángeles acude en taxi a su última reunión de trabajo, y yo decido
cubrir andando los siete kilómetros largos que separan Zemun del hotel: la
tarde se ha serenado y no tengo nada mejor que hacer. Recorro, una vez más, el
paseo ribereño, y contemplo ahora la mole infinita del edificio Serbia, sede
del antiguo gobierno yugoslavo, en cuyos alrededores distingo un parque
infantil, varios bares flotantes y una bandada de gansos. Es difícil perderse,
pero en alguna ocasión he de preguntar a otros paseantes si voy bien para el
centro de Belgrado: la gente responde amablemente, y es que los serbios son
amables: la amabilidad, cierta cercanía humana, compensa las deficiencias de
los servicios y las dificultades de la cotidianidad. Esta calidez, que me hayan
cortado el pelo las mismas manos que se lo cortaron a Gadafi y Arafat, y las
calles luminosas de Zemun es lo que me llevaré de Serbia.
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