Cuando uno baja de los Ferrocarriles de la Generalidad en Sant Cugat, lo primero que ve, al salir a la plaza de la estación, es una enorme estelada ondeando en una no menos enorme asta. Como supongo que, por su ubicación y dimensiones, no han sido ni la asociación de vecinos ni la churrería de la esquina quienes la han puesto ahí, sino el ayuntamiento de Sant Cugat, uno concluye que el ayuntamiento de Sant Cugat hace el uso que le da la gana de las banderas y que, aunque su obligación sea representar a todos los vecinos de la ciudad, no tiene reparo en instalar una enseña, inoficial, que solo representa a algunos.
Desde mi dormitorio, donde escribo —y donde estoy escribiendo ahora esto—, veo que los vecinos de al lado —él, hijo de zamoranos— han colgado una estelada en el balcón; los de abajo, otra; y en un mismo piso de la casa contigua, cuya esquina diviso igualmente, flamean una cuatribarrada y otra estelada, como si la primera fuera insuficiente y necesitase la corrección y el aumento de la segunda. Hay gente que necesita banderas, como la hay que necesita perros o gatos: cuantos más, mejor. Recuerdo cuando, hace unos años, en una visita a León para leer poemas, una de las asistentes a la lectura me preguntó qué significaba aquella bandera catalana tan rara, con un triángulo azul y una estrella blanca a un lado, que había visto en una carrera popular en la que habían participado deportistas catalanes.
Ayer, en la inauguración en el Ayuntamiento de Barcelona de las fiestas de la Mercè, se produjo una pelea por las banderas. Fue una pelea chusca. Cuando todas las autoridades estaban en el balcón principal para anunciar a los barceloneses el hecho jolgorioso del inicio de las fiestas, alguien colgó una estelada en la balaustrada. Acto seguido, y abriéndose paso a codazos por entre los munícipes e invitados, Alberto Fernández Díaz, jefe del grupo municipal del Partido Popular (y hermano de Jorge Fernández Díaz, ese ministro del Interior que ha otorgado la Medalla de Oro al Mérito Policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor), quiso colgar también una bandera española. Lo ayudaba en su nacional propósito una rubia de mechas muy elaboradas que estiraba con furor de una esquina de la oriflama, intentando arrebatársela a otro de los presentes, de gafas, que la había agarrado, en un buruño, para que no fuese desplegada. Era el conflicto vivo de Cataluña, materializado en dos trozos de tela y un buen número de rostros crispados, sonrientes o estupefactos, según. Cuando apareció la bandera española en el balcón, los que estaban en la plaza abuchearon con pasión. Un regidor de Esquerra Republicana, ecuánime —esto es un oxímoron—, pedía calma. El president Mas, que también estaba en la tribuna, sonreía, displicente, como si aquella chiquillada no fuera con él. Colau había desaparecido entre la multitud que poblaba el palco.
El otro día quedé con un amigo en un bar del centro de Barcelona para charlar. Pedimos dos cervezas. Tenían dos marcas: Nolla y Kronenburg. Nos decantamos por la primera, que no conocíamos, por ser española, pero descubrimos que aquella cerveza no se sentía española, ni quería serlo: en la etiqueta lucía una estelada. En la segunda ronda pedimos Kronenburg.
Un amigo me contó hace poco que se había cruzado en la escalera con un vecino que, muy indignado, le había preguntado cómo era posible que su voto valiera lo mismo que el de esos viejecitos que van a votar contra la independencia por miedo a perder la pensión; que así no íbamos a ninguna parte. También, que sabía (mi amigo, no el vecino) de un joven al que sus padres habían llamado traidor por apoyar a Catalunya Sí que es Pot. El joven lo recordaba con lágrimas en los ojos.
Otro amigo, de padre y familia catalanes, que vive en Madrid, me explicó que las relaciones con sus primos barceloneses estaban al borde de la ruptura porque uno de ellos, un respetable y muy burgués arquitecto, había dicho en una comida familiar: "¡Aquí lo que hace falta es un buen Sarajevo!".
Ayer fui a hacer spinning. La instructora era una culturista recauchutada, con más músculos que Hulk Hogan. Una de las piezas que puso en la clase para animarnos a pedalear fue Els Segadors, en versión hip-hop; Els Segadors, una hermoso aunque algo sangriento himno, que siempre me ha gustado escuchar (a diferencia de la ratonil Marcha Real, que parece compuesta por el flautista de Hamelín). Nunca se me ha hecho más largo.
Estamos locos.
Tienes toda la razón. Me da miedo , mucho miedo y pena, la sopa amarga que han dejado caer los políticos, todos: unos para mantener su nivel de vida , contactos y el sistema , otros para silenciar todos los juicios por corrupción, otros por mirar hacia otro lado ( también penado por consentirlo) . Un caldo amargo en las calles que ellos no beben ; se burlan de nosotros en sus restaurantes de lujo , todos juntos , todos con la certeza y la alegría que iremos a votar , lo único que les importa, para seguir manteniendo este maldito sistema corrupto. Entró el TRIPARTITO y no metió a Pujol y compañía en la cárcel...Leo a Pio Baroja y le doy toda la razón. Perdona mi indignación!
ResponderEliminarBesos