Hoy es día de elecciones, pero lo primero que hago no es ir a votar, sino escribir una entrada en el blog. Antirreligiosa, como algunas otras que ya he colgado en él: hay que mantener viva la llama de la oposición a las fes. Queda un poco raro en un día tan señalado como hoy, pero me gusta demostrar que me importan otras cuestiones que la que se han empeñado en meternos en la cabeza desde hace años, y, además, caigo en la cuenta de que puede haber un vínculo insospechado entre el sufragio y el título que le he dado, "Los milagros inversos", si los independentistas no obtienen el resultado que desean. Primero voy al colegio electoral que me corresponde —aunque no he recibido la tarjeta censal y he tenido que llamar al ayuntamiento para averiguarlo: ¿habrá sido un error de Correos o el sabotaje de alguien que conocía mis inclinaciones políticas?— y deposito la papeleta. No hay mucha gente. A la puerta del colegio están entrevistando a una mujer que me sonríe cuando paso a su lado. En elecciones, los políticos siempre sonríen. La sonrisa es para ellos como el traje de faralaes para las folclóricas: un adminículo imprescindible. Veo también que hay más policía que de costumbre: en otras votaciones montaba guardia allí un único y aburrido guardia; hoy son varios los que lucen pecheras y hombros reflectantes. Cumplido el deber cívico, me voy a Barcelona a acompañar a mi madre a votar. Lo hace en un colegio público cercano. Allí el gentío es desbordante: las colas llegan hasta la calle. Cuando voy a coger la papeleta que me ha pedido que meta en el sobre, veo que no está entre las que se ofrecen a los votantes. Paso los ojos varias veces por los montones alineados sin encontrarla, y me digo que no puede ser que no las haya de ese partido. La solución es sencilla: un partidario de otro partido político ha puesto un fajo de papeletas del suyo encima de las del que busco. Eso tiene una doble ventaja: multiplica por dos tu oferta e invisibiliza momentáneamente la del rival, pero también un inconveniente: te acredita como un imbécil. Me imagino al tipo —o tipa— divirtiéndose con la pueril añagaza, como si realmente entorpeciera o anulara las opciones diferentes a la suya, y, sobre todo, aquella opción diferente a la suya. Resuelta la provisión de la papeleta, toca descubrir la mesa en la que ha de votar mi madre. La hago sentar y me abro paso por entre la multitud hasta dar con ella. Por una inverosímil fortuna, es la que tiene menos cola. Vota y salimos sin tardanza. Después de comer, voy a encontrarme en El Velódromo con dos viejos amigos, ambos escritores: José Agudo y Norberto Delisio, cuyo nom de plume es Jan Farina, que suena vagamente checoslovaco. En aquel bar habíamos mantenido durante varios años una tertulia con otros letraheridos. Ahora, remozado, vuelve a darnos la oportunidad de practicar la conversación y la melancolía, dos de los mayores placeres de las personas de edad. Voy caminando: desde la casa de mi madre, es un paseo de apenas veinticinco minutos. Nada se advierte en las calles del tráfago electoral. Es un domingo por la tarde en el Ensanche, y los domingos por la tarde en el Ensanche siempre han sido lo más parecido a la nada: todo está cerrado, casi no circulan coches y apenas hay nadie por la calle. Sin embargo, este sosiego, acaso excesivo, no me molesta; al contrario, me arropa con una extraña benignidad. Un manto de sol lo recubre todo, como un membrana amable. Y, fugazmente, me siento niño otra vez, como cuando estas calles, que yo recorría hace casi cincuenta años, se me antojaban el asiento del mundo, la jungla empírica pero aún sin desvelar de la realidad. Entonces, los domingos por la tarde, estaban tan vacías como hoy, y yo disfrutaba de aquella soledad resonante, hecha de sol y pasos y esquinas y cucuruchos de helado, como disfruto ahora. Algunas cosas han cambiado, claro. La más visible, aunque también la más coyuntural, es la presencia de banderas en los balcones. En los sesenta, en los balcones había geranios y señoras que tomaban el fresco sentadas en sillas de anea. Hoy ondean señeras y esteladas, aunque también distingo una bandera española, náufraga en un mar cuatribarrado, y otra anarquista; y alguien —la higiene manda— ha colgado una alfombra: que Dios lo bendiga. También algunas manzanas han variado. En una veo que el ayuntamiento ha recuperado el espacio interior y lo ha convertido en los jardines de Joan Brossa. No tienen demasiado encanto, pero son preferibles a un aparcamiento o un supermercado de chinos. Y recuerdo que en la feria del libro viejo y de ocasión, que se está desarrollando estos días en el Paseo de Gracia, he visto un puesto con un cajón lleno de libros de Brossa, en catalán y castellano. Que se singularice la oferta de un autor es uno de los mayores reconocimientos literarios a que se puede aspirar, aunque sea en un cesto de mimbre. Cuando llego a El Velódromo, José y Norberto me están esperando fuera, pero no porque quieran adelantar el momento jubiloso del reencuentro, sino porque necesitan fumar. Saben que no podrán hacerlo dentro durante el buen rato que previsiblemente va a durar nuestra charla (Dios sea bendito de nuevo) y necesitan proveerse de la imprescindible dosis de nicotina. Es el primer indicio de que, pese al tiempo transcurrido desde nuestras tertulias, las cosas no han cambiado demasiado; de hecho, no han cambiado nada, porque los seres humanos apenas cambiamos nada. Puede que maticemos algunas cosas, o que desechemos ciertas ideas y abracemos otras; puede que nos hagamos más prudentes o más temerarios; y es seguro que, con el tiempo, casi todo nos dará más pereza y nos cansará más, pero, en lo esencial, en el contenido de la personalidad, siempre seremos y haremos lo mismo. José, por ejemplo, sigue fumando, más aún que antes, según propia confesión; y eso que antes era ya un gran fumador, de un par de cajetillas al día. Recuerdo que me contó que, de niño, cuando se empezaba a fumar en los pueblos españoles, se pasó un mes peleándose con el tabaco, porque su cuerpo lo rechazaba: era incapaz de fumarse un pitillo sin ponerse malo. Pero le torció el cuello a su propio cuerpo y consiguió que aceptase el humo. Y desde entonces no ha dejado de fumar, siempre más cada vez. Ahora, me dice, tiene la esperanza de acabar como Carrillo: vivo y lúcido hasta casi los cien años, gracias al tabaco; o como Churchill, que atribuía su longevidad a haberse bañado toda la vida en alcohol, a haberse asestado unos puros como brazos de gitano, y a no haber practicado deporte jamás. José, Norberto y yo hablamos, y hablamos, y hablamos, con el gusto elemental y feroz de la conversación. Somos seres lingüísticos, y nada nos da más placer que las palabras, excepto el sexo. Por eso hablamos también mucho de sexo, como ya hacíamos en nuestras tertulias, para escándalo de vecinos de mesa y parroquianos en general. José, que es el único soltero, amén de hombre liberal, enriquece sobremanera nuestra visión del asunto. Norberto y yo escuchamos con atención, edificados, fortalecidos. También, lógicamente, hablamos de literatura. Norberto, argentino que hace mucho que vive en Barcelona, buen novelista, me pasa una muestra del libro en el que está trabajando. José tiene poemario nuevo, que espera ver pronto publicado. Ha ganado varios importantes premios de poesía, como el Juan Ramón Jiménez, de la Diputación Provincial de Huelva, y, envidiablemente, el Ciudad de Torrevieja, durante muchos años el mejor dotado económicamente de España (el nacho vidal de los premios de poesía, como le llamaban algunos). Tampoco han cambiado mucho nuestras posiciones estéticas: a él le sigue fascinando Gil de Biedma, algo que siempre me ha parecido incomprensible: Gil de Biedma es un prosista fino y un excelente traductor, pero un poeta menos que mediano, por decirlo con suavidad. El desacuerdo, sin embargo, no solo no nos enfrenta, sino que nos acerca en una cordialidad discrepante: así sucede siempre que uno ha trabado con el divergente una cercanía personal, un conocimiento de fortalezas y debilidades, una afinidad no únicamente basada en las ideas. La tarde ya declina cuando nos vamos. Antes de salir, voy al lavabo y reparo en que la restauración del local no ha incluido la pared del fondo, que sigue siendo la original de El Velódromo, de un verde pálido y, después de tantas décadas ya, sucísimo, llena de agujeros. Los nuevos dueños han respetado esa pared mugrienta en homenaje y recordación de El Velódromo antiguo, en el que tantas generaciones de barceloneses han pasado las tardes de domingo, y también las laborables. Vuelvo a Sant Cugat en los ferrocarriles. No participo en la batalla que se desencadena entre los que entran al tren para ocupar asiento, porque llevo casi todo el día sentado y necesito espabilar los músculos. Leo Todas las almas, una novela aún temprana de Javier Marías y, en mi opinión, la mejor de las suyas, porque quiero hablar de ella en el taller de escritura creativa que estoy impartiendo en Londres, y porque me apetece revisar aquella experiencia oxoniense de su autor, que ahora me pilla cerca. Leer, no obstante, nunca me ha impedido atender al mundo. En una parada entra en mi mismo vagón una joven bellísima: alta, delgada, morena, blanca. Viste minifalda y calza unas sandalias de tiras gruesas de cuero, por las que asoman unos dedos sin irregularidades con las uñas pintadas del mismo color que las tiras. Se sienta con las rodillas juntas, como suelen hacer las mujeres elegantes con minifalda. Un mechón fino de pelo le cae por un lado de la cabeza, y, después de recorrer toda la extensión de un cuello jiráfido, casi se le enreda en otra tira: la del sujetador negro que lleva debajo de una camiseta beis. No tiene mucho pecho, pero no lo necesita: el conjunto es de una armonía infrecuente, delicado y sinuoso. Tampoco lleva joyas: ni cadenas, ni colgantes, ni anillos; apenas unos pendientes de perlas. De nuevo: no le hacen falta. La superficie inmaculada de la piel, perlina como los zarcillos, basta para alhajarla. Mientras está sentada, no deja de escribir en un móvil. Lo hace con los dos pulgares, no con el índice o el corazón de una mano, como acostumbramos a hacer los hombres. Al cabo de un rato, aparta el móvil y saca un libro muy grueso de un bolso que porta. Me intriga saber el título o el autor, pero no alcanzo a leerlos: tendré que volver pronto al oftalmólogo, pienso. No obstante, su lectura dura poco. Saca otra vez el móvil y vuelve a teclear vertiginosamente. Delante de ella me fijo en otra joven, que practica la barbarie inglesa de comer de un táper. Todo en esta es desproporcionado: la masticación, la nariz, las guedejas y los agujeros de los tejanos a la altura de las rodillas. Aparto la vista rápidamente de esta némesis y la vuelvo a depositar en la ninfa, con gran consuelo. En lo que falta de viaje, alterno mi lectura de Marías (que también se entretiene, en muchas páginas, en la descripción de mujeres que le atraen y con las que le gustaría hacer algo más que describirlas; me pregunto si Todas las almas habrá condicionado mi percepción de esta mujer y hasta de esta entrada que ahora estoy escribiendo) con el escrutinio de la joven, lo que resulta muy coherente, se me ocurre, con un día electoral. Mi examen, no obstante, acaba cuando se levanta, como se levantaría una adolescente masai o una garza dormida, y encara, muy seria, la salida. Baja en la parada de Valldoreix y, cuando el tren vuelve a ponerse en movimiento, la pierdo de vista. Nunca la había visto antes y probablemente nunca la volveré a ver. Pero ha quedado para siempre en mi memoria y en este blog. Y sigo leyendo. Ya me acerco a casa.
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