Hace calor en Burdeos, más que en Londres, aunque Nuria me informa de que el tiempo es también aquí muy cambiante: un día lluvioso por la mañana puede convertirse en soleado a media tarde y volverse desapacible otra vez por la noche. En el autobús que nos lleva al centro de la ciudad desde el aeropuerto, no solo hablamos del tiempo: también de poetas. Ambos recordamos grandes anécdotas de Jaime Siles y de Guillermo Carnero, esos dos novísimos pertinaces. Es domingo, y Nuria ha de atender a su familia. Me deja en el Hotel de la Ópera (aunque, en realidad, las únicas manifestaciones vocales que suscita el lugar son los gritos de espanto que uno profiere al ver la habitación: cuánto han menguado los presupuestos de la universidad; ah, la grandeur) y lo primero que hago es salir a comer, claro: no me he llevado nada al gaznate desde el remoto desayuno. Me meto en uno de los muchos restaurantes de la calle Saint Rémi, solo atendido por camareras (es decir, no entro solo porque lo atiendan camareras, pero es un hecho, y muy loable, que solo lo atiendan camareras). Pese a lo prometedora que es tanta presencia femenina, tardan en servirme, aunque, cuando lo hacen, los platos compensan la espera. El salmón es fastuoso, y el coulant de chocolate, una delicia de cremosidad y sabor. Desde luego, los franceses saben comer. Su cocina hace que los menús de los restaurantes ingleses parezcan condumios rústicos, cuando no cosas peores. Y la exquisitez se advierte también en los detalles: con el café, por ejemplo, sirven una leonesa (aunque sin crema). Mientras espero las viandas, tengo tiempo de leer varios capítulos de Viento de tramontana, la tremenda novela de Sergio Gaspar, que quiero reseñar en Cuadernos Hispanoamericanos. A cada estallido de carcajadas, mi vecino de mesa, un moro circunspecto, me mira con una mezcla de curiosidad y de reprobación, aunque no tarda en volver al afanoso escrutinio de su móvil, con el que se distrae, a su vez, entre plato y plato. Salgo, por fin, del local y bajo por Saint Rémi hasta el paseo fluvial, que flanquea el Garona, de aguas marronosas. Pienso en la casa de mi tío Zenón, en un pequeño pueblo de los Pirineos franceses llamado Montréjeau, frente a la que discurre ese mismo río. Ahí es un curso moderado, de aguas todavía azules, que tiene la simpatía de lo vecinal y lo próximo, aunque esa moderación y esa simpatía se acaban a veces, cuando el deshielo genera riadas que inundan los jardines y hasta las casas de la gente: Zenón y Montserrat han tenido que drenar la suya más de una vez después de una gran avenida. En Burdeos, el Garona es ya un río enorme, que se desplaza con majestuosa lentitud. Lo contemplo desde el paseo fluvial, donde se apiñan miles de personas. En el muelle está atracado un barco velero, el Hermione, motivo de una exposición que celebra la navegación atlántica, y que ha atraído a numerosas familias y curiosos. El barco es hermoso, y luce una bandera tricolor más grande que el propio barco. Figurantes vestidos como en el siglo XVIII se pasean entre la gente y dan conversación. Yo me abro paso, no sin esfuerzo, hasta el puente de piedra, construido por orden de Napoleón Bonaparte, e inaugurado en 1822, cuando el emperador ya era historia. El puente tiene diecisiete ojos en homenaje a su promotor: uno por cada una de las letras de su nombre, y hasta 1965 fue el único que conectaba ambas riberas del río. Hoy está, como el paseo, atiborrado de gente, aunque, pese a ello, todavía permite disfrutar de una magnífica vista de la fachada fluvial de Burdeos, en la que destacan la plaza de la Bolsa, algunas de las puertas medievales de la ciudad supervivientes de la demolición de las murallas, y las torres de las iglesias que salpican su casco antiguo. En el cielo, las nubes, amontonadas como las personas, pretenden ahogar al sol, pero la estrella se rebela y las atraviesa con lanzadas azules, grises y doradas. Cruzo el puente sorteando a otros paseantes y evitando a los ciclistas, que no porque haya mucha gente en el paso se apean de la bicicleta, más aún, ni siquiera reducen la velocidad: ellos tienen un carril propio y circulan por el carril propio, así perezca el mundo. Uno en velocípedo, no obstante, encuentra la horma de su zapato: medio embiste a un transeúnte, y este se revuelve con un manotazo. Miro por si la cosa degenera en pelea, pero el ciclista prefiere escurrir el bulto, y no lo culpo: su antagonista tiene pinta de haber estado en Dien Bien Phu (y de haberse asestado varios vasos de pernod en algún bistrot cercano). En la otra ribera, me acerco a ver una iglesia cuyo campanario me recuerda mucho al del Sacré Coeur de París. Averiguo que es la iglesia de Santa María, y que no es extraño que me recuerde a la basílica parisina, porque ambas las construyó el mismo arquitecto: Paul Abadie. De regreso a la otra orilla de la ciudad, me adentro en los barrios árabes, que se disponen, curiosamente, alrededor de una iglesia, la basílica de San Miguel, un templo gótico flamígero cuyo campanario está separado de la nave, como si un cataclismo difícil de concebir la hubiera arrancado de su raíz. La plaza en la que se encuentra San Miguel está en obras, pero los bares que la circundan siguen funcionando: gentes de todo el norte de África se disponen en las terrazas, charlando, fumando y bebiendo té. Todos varones, por supuesto. Los locales se llaman "El velador del Atlas", "La rosa de Túnez" o, apabullantemente, "El Rincón del Sultán". En el barrio observo también innumerables tiendas de frutas y verduras, con ese exhibicionismo colorista de los mercados mediterráneos, y carnicerías halal, y, entremezcladas con ellas, bares de portugueses y algún español, descendiente acaso de aquellos refugiados republicanos que se establecieron en grandes cantidades en Burdeos y la convirtieron en una de las capitales políticas de la izquierda hispana. Hasta hace pocos meses, funcionaba todavía en Burdeos una librería española, aunque regentada por dos franceses, "Contraportada". Era un milagro que subsistiese, pero, por desgracia, el prodigio ya se ha desvanecido: en el local se están haciendo obras para convertirlo en un supermercado. Cuando salgo del norte de África, en busca otra vez del centro de la ciudad, entro en otra librería, de viejo, en la que recuerdo haber estado ya en alguna de mis visitas anteriores. Tampoco a esta le auguro un gran porvenir, pero ahí sigue, empecinada contra el tiempo y derrochando simpatía: su encargada cuelga inmediatamente un cartel de "poesía" en las baldas de poesía cuando le pregunto por ellas y comprueba que nada indica que lo sean. Compro un antiguo volumen de Pedro de Rojas en Cátedra, unos poemas en francés del ecuatoriano Alfredo Gangotena y Accorder, una selección de la poesía del francés Guillevic, así, sin más: Guillevic, de quien el primero en hablarme fue Jordi Doce. Vuelvo sin prisa al hotel, o más bien tardo lo más posible en llegar. Recorro calles y plazoletas, donde se mezclan músicos gitanos e intérpretes de The Boxer frente a terrazas inevitablemente atestadas. Me paro a tomarme un café en un bar argentino, pero, una vez sentado, el camarero me dice, en inglés, que ya han cerrado. ¿Por qué un argentino se dirigirá en Francia en inglés a un español? Para sumarme al despropósito, le contesto en catalán. Anochece. El Gran Teatro de Burdeos esplende como un gigantesco partenón de oro. A su lado, una enorme cabeza de Jaume Plensa, es decir, no la suya, sino una, de metal, esculpida por él. En el hotel, al que, ay, no me ha quedado más remedio que volver, pido por el ordenador para el público, y, sí, lo hay, pero su teclado no es universal: en Francia los teclados son distintos de los del resto del mundo, para desesperación de los mecanógrafos. Cada país tiene sus peculiaridades, apenas comprensibles: en Inglaterra, conducen por la izquierda; en Francia, los ordenadores tienen un teclado singular; en España, votamos al PP. Me refugio, por fin, en la habitación, con un bocadillo que he comprado en un colmado árabe y una botella de leche. Descubro que la cama es cómoda y el cuarto, silenciosísimo. Además, por la tele echan Malditos bastardos en versión original. Después de todo, a lo mejor no estoy tan mal como creía.
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