Cenamos hoy en Wanstead, con Mary, una anatomopatóloga excompañera de trabajo de Ángeles, y su marido James. El lugar queda lejos, al noreste de Londres: se necesita un buen viaje en metro para llegar. En las estaciones centrales, los pasajeros se acumulan, pero, conforme nos acercamos a la periferia, los vagones se vacían: el movimiento urbano en Londres es centrífugo, como en tantas otras grandes ciudades. Ángeles aprovecha uno de los escasos asientos libres; yo, después de muchas horas sentado en casa, prefiero quedarme de pie, leyendo el periódico. Advierto que, al lado de Ángeles, está sentado un señor de aspecto extranjero y recios bigotes. Tiene un aire pobretón, como tantos norteafricanos, o turcos, o árabes, que resisten en la ciudad. En una de las paradas concurridas del trayecto, se levanta para cederle el asiento a una mujer, y, al cabo de poco, al darse cuenta de que un joven está ocupando otro asiento, además del suyo, con la mochila, mientras yo, un canoso y, ay, ya mayor caballero, sigo de pie, le dice, por señas, que quite el macuto para que me pueda sentar. Me pasma, me sigue pasmando, esta policía pública, esta capacidad de intromisión en el comportamiento ajeno, para ordenar la convivencia de acuerdo con unas leyes racionales. Qué pocas veces intervengo yo así, ni nadie, para afear una conducta o reprimir una grosería. Le agradezco el gesto a mi ángel guardián bigotudo, pero no me apetece sentarme. Él insiste, pero yo también en seguir de pie: Thank you very much, but I prefer to stand, zanjo. En Wanstead, hemos quedado con Mary y Jim en un pub justo al lado de la estación de metro, The George. Los pubs son catedrales laicas, donde la gente se reúne para compartir sus inquietudes espirituales y para concelebrar libaciones purificadoras. Allí están ya nuestros amigos de esta noche, que nos presentan a otros amigos. Me sorprende la baratura de las consumiciones: media pinta de cerveza y media más de sidra nos cuestan poco más de dos libras. Incrustado en el techo, luce un dragón: al que mató San Jorge, supongo. En las paredes, retratos de hombres y mujeres famosos, aunque sin otro criterio rector que la propia fama: desde George Orwell hasta Marylin Monroe (cuyo apellido, por cierto, no se pronuncia Mónrou, sino Monróu: desde que lo averigüé, me parece haber descubierto a una nueva persona, y siento un interés renovado por ella). En el baño, un asistente negro (¿por qué todos los cuidadores de baños son negros?) me aprieta el pulsador del grifo cuando voy a lavarme las manos, luego el del dispensador de jabón cuando voy a enjabonarme, luego otra vez el del grifo para enjuagarme, y, por fin, me tiende dos toallas de papel, cuidadosamente dobladas, para que me seque. Abrumado por una obsequiosidad tan íntima, me siento obligado a dejar una moneda en el cuenco que ha dispuesto delante de sí, donde brillan ya algunas libras, que es de lo que se trataba. El mucamo aprovecha entonces para preguntarme si quiero comprar alguno de sus productos de aseo: colonias, geles, espumas. Le respondo que no y salgo del lavabo con una sensación de confusión: ¿he vivido una escena de una película de Almodóvar? ¿O el supuesto cuidador es, en realidad, un viajante de productos cosméticos que se ha colado en el establecimiento? Al volver con Ángeles y nuestros anfitriones, Jim nos cuenta su último viaje a Las Vegas, en los Estados Unidos, para asistir a la boda de un amigo, y pondera la calidad de los restaurantes y espectáculos, y, en general, la grandeza de la ciudad. Yo no he estado nunca en Las Vegas, pero es una ciudad que me cae bien: recibe su nombre de un español, Antonio Armijo, que descubrió en 1829 el valle en el que se asienta, donde los manantiales alimentaban extensas zonas verdes o vegas; y los indios expulsaron de la zona, en 1857, a los mormones que, encabezados por Brigham Young, se habían establecido dos años antes en ella para convertirlos a la fe verdadera: se conoce que los indios ya tenían bastante con Manitú, y que las idioteces de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días les merecían tanto respeto como los cactus del desierto. Aunque Las Vegas también tiene su parte oscura: sin el crimen organizado, no existiría tal como hoy la conocemos: el primer hotel moderno, el Flamingo, lo construyó en los años 40 el mafioso Bugsy Siegel, colega de Lucky Luciano, Frank Costello y otros gerifaltes de Asesinato, Sociedad Anónima, y en la ciudad se refugiaron muchos empresarios estadounidenses expulsados de Cuba por la revolución castrista: como ya no podían hacer negocios sucios en la isla del Caribe, decidieron seguir haciéndolos en esta isla del desierto de Nevada. Ah, la mafia, cuánta prosperidad ha traído al mundo contemporáneo. Cuando Jim acaba de cantar la palinodia de la Ciudad del Pecado, nos vamos a cenar a uno de sus restaurantes, que está al lado del pub. Jim es un hombre de apariencia modesta, pero de billetera descomunal: suyos son casi todos los negocios de esta calle. Mientras su mujer analiza biopsias por el microscopio -Mary es una de las autoridades mundiales en la patología del corazón-, él analiza transacciones por la caja registradora, y el resultado, en ambos casos, es fenomenal. Los dos son irlandeses, aunque llevan establecidos muchos años en Gran Bretaña, y eso quizá explique algunas opiniones contrarias a la cultura inglesa y a la vida en Inglaterra. Comparten con nosotros la dificultad de relacionarse con otras personas en este país y la incomodidad que suscita el integrismo islámico de una parte creciente de la población, empezando por la forma luctuosa de taparse de las mujeres. Y Jim defiende, con vehemencia insólita, que Gibraltar es español y que las Malvinas -así las llama, no Falklands- son argentinas. La situación que se genera entonces es tan insólita como su brío dialéctico: un residente en Inglaterra sostiene que Inglaterra no tiene derecho a conservar esas posesiones, y un español como yo, que lo fundamental para decidir el futuro de esas posesiones es la voluntad de la gente: mientras los llanitos y los malvinenses quieran seguir siendo británicos, España y la Argentina, por desgracia, no tienen ningún derecho a apropiarse de sus territorios. Pese al enganchón sobre política internacional, la conversación fluye con naturalidad hasta el final de la cena. Volvemos a casa deshaciendo en metro el camino que hemos hecho para venir. A esas horas, nosotros somos los más viejos del andén y, yo diría, de todo el convoy. En el vagón en el que viajamos, una mujer duerme en el regazo de su pareja; un grupo de jóvenes en camiseta, con el frío que hace en calle, parlotea, al borde del grito; y, en una de las paradas, sube un trío, poco más que adolescente, compuesto por un blanco de cresta entre gótica y tintinesca y dos negras estridentes. Como los tres van vestidos de negro, el conjunto no puede ser más luctuoso. (En realidad, ellas van poco vestidas, más aún, como los trapos que portan se funden con su piel, parecen desnudas). Están excitados, contentos de su juventud y su belleza, alegres por rondar por la noche un sábado en Londres: pían, sueltan gritos, ríen con fuerza, y no paran de tomarse selfies, para los que posan como para un pintor al óleo. Una de las chicas, la que está sentada en el centro, es muy guapa, aunque estropea su guapura con aditamentos innecesarios: cejas pintadas, pestañas postizas, tacones de abismo. La otra, sin ser fea, tiene unos rasgos demasiado cincelados, casi violentos, y un cuerpo excesivo, que subraya con una minifalda que apenas le tapa el ombligo. Pienso, incluso, si no será un hombre. Curiosamente, tiene unas manchas negras en los brazos negros: no son tatuajes, sino hiperpigmentación, según me susurra Ángeles. Mientras el Tintín draculiano que las acompaña se entretiene con los constantes selfies y la guapa derrama su saberse guapa a su alrededor, la voluminosa está abstraída con el móvil: el móvil es el confesionario, el aleph, la conciencia vigilante, el cine en casa, el diario íntimo, la ventana al mundo, la enciclopedia en cómodos fascículos coleccionables, Dios y el diablo, la totalidad de lo existente, para muchas personas, para casi todos. Cuando bajamos en Victoria, aún nos queda un trayecto en autobús para llegar a casa. Yo todavía siento el mucho vino blanco que he bebido bailándome en la sangre. Ángeles sabe que estoy etílico porque sonrío mucho, pero todavía soy capaz de caminar en línea recta. No obstante, hoy dormiré bien.
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