Pero no los del todo a cien, o los que sirven arroz tres delicias en restaurantes que se llaman "La muralla china" o "El dragón feliz", sino los de la dinastía Ming, que se extendió entre 1368 y 1644, estableció la capital en Pekín, construyó la Ciudad Prohibida y reforzó la Muralla China, que atravesaba un estado de decadencia. Sobre el arte, la cultura y la historia de estas gentes se ha inaugurado una exposición en el Museo Británico, que visitamos hoy. Asomarse a estas muestras de civilizaciones remotas y florecientes es muy pedagógico: enseña a relativizar y a ser modesto. Cuando en Europa, por ejemplo, apenas se había iniciado la era de la navegación, y aún faltaba casi un siglo para que Colón se aventurara por el Atlántico con tres carabelas cochambrosas -y obtuviese la inesperada recompensa del descubrimiento de un continente, que no había previsto que estuviese allí-, el almirante Zheng He -un eunuco de origen musulmán- ya había surcado todos los mares que rodean a China y alcanzado Oceanía, la India y la costa oriental África en siete viajes diplomáticos y comerciales distintos, en cada uno de los cuales capitaneaba flotas de centenares de barcos. Por qué alguien a quien se había privado de unos atributos tan preciados rendía tales servicios a los culpables de su mutilación, es algo que permanece en las sombras de la psicología de un pueblo singular y de una cultura más singular todavía. En todo lo concerniente a China, las cifras marean: los emperadores Ming libraron batallas en las que participaron centenares de miles de soldados, mientras que, en la batalla de Agincourt, en 1415, por ejemplo, se enfrentaron 8 000 ingleses y 15 000 franceses (y, como siempre, ganaron los ingleses). Tampoco en el terreno cultural puede competir el mundo Occidental de la época: los chinos ya jugaban al fútbol, al polo y al golf mucho antes de que los inventaran los ingleses, y, lo que es más importante, los emperadores Ming favorecían la cultura hasta el punto de promoverla en las propias cortes, donde se estimulaba el trabajo de los calígrafos, se imprimían libros y se mantenía populosas bibliotecas. Algunas de las mejores obras de esta labor, digamos, editorial, se exhiben en el Museo Británico: rollos larguísimos, o que se pliegan como acordeones enormes, con magníficas ilustraciones a tinta y surcados por una muchedumbre de ideogramas, como el titulado "Ciruelos en flor a la luz de la luna", de Chen Lu, aunque no sabemos si el círculo que se ve al final del papel -por cierto, otro invento chino- es la luna del título o la mancha que ha dejado la taza de té que Lu se estaba tomando. Mientras en las cortes europeas, los nobles se entretenían arreaéndose espadazos en las justas y no bañándose nunca, en la Ciudad Prohibida se daban conciertos, se cultivaba la higiene con aceites de rosa y de sándalo, y se componían poemas. Así lo hizo, en persona, uno de los Emperadores, el llamado Esteta, que era poeta, músico y pintor, y no malo, por cierto: en la exposición contemplamos varios de sus cuadros, de una delicadeza admirable. Sería un error, no obstante, creer que todo fue refinamiento y paz en aquel gobierno de casi trescientos años. De hecho, el nombre del fundador de la dinastía, Hongwu, significa "extremadamente militar", lo que deja pocas dudas sobre su fiereza, y su sucesor, Yongle, recibió el sobrenombre de "El Guerrero", lo que ratifica las inclinaciones marciales de la dinastía. Haciendo honor a su nombre, Hongwu creó la Jinyi Wei, o Guardia del Uniforme de Brocado (uno de esos poéticos nombres que velan una realidad siniestra, tan gratos a los chinos; como llamar el Gran Monasterio de la Gratitud Filial al sitio donde el sucesor ha confinado al padre ya viejo), la guardia personal de los emperadores, cuyos miembros no se bastaban con protegerlos, sino que ejercían asimismo de espías, torturadores y verdugos, y que fueron responsables de la muerte de centenares de miles de personas durante la dinastía. Los Ming guerrearon contra todos: sobre todo, contra los mongoles, sus antagonistas más fieros, en el norte, pero también contra los japoneses, los tibetanos, los manchúes y los vietnamitas. Algunos generales se significaron especialmente por la crudeza de sus tácticas, como Yang Hong, al que las crónicas de la época describen con hígado de hierro y tripas de piedra, y cuyo previsible estreñimiento no le impidió masacrar a los tibetanos o hervir en un perol gigante las cabezas cortadas de sus enemigos mongoles. La exposición, no obstante, no abunda en los aspectos oscuros de los Ming: solo los enuncia. Su atención se dedica, sobre todo, a su sofisticada artesanía y su esplendor cultural: admiramos múltiples ejemplos de la célebre porcelana Ming, con sus dibujos azules sobre fondo blanco; túnicas de seda de 600 años de antigüedad, que se conservan como si se hubieran tejido ayer; piezas de jade labradas -un jade a veces blanco, pero no desteñido, como sugiere Álvaro, sino porque su contenido en hierro, que es el que le da el característico tono verde, es menor- y una orfebrería de oro, de arabescos casi microscópicos, que deja en ridículo a los joyeros occidentales; jarrones cloisonnés pintados con dragones de colores vivísimos; objetos -no patos- laqueados, de aspecto arcilloso y filigranas barrocas; muebles de una taracea infinita -un rococó oriental-, que justifican con creces la expresión de que algo sea un trabajo de chinos; instrumentos musicales y suntuosos juegos de mesa, como el go o el majong, junto a elaboradísimos trabajos caligráficos; y, en fin, monedas que parecen joyas, y hasta dinero de papel: grandes billetes marrones que se imprimieron siglos antes de que los bancos europeos idearan una forma más ágil de esclavizar a la gente y empezaran a emitir los suyos. Pienso en que casi todos esos objetos eran manipulados por los eunucos imperiales, una poderosa casta funcionarial que alcanzó su apogeo, precisamente, en la dinastía Ming, y me sobrecoge esa convivencia de finura y brutalidad, de exquisitez y horror. Cuando en la exposición leemos que la posición de los eunucos Ming era hereditaria, nos preguntamos cómo era eso posible, si eran eunucos. Pero era hereditaria lateralmente: el cargo pasaba a hermanos y sobrinos, si estaban dispuestos a cumplir el requisito esencial para ocuparlo: dejarse rebanar las partes por un cirujano-barbero. Asombrosamente, muchos accedían: el puesto era muy apetitoso, y el poder y la riqueza que proporcionaba les compensaba, al parecer, del trago terrorífico de la emasculación. El capador no se deshacía de los despojos genitales: los guardaba con mucho cuidado, anotando el nombre de su exposeedor y la fecha en que se había hecho con ellos. Sabía que muchos eunucos, si hacían carrera, volverían a por ellos, porque, en un momento determinado de su carrera funcionarial, habían de presentarlos en la corte para garantizarse el ascenso: entonces se los devolvía, previo pago de una importante suma de dinero. Ya se sabe: los cojones siempre han tenido mucho valor, al menos para los hombres, y más en aquellas circunstancias. El barbero hacía, pues, un negocio doble: cobraba al cortarlos y cobraba al devolverlos. Cómo los conservaba, años quizá, en su barbería sin que se corrompieran, no lo sé. Pero no quiero ni imaginarme sus bodegas.
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