El parque de Battersea es un mundo en sí mismo: tiene bares, jardines, campos de fútbol, pistas de tenis, pistas de crocket, un zoo, un puesto de policía, varios de perritos calientes, fuentes monumentales, un lago, dos puentes, un kiosko de música, un gimnasio, un parque infantil, una pagoda, una sala de arte y, desde ayer hasta el próximo domingo, una feria de artes decorativas. No es extraño que algo así se celebre en Battersea: cada cierto tiempo, una feria, muestra o exposición se instala en una nave central, que acoge a los profesionales del ramo y al público interesado. El hombre que controla el acceso -un tipo de media edad, con acento alemán- tiene la amabilidad -quizá porque es alemán- de informarme de que puedo ahorrarme las diez libras de la entrada si me doy de alta en la lista de correo de la página web de la feria: automáticamente recibiré dos billetes gratis, pero me pide que, por favor, no le diga a nadie que me lo ha dicho. Así lo hago y, por la tarde, acudo con Ángeles a la feria. Mi experiencia con las ferias de objetos artísticos o decorativos se limita al Mercantic de Sant Cugat. El Mercantic de San Cugat es un mercado permanente de antigüedades en el que se mezclan los puestos finos con la quincallería de los gitanos. Los primeros están a cubierto, y estos, en los patios, lo que no deja de ser una bonita metáfora social. La feria londinense, en cambio, solo alberga stands sofisticados, más aún, stands estratosféricamente exquisitos. Aquí no solo no hay ningún gitano: no hay ni un solo expositor que no hable el inglés de la Reina, ni una sola zapatilla deportiva, ni una sola camisa fuera del pantalón. Empezamos a deambular por los pasillos, pasmados ante lo que vemos: una colección fastuosa de obras de arte y bienes ornamentales, desde muebles hasta relojes de pared, desde lámparas hasta joyas. En uno de los primeros puestos en los que me fijo, Humbleyard Fine Art, reconozco a un personaje de la televisión: un tasador profesional de uno de los programas de subastas con los que suelo conciliar la siesta. Su puesto, curiosamente, es uno de los más modestos, y él no parece demasiado interesado en trabar contacto con sus colegas: está en un rincón, resolviendo el crucigrama del periódico y tomando una copa de vino, que apoya en una gabinete chippendale de mediados del siglo XVIII. A Ángeles la deslumbran, sobre todo, los muebles y los cuadros. Se queda semiextasiada, por ejemplo, ante un bodegón de Anne Armitage. Cuando lo está mirando, se le acerca el dueño del puesto, que pondera, con voz aterciopelada y el mismo inglés con el que hablaría John Stuart Mill, la textura del lienzo y el exquisito contraste entre el volumen que el color imprime a las figuras y el vacío que las envuelve, o algo así. Yo me fijo en el precio: 3.900 libracas, cerca de 5.000 euros. En realidad, es barato: en otra tienda, unos metros más allá, hay varias pinturas de autores franceses -escenas coloristas de París- que cuestan cerca de 50.000 libras esterlinas. Junto con las piezas que uno espera encontrar en una feria como esta, damos también con objetos curiosos: unos meteoritos, por ejemplo, recogidos en la Pampa argentina. Son muy negros y muy brillantes: tienen una pátina plateada que hace que parezcan envueltos en gasa. También observo muchas cabezas de animales en las mamparas de las tiendas: algunas disecadas, de ciervo o de alce -cuyos belfos cuelgan como cortinillas-, y otras, en los huesos: solo el cráneo y una cornamenta que llena la pared. Me llaman mucho la atención los futbolines: cuento hasta tres en toda la feria. Eso con lo que hemos jugado en los bares y salones recreativos, y que hemos golpeado y maldecido, eso desgastado y con los muelles rotos, eso con unos jugadores pintados de blanco y otro de azulgrana, con los uniformes agrietados, y las gomas comidas, y el campo lleno de migas de quicos y cacahuetes, aquí vale un potosí; y, además, no tiene a los jugadores pintados de blanco y azulgrana: son de madera cruda. Tampoco son futbolines españoles, los inventados por Alejandro Finisterre, que tienen las piernas separadas, sino alemanes, con las piernas unidas en un solo taco, mucho menos aptas para el regate y la filigrana. De hecho, la única contribución española a la feria son los cuadros de toreros: vemos varios, de diferentes estilos y formatos, aunque no pintados por artistas hispanos, sino ingleses, franceses y alemanes. Ángeles cree incluso que la figura estilizada de un óleo es un banderillero, pero se titula "Laocoonte", y resulta extraño para un banderillero; no sé, si fuera Laocoonte de Triana, o el Niño de Laocoonte, quizá, pero así, a palo seco, me suena a griego. Mientras seguimos mirándolo todo con avidez de neófitos o de provincianos, pasan dos empleadas con un carrito de bebidas. Una me adivina sediento, porque me pregunta si quiero tomar algo. Se me plantea la duda de si será gratis -es decir, si estará incluido en el precio de la entrada- o habrá que pagarlo, y, como no quiero parecer paleto preguntándolo, pero tampoco arriesgarme a gastar cinco libras en una botella de agua, opto por responder que no con una sonrisa desenvuelta: con la sonrisa de quien podría tomarse varios whiskies si quisiera, sin reparar en el precio. (Luego miraré con disimulo y comprobaré que las bebidas se pagan: una anciana desenfunda un billete de veinte libras para sufragar un copa de vino. Qué bien he hecho). Lo más interesante de la feria, no obstante, no son las piezas expuestas, sino las piezas que caminan. Al entrar, me he parado un momento para consultar el catálogo y orientarme en el laberinto de stands, y, cuando me he puesto otra vez en movimiento, me he encontrado, justo al lado, a la reencarnación de Margaret Thatcher, vestida de gala, escrutándome con mirada glacial, una mirada que significa: "¿Cómo tú, despreciable individuo en tejanos y con esas horribles sandalias, no te has dado cuenta de que estás interrumpiendo mi paso y el de mi perro?". Porque, en efecto, la acompaña un perro, al que sujeta lejos del cuerpo, para que pueda apreciarse tanto la elegancia de la ama como la del animal, un repugnante Lulú de Pomerania. Me sorprende la ferocidad de su gesto, pero no me dejo amilanar: la miro a mi vez, de arriba a abajo, intentando transmitirle mi desprecio por su sombrerito ridículo, despeñado a un lado del cráneo, y por los tacones de veinteañera rijosa, y por la blancura ininterrumpida de su ser, en la que se conciertan el modelito blanco de moaré y una piel cenicienta, pero vivificada por una cantidad de maquillaje con la que se podría pintar una puerta. La momia de Myfair o de algún pueblo millonario de Surrey desaparece entre los feriantes, pero yo observo a otras, no menos empingorotadas, que los acometen como fruición: una lleva una pamela con el ala levantada por encima de la frente; otra camina como una japonesa, de tan prieta como viste la falda; otra habla como si llevara el timbre de una bicicleta en la garganta. Los hombres no se quedan atrás: la chaqueta a rayas azules y naranjas de uno me da un puñetazo en las pupilas; los bigotes esculpidos con bigudíes de otro compiten arduamente con unas gafas de pasta con todos los colores del arcoíris; y un joven, que se está asestando una copa de vino blanco junto a un puesto en el que se exhiben varios frisos asirios, luce perilla, corbata floreal, tejanos rotos y zapatos como los que calzaba mi padre, de piel, blancos y negros, y con agujeritos y solapas. Al final, tanto estilo me estraga, y los precios son mareantes. Nos retiramos a tomar algo en el bar: té y un trozo de pastel de zanahoria. Antes de irnos, echo un vistazo al único puesto de libros de toda la feria. Son de arte, claro. Ya ha anochecido, y nos dejamos acariciar por el fresco de la tarde. Huele a lluvia. El Támesis fluye despacio, como los pasos que damos para volver a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario