En el Chelsea Embankment hay una estatua de Thomas Carlyle, obra del baronet Joseph Edgar Boehm. Se erigió en 1882, como homenaje al gran hombre recientemente fallecido: en 1881, Carlyle se había despedido de la vida con estas palabras: "¿Así que esto es la muerte? ¡Bien!". La estatua, inicialmente enclavada en una zona despejada del embankment, está ahora rodeada de vegetación, hasta el punto de que, si uno pasea inadvertidamente por entre los árboles, podría chocar con ella. Carlyle está sentado, con un abrigo largo, y mirando a un lado, con expresión entre adusta e inquisitiva. A su espalda se abre Cheyne Row, la calle donde se encuentra la casa en que vivió desde 1834 hasta su fallecimiento, hoy casa-museo gestionada por el National Trust. La figura de Thomas Carlyle suscita alguna melancolía: fue, probablemente, el intelectual más influyente de su tiempo -filósofo, ensayista, historiador, biógrafo y crítico social-, un árbitro de la literatura y el pensamiento, a cuyas obras acudía a beber, con vehemencia, el resto de la grey escritora. Hoy, sin embargo, Carlyle es apenas leído: sus ideas, espesamente arraigadas en el cosmos victoriano, se han enmohecido con rapidez, y aquella dificultad del estilo que denunciaban algunos hombres de su tiempo (los que se atrevían a formular alguna objeción a su reinado literario) se ha convertido en un muro casi infranqueable para el lector actual. Su obra principal, Sartor Resartus: The Life and Opinions of Herr Teufelsdröckh (cuya traducción ya sugiere la dificultad que la preside: El sastre sastreado: vida y opiniones del señor Teufelsdröckh), publicada entre 1833 y 1834, es una parodia de la filosofía de Hegel y, en general, del idealismo alemán, algo a lo que se han entregado con fruición casi todos los pensadores ingleses, pragmáticos por definición. Por otra parte, Carlyle se significó por ser un crítico incansable de la sociedad de su época, lo que le valió una reputación de permanente causticidad, a la que quizá contribuyera la úlcera de estómago que lo atormentaba desde joven. Entre sus críticas, de inspiración romántica, muchas denostaban el desarrollo materialista de la revolución industrial, así como otras pérdidas de un pasado supuestamente feliz, pero otras abundaban en ideas desdichadas, que hoy solo suscitan rechazo, como que no debería haberse abolido la esclavitud, porque imponía orden en la sociedad y obligaba a trabajar a personas que, de otro modo, habrían vivido en la holganza, o, en todo caso, tendría que haberse sustituido por la servidumbre, como en la Edad Media: así lo sostiene en Discurso ocasional sobre la cuestión de los negros, publicado en 1849. No es de extrañar que, siendo esta la sensibilidad de Carlyle, sus obras atrajeran la atención de nada menos que Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, que se sintió fascinado por la biografía de Federico el Grande, escrita por Carlyle. Pero Carlyle escribió muchas otras obras, entre ellas La revolución francesa, en 1837, que conserva todavía un notable interés historiográfico, y, al final de su vida, Recuerdos de mi viaje por Irlanda en 1849, que vio la luz póstumamente, en 1882, y que es, con certeza, su pieza más legible y más cercana a la sensibilidad contemporánea. Ángeles y yo visitamos su casa museo en el número 24 de Cheyne Row. Nos abre la puerta, y nos hace pasar, una señora muy obsequiosa, con esa cortesía histriónica de los ingleses bien educados. Es una jubilada, como todos los que atienden la casa. Nos pregunta si somos miembros del National Trust y, cuando le respondemos que no, se lamenta de tener que cobrarnos: cinco libras y diez peniques por cabeza. Dejamos las bolsas en una consigna improvisada en el vestíbulo: para identificarlas después, el caballero cobrador pone en el asa del bolso de Ángeles una pinza de colgar la ropa, y nos da otra, igual, a nosotros: "ah, la tecnología moderna", suspira. La casa de Carlyle se beneficia del privilegio de haberse conservado casi en el mismo estado en que la dejó su propietario. Es una casa típicamente victoriana: estrecha, oscura, de madera. Cuando Carlyle vivía en ella, Chelsea no era todavía un barrio de Londres, sino un pueblo independiente, con reputación de bohemio: acogía a pintores, escritores y artistas en general, que se beneficiaban de la cercanía a la capital por unos precios aún modestos. Hoy, en cambio, sería imposible vivir aquí sin pagar una fortuna. El estado de conservación de la casa es tan bueno que se han preservado hasta los cristales originales. En uno de ellos, en una ventana de uno de los rellanos de la empinada escalera, Carlyle grabó unos versos, dirigidos a su madre, y allí siguen, arañados en la superficie transparente con la caligrafía abarrocada del escocés. Pero Carlyle's House no es solo un magnífico ejemplo de la arquitectura burguesa decimonónica, sino también un destacado compendio de lo que aquí llaman memorabilia: objetos personales, cartas, libros, ropa, joyas, toda suerte de enseres domésticos y hasta camisones y orinales. Junto a las pertenencias de Carlyle, destacan las de su mujer, Jane Welsh, epistológrafa sobresaliente, e influencia notabilísima en la vida del escritor. Jane destacaba por su fuerte personalidad, aunque no por su belleza: los cuadros que la representan en la casa muestran a una mujer de rasgos desafortunados y rictus posesivo. Su carácter suscitaba opiniones encontradas: había algunos que, como Tennyson o Leigh Hunt, la consideraban una persona fascinante y una escritora de mérito; otros, en cambio, como Samuel Butler, daban gracias a Dios por que se hubiese casado con Carlyle: así solo eran desgraciadas dos personas, y no cuatro. Probablemente Carlyle suscribía esta opinión: su matrimonio estuvo salpicado de discusiones y alejamientos, que sumían a los cónyuges en un estado de profundo abatimiento. Para superar las discrepancias y demostrarse su cariño, se escribían cartas: 9.000 llegaron a intercambiarse marido y mujer. Se comprende que, ocupados como estaban en redactarlas, no les quedara tiempo para hacer el amor: el más autorizado biógrafo de Carlyle, James Anthony Froude, cree que nunca llegaron a consumar el matrimonio: los victorianos eran así, sobre todo si, además de victorianos, eran intelectuales. Una de las más preciadas posesiones de Jane era su perro, Nerón, un chucho razonablemente repugnante, según los retratos de la época, al que le encantaba permanecer en su regazo. En una de las visitas de John Ruskin a la pareja, el crítico, sabedor del cariño que le tenía Jane, ponderó las virtudes del animal: dijo que era un perro perfecto, pero que lo único que no era capaz de decir es qué parte de su cuerpo era la cabeza y qué parte, la cola. Recorremos el parlour de la casa, y el salón principal, en el primer piso, y la biblioteca, y los dormitorios (separados, por supuesto), y el estudio, en el ático. Los muebles son, como casi todo, los que utilizaban Carlyle y Jane. Por todas partes un informante anónimo pero afortunado ha dispuesto hojas con explicaciones, no solo sobre la casa, sino también sobre la vida y obra del escritor, a menudo acompañadas por fotografías: la de Darwin, por ejemplo, sobrecoge: mirando su cara, y su expresión en ella, uno entiende que encontrara vínculos entre los primates y el hombre; Robert Browning, en cambio, tiene un aire alelado. Y es gracioso que Carlyle le reprochara la oscuridad de sus escritos, porque él mismo no era precisamente claro: para leer sus escritos, ya en su época, pero sobre todo hoy, es literalmente necesario tener un diccionario al lado, y ni siquiera eso ayudará, a menudo, porque Carlyle se inventaba sus propias palabras. Acabamos el recorrido con sendas visitas a la cocina, en el sótano (donde hay también una cama, en la que dormía la sirvienta), y al jardín, una franja de vegetación entre casas de ladrillo, hoy húmeda por la lluvia. Cuando salimos, me fijo en un molde de las manos de Carlyle, entrecruzadas: me llaman la atención los dedos finos y las uñas más finas todavía. Manos como de pájaro, pero no de águila, como creyeron que era, sino de garza, de gorrión; manos de una delicadeza aterradora.
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