A mí me gusta usar corbata, pero solo como símbolo de distinción. No mía, desde luego, sino del lugar en el que me encuentro o del acto en el que participo. Cuando trabajaba en la administración, y pese a tener responsabilidades directivas, casi nunca la llevaba, y era uno de los pocos ejecutivos que incumplía el deber de acicalarse para el ejercicio de la profesión. En cambio, me gusta vestirla cuando casi nadie lo hace: en el teatro o en las lecturas de poemas. La corbata tiene una larga historia. Según las fuentes más autorizadas, y aunque hay antecedentes en Egipto y Roma -el focale de los legionarios-, su origen contemporáneo es balcánico: en el siglo XVII, los jinetes croatas vestían unos pañuelos blancos al cuello. Cuando esos regimientos visitaron Francia, aquel aditamento, al que llamaban como a su país, hrvatska, gustó mucho, y los franceses no tardaron en adoptarlo, bautizarlo como croatta y por fin cravate. De hecho, les fue muy útil poco después, cuando la Revolución: funcionó como un semáforo político: los revolucionarios la usaban negra, y los contrarrevolucionarios, blanca. Luego se ha identificado con una prenda burguesa y, en determinados periodos, ha tenido que ocultarse o incluso desterrarse de los guardarropas: en la Segunda República española, por ejemplo, había que evitar el uso de sombreros y corbatas, si uno no quería tener un mal encuentro con los piquetes de milicianos. Hoy, me temo, su desaparición no obedece tanto a prejuicios políticos, aunque estos sigan pesando, como a la relajación general de las costumbres, que favorece la informalidad (o, al menos, otra suerte de formalidad) y el imperio de la autonomía individual. Sin embargo, a mí me sigue pareciendo una prenda enriquecedora, estéticamente persuasiva, y que comunica un reconocimiento singular del entorno en el que se utiliza. Debo parte de este convencimiento a los hábitos de mi padre, entre los que se contaba vestir corbata siempre que asistía a algún noble espectáculo. Cuando iba a alguna velada de pressing catch -aquellos memorables encuentros de forzudos enmascarados en el Paralelo barcelonés- o a las sesiones golfas de El Molino, donde La Maña chorreaba chocarrerías entre el público, no se le ocurría ponérsela: habría sido un insulto para la prenda y para lo que representaba. Pero cuando acudía al estreno de la última obra de Buero Vallejo o cenaba en un music-hall que tuviese por distinguido, la corbata nunca faltaba: era, en su caso, un reflejo del proletariado desclasado, que reconocía en aquella prenda un símbolo de estatus social, al que, con su uso, se hacía la ilusión de pertenecer. Anteayer, en la lectura colectiva en homenaje a Octavio Paz, algo me resultó perturbador: solo yo llevaba corbata. Y no me refiero únicamente a los poetas participantes -dieciséis-, sino a toda la sala: ni una sola de las más de cien o ciento veinte personas del público la vestía. Mi corbata era más que una excepción: era una rareza. Entre los poetas, los de más edad recurrían a la americana para significar su respeto por el acto. Alguno había que llevaba incluso un blazer de botones dorados y corte marinero; pero sin corbata. Otros, en cambio, vestían ajados, como si quisieran transmitir, militantemente, que su respeto por la celebración no dependía de su atuendo ni de su aspecto exterior. Alguno de estos se tomó esa ajadura con mucha seriedad, y portó en la lectura, no solo unos bombachos cantinflescos y una chaqueta descolorida como sus versos, sino hasta unas keds que parecían haber atravesado todos los desiertos del mundo. Los más jóvenes desafiaron abiertamente las convenciones, y se presentaron, con desaliñada alegría, en tejanos, en camisetas con leyendas perrofláuticas, en trapos bastos y despeinados. Entre todos, mi corbata lucía con lacia entereza, como el último superviviente de una saga gloriosa. A la corbata le espera una suerte parecida a la del sombrero: la reserva india de la excentricidad o el folclore. Seguramente, pervivirá algún tiempo todavía: en la administración de justicia, en ciertos escenarios políticos, en la formalidad de los palacios y las galas, y entre los presentadores del telediario, pero su destino es desaparecer. Nada grave, en realidad: todo desaparece, y nosotros seguimos viviendo, hasta que también desaparecemos. Lo mismo le sucederá al libro en papel, pero nosotros continuaremos leyendo. Y yo seguiré poniéndome corbata cuando me parezca que las circunstancias lo requieren, y mientras recuerde cómo se hace el nudo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario