Mi relación con las disciplinas orientales es antigua: se remonta a mi niñez. Mi padre, que era un hombre que creía en los valores de la virilidad, me apuntó a judo en un club -Condal, se llamaba- que estaba cerca de casa, detrás del antiguo matadero de Barcelona. Que el deporte de combate que iba a practicar se desarrollase detrás de un matadero debería haberme hecho pensar, pero yo nunca reparé en aquella funesta asociación, pese a la tenacidad con que se revelaba en el dojo. Creo que, en mi carrera como judoka, nunca derribé a nadie, excepto a un argentino, delgado como un maratoniano, con el que tuve la suerte de cruzarme un día. Aquel hombre quería morir: primero, en su país, había jugado a rugby, y luego, en España, se había enfundado un kimono que le iba varias tallas grande. Yo, tras un sostenido historial de derrotas -alguna ignominiosa, como aquella en que me caí solo tras aplicar una llave de la que mi adversario se apartó: fue ippon-, alcancé un honroso cinturón marrón, a un paso del negro. Nunca intenté alcanzar la categoría superior, por la sencilla razón de que, para hacerlo, ya no bastaba con cumplir los requisitos del escalafón -que, en mi caso, consistían en ser derribado y que pasara el tiempo-, sino que tenía que vencer en una serie de combates. Y, si la sola idea de obtener una segunda victoria (tras aquella, memorable, contra el argentino) se me hacía inverosímil, conseguir cinco seguidas, contra adversarios que medían, por lo bajo, dos metros en todas las direcciones, me resultaba tan inconcebible como que María Dolores de Cospedal articule alguna vez una frase con sujeto, verbo y predicado. Tras el judo -que dejé de practicar (o mejor, que practicaran conmigo) al principio de mi adolescencia, cuando uno ya es capaz de oponerse a los designios de su padre- vino el taichi. Fue muchos años más tarde. Se conoce que me costó tiempo superar la impresión que habían dejado en mi memoria -y mis carnes- las caídas en el tatami. El taichi es kung fu practicado por un oso perezoso. Allí nunca hay prisa, ni golpes, ni peligro de muerte por aplastamiento: todo está reglado, ritualizado, ralentizado. El taichi es otra modalidad de poesía visual, y no me desagradaba practicarlo: además, mola mucho hacerlo en los parques, sobre todo cuando hay chatis mirando. Sin embargo, acabó aburriéndome: sus únicas tres frases -así se llaman las secuencias de movimientos que lo integran- se repiten una y otra vez, sin posibilidad de cambio, salvo que uno quiera adentrarse en el proceloso mundo del taichí con abanicos o, ¡ay!, con espadas. Al cabo de varios meses, ya estaba harto de hacer lo mismo, así que también abandoné. Hasta hoy, en que he descubierto el yoga. Ha sido en Londres, donde, en el gimnasio al que acudo, hay numerosas sesiones semanales. Me lo recomendó otro socio, un guardia civil destinado en la embajada española, mientras pedaleaba desesperadamente a mi lado en una clase de spinning. Ayer fue mi segunda clase. En estos estadios iniciales, lo más llamativo del yoga es que promueve una nueva relación con el cuerpo. De hecho, te descubre músculos que ni siquiera sabía que tuvieras. Nuestra anatomía -o, al menos, la mía- se transforma, con la edad y el sedentarismo, en un burujo indiscernible, en el que todo -vísceras, piel, ligamentos- parece trabado en un mismo grumo de insensiblidad. El yoga deshace parsimoniosamente ese nudo, y uno se da cuenta, como si descubriera una joya olvidada en un cajón, de que tiene músculos sartorios, y músculos escalenos, y hasta conductos parotídeos. Es una revelación gloriosa, pero también dolorosa: cuando la inactividad y la incipiente decrepitud han soldado las partes del cuerpo como láminas de un desagüe, desatarlas -o desatascarlas- no se logra sin aflicción. Uno ve, por ejemplo, que la monitora se tiene sobre una sola pierna como una garza de cuello blanco y levanta la otra por encima de la cintura, y se da cuenta de que alzar la suya veinte centímetros por encima del suelo le va a suponer una sensación próxima al descoyuntamiento, y eso si consigue mantener el equilibrio, en lugar de dar esos ridículos saltitos con los que cree que va a evitar caerse. Los compañeros, si son expertos, tampoco ayudan. El guardia civil, por ejemplo, lleva ya algún tiempo asistiendo a las clases y es capaz de realizar con diligencia la mayoría de los ejercicios. Aún resopla algunas veces -de hecho, le oigo maldecir con acento de Jaén en un par de ocasiones-, pero se maneja con dignidad: hasta es capaz de hacer la posición de la vela, que es como la del pino, pero en sánscrito; y sin tricornio. A mi lado se puso ayer una chica. Me tranquilizó que fuese gorda. Pensé: siendo gorda, lo hará aún peor que yo. Pero la gorda se anudaba y desanudaba con una flexibilidad impropia de su corpulencia: parecía una luchadora de sumo. Me vine abajo, y nunca mejor dicho: estábamos haciendo la posición vrksasana, o del árbol, y me derrumbé. Lo peor, no obstante, no son los anudamientos, las posiciones dinámicas, sino las planchas, o posiciones estáticas. Uno cree que mantener el cuerpo paralelo al suelo, apoyado en los antebrazos, será algo cómodo, más que, digamos, la trikonasana o postura del triángulo, pero enseguida descubre que es mucho peor: el dolor se extiende desde la punta de los codos hasta la punta de los pies, la punta de los pelos y otras puntas que excuso precisar, mientras uno se esfuerza como un supliciado por refrenar el temblor que le causa la tensión en que se encuentra y, en último término, por abandonar oprobiosamente la posición, desplomándose en la colchoneta. Yo acabé desplomándome. El guardia civil y la gorda, en cambio, se mantenían rectos, airosos como pichones. Tras una hora y cuarto de estiramientos, contorsiones y lucha contra el propio cuerpo, llegamos al mejor momento de la sesión: los cinco minutos finales de meditación, aunque confieso que esto de la meditación siempre me ha resultado algo confuso. Para mí, meditar es meditar sobre algo. Sin embargo, para los orientales meditar es no pensar en nada. ¿Cómo se puede reflexionar, que es una actividad positiva, fabril, sobre nada, que es la inactividad absoluta? Supongo que, si supiera hacerlo, ya no haría esta pregunta, y a eso aspiran las filosofías asiáticas: a que anulemos la máquina del pensamiento, tan fútil como, a menudo, dañina. Ya me gustaría a mí: mi cerebro no para: versos, frases, venganzas siempre incumplidas, fantasías eróticas. Acabo tan sucio de ideas como de barro, cuando llueve, que aquí es siempre. Esos cinco minutos últimos son una delicia: estirados en las colchonetas, con los ojos cerrados, sin hacer nada, solo sintiendo la relajación de los músculos, la respiración, la oscuridad. Sintiendo el cuerpo, que es la expresión del yo que tenemos más a mano; sintiendo el yo, torturado pero renacido.
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