Visitamos hoy la feria del libro antiguo de Chelsea: nos han llegado -no recuerdo cómo- un par de entradas gratuitas, y no queremos desaprovechar la ocasión. Si no las tuviéramos, deberíamos pagar 10 libras de vellón por cabeza, un precio que se me antoja excesivo simplemente por pasear y ver. La feria tiene lugar en el viejo ayuntamiento de Chelsea, un imponente edificio neoclásico, en King's Road, que ya no cumple ninguna función administrativa, y al que el consistorio ha decidido sacar partido alquilándolo para banquetes, reuniones y otras celebraciones privadas. La verdad es que el gran salón, donde se ha dispuesto la feria, constituye un marco incomparable: una gran bóveda, columnas de pórfido, lámparas de araña y, sobre todo, un conjunto de frescos multicolores y mitológicos, que se suceden en enormes medallones en las paredes. La exposición es de libros antiguos, no de libros viejos. Es decir, no tiene nada que ver con las librerías de lance o los mercadillos callejeros en los que solemos hurgar los letraheridos, en busca siempre de algún tesoro escondido: aquí todo son tesoros, y todos están descubiertos. Aquí no se acumula el polvo, ni se fuman puros, ni se discute del Barça, ni se insulta a los políticos. Aquí casi todos los libreros llevan corbata y hablan varios idiomas. La mayoría, seguramente, son licenciados por Oxford o por cualquier otra universidad que tenga, por lo menos, cinco siglos de antigüedad. Los librovejeros españoles huelen a panceta rancia, se tiran pedos y su conocimiento de la literatura es nulo: su capacidad profesional se reduce a la aptitud para detectar primeras ediciones con las que puedan esquilmar a los compradores. De hecho, en el primer puesto en el que Ángeles y yo nos paramos, el dueño, al oírnos hablar en castellano, se dirige a nosotros también en un castellano muy fluido. Él es judío y francés, pero de primera generación, especifica: sus padres son turco y griega, y sus antepasados, sefardíes. Luce quevedos, una barba esmerada y una chaqueta de tweed, viene de Versalles y nos pondera un volumen en español publicado en el siglo XVII por la imprenta mexicana de Bernardo de Calderón, "un apellido muy judío". De hecho, ese libro será de lo poco español que veamos esta tarde. Puestos no hay ninguno: además de muchos ingleses, vemos irlandeses, alemanes, franceses e italianos (especializados en libros manuscritos, pero entre los cuales se han colado, extrañamente, varias obras contemporáneas con desnudos femeninos), pero ningún representante hispano. O no hay, o viajar a Londres no les compensa. Yo creo que no hay. En cuanto a los libros, advertimos, no sin desánimo, que su representación recae mayoritariamente en los stands franceses, sobre todo en los especializados en arte: allí vemos varios volúmenes de Picasso, Miró y Dalí (en uno de cuyos grabados los pechos de una mujer se alargan en caracoles). Ya se sabe que los franceses tienen una habilidad especial para apropiarse de lo foráneo. En alguno de sus diccionarios, por ejemplo, Picasso aparece como "pintor francés de origen español". Aparte de a nuestros reputados artistas contemporáneos, apenas reconocemos un tratado militar de los jesuitas (que sin duda creían en lo de a Dios rogando y con el mazo dando), un Quijote de 1866 y una edición moderna del Libro de los estados, de don Juan Manuel. Y aunque no es, obviamente, un autor español, asimilo por analogía a nuestra literatura una traducción de Cien años de soledad, cuyo memorable principio me entretengo en saborear en inglés: Many years later, as he faced the firing squad, Colonel Aureliano Buendía was to remember that distant afternoon when his father took him to discover ice... Hay algunos libros más sobre España, como una primera edición de Letters Concerning the Spanish Nation: Written at Madrid during the Years 1760 and 1761 ("Cartas sobre la nación española: escritas en Madrid en los años 1760 y 1761"), del reverendo Edward Clarke, o Under fire in Spain ("Bajo el fuego en España"), un relato ambientado en la Guerra Civil española del que es autor Percy F. Westerman, un popularísimo autor de libros para niños y jóvenes que no dejó escapar la ocasión del conflicto fratricida para añadir otro título a una lista en la que, a su muerte, se contaban 178 obras. En cualquier caso, los precios son prohibitivos. Una sencilla primera edición de Philip Larkin vale 100 libras; otra de Ted Hughes -de El cuervo, por ejemplo-, 250; El viejo y el mar se cotiza a 750; On the road, a 875; Adiós a todo eso, de Robert Graves, el autor anglo-mallorquín, en cuya cubierta aparece su rostro de joven, irreconocible para los que siempre lo hemos identificado con el canoso sabio que escribió Yo, Claudio o Los mitos griegos, cuesta 900 libras; la primera edición en Gran Bretaña de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, el libro de Phillip K. Dick en el que se basa la mítica Blade Runner, 950 libras; y, en fin, una primera edición del Ulises, de cubiertas despobladas, delicadamente azules, protegida por unos cristales blindados que resistirían el impacto de un proyectil antitanque, 300.000 libras. Yo me intereso especialmente por A praise of wine ("Alabanza del vino"), un cuaderno publicado por el poeta y narrador Hilaire Belloc, tan elogiado por Borges, y dedicado a un amigo, Duff Cooper: Belloc, como haría entre nosotros después Francisco Pino, imprimía lo que pensaba regalar, y estas colecciones de risueñas plaquettes poéticas tienen un encanto indudable. Pero, de nuevo, el precio se interpone entre el libro y yo como un muro: el opúsculo vale 1250 libras esterlinas, y, lógicamente, desisto. Con estos precios, pues, no es extraño que, a la salida, algunos de los muchos vigilantes de seguridad que hacen que esto parezca Fort Knox, registren cuidadosamente los bolsos de las señoras y las bolsas de plástico en las que, a falta de otras cosas, los señores hemos acumulado puntos de libro y folletos informativos. La bibliocleptomanía es combatida en este país con rigor calvinista. Y robar algo de esta feria es tan difícil, y tan sancionado, como sustraer una joya de la colección de la reina. Dejamos la feria y nos vamos a cenar a The Pheasantry, a unos pocos centenares de metros del viejo ayuntamiento, donde cada semana programan una actuación musical. El local se encuentra en el edificio donde vivió y enseñó la bailarina princesa Serafina Astafieva, a la que cita T. S. Eliot, bajo el apelativo de "Grishkin", en el poema "Susurros de inmortalidad". Hoy actúa el fabuloso -así lo presentan en el teatro- Dominic Alldis, a quien no he tenido nunca el gusto de escuchar, pero que se desempeña con gran profesionalidad, aunque sin mucha voz. Lo acompañan un trompeta, un bajo y un batería, que araña los parches con esas baquetas que son rastrillos y que parece sumirse, al hacerlo, en una insondable meditación existencial. Mientras Ángeles y yo damos cuenta de sendas ensaladas y un buen chardonnay italiano, Alldis y sus secuaces desgranan temas de Nat King Cole, de la Bossa Nova y hasta de Charles Chaplin, una de las principales exportaciones de la Gran Bretaña a sus antiguas colonias norteamericanas. En el intermedio, el propio Alldis vendrá a saludarnos, como a todos los comensales, y a intercambiar, muy británicamente, algunas ingeniosidades. Nos acabamos con placer el chardonnay, pero yo sigo pensado en ese otro vino, el de Belloc, que me habría tomado con más gusto aún que este.
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