viernes, 7 de noviembre de 2014

Suspiros de España

De vuelta en Inglaterra, me siguen bailando en la cabeza algunas imágenes, algunos recuerdos. Predominan los buenos, naturalmente, pero no todos lo son. Por ejemplo, poco antes de regresar a Londres, vi en un telediario la noticia de que el sindicato Manos Limpias había grabado, ya en 2008 o 2009, a un empresario madrileño que relataba las andanzas corruptas de Francisco Granados y sus compinches. Me fascinó el tono de su voz y su lenguaje. De hecho, siempre es eso lo segundo en lo que me fijo de las personas: lo primero es, inevitablemente, su cara, sus gestos, su aspecto físico. En este caso, apenas había nada de esto: solo un par de inexpresivas fotografías del interfecto que se repetían constantemente durante la emisión de la noticia. Su habla, pues, lo ocupaba todo. Y era un habla infecta: la voz, arrastrada, cazallosa, una voz esculpida, y escupida, en los salones de los prostíbulos, en los locales de copas, en rutilantes despachos cuya rutilar ocultaba la sordidez y el engaño; y lo que decía era asimismo la supuración de un espíritu enfermo y de una astucia, que no inteligencia, limitada a la consecución del beneficio, a costa de lo que fuese. El empresario relataba cómo los favores otorgados por los munícipes podridos se pagaban, no solo con dinero, sino con cualquier otra cosa que consideraran placentera: viajes, cacerías, putas. Y lo decía así, subrayando las sílabas de algunas palabras: pu-tas. Uno se imagina a aquel hombre, que entonces se confesaba a un sindicato destroyer, negociando favores con otros empresarios o con concejales y alcaldes en la penumbra de un burdel, mientras todos hacen tintinear los cubitos de hielo del gintónic en el vaso de tubo y sendas dominicanas se las chupan; o comiendo rodaballo en un restaurante de lujo con otros agentes del mal, con gran despliegue de corbatas de seda, chistes misóginos, risotadas cómplices y anillos de sello en el dedo corazón. Pues bien: ese era el tipo de individuo con el que los administradores locales contrataban, el empresario -o emprendedor, como se dice ahora, por alguna misteriosa razón- que había de satisfacer, con su iniciativa privada, el interés público. Y yo me pregunto: ¿nadie veía, antes de que se aviniera a participar en la trama corrupta de los municipios granadosos, que alguien que hablaba como hablaba, y decía lo que decía, y se comportaba como se comportaba, no podía ser trigo limpio? El propio Francisco Granados, vicepresidente de la Comunidad de Madrid durante el mandato de Esperanza Aguirre, alcalde y senador, y último incorporado, por ahora, a esa Santa Compaña de políticos, banqueros, empresarios y sindicalistas corrompidos que recorre lastimosamente el país, era un personaje muy poco prometedor. Yo lo veía a veces por televisión, primero como político en activo y luego como contertulio -o tertuliano, como se dice ahora, por alguna misteriosa razón- en los canales de la ultraderecha, y me maravillaba la cochambre de su discurso, por llamarlo de alguna forma. Pero no solo la torpeza y obscenidad de sus asertos, trufados con los tópicos del liberalismo más inicuo, sino también, y hasta sobre todo, la chulería que desplegaba, aquel timbre entre sarcástico y despectivo, de hombre acostumbrado a que sus gracias se riesen y sus órdenes se obedeciesen siempre, con el que envolvía sus ventosidades. Al grumo elocutivo, que es siempre un grumo de pensamiento, sumaba Granados el aspecto de uno de esos prohombres de la derecha que ha subido, desde un modesto hogar conservador, rodeado de vírgenes y guardias civiles, pasando por las escuelas de negocios preceptivas -donde se habilita a los jóvenes cachorros para el triunfo, aunque no se les transfiera el menor conocimiento-, hasta las más altas cotas del éxito empresarial o político. El elegido por Espe lucía siempre corbatas de nudo grueso, caracolillos abrillantinados, relojes de oro del tamaño de Liechstenstein (esos cuya presencia dice ahora Espe, esperpénticamente, que le sirven para detectar a quien se haya enriquecido con malas artes, pero que no le fueron útiles para detectar al propio Granados durante tantos años de mandato) y, sobre todo, esas pulseritas de cuero o ropa, a veces decoradas con los colores de la bandera española, que denotan que, pese a ser altos representantes públicos, con la prosopopeya que eso impone, conservan la modernez, el espíritu juvenil y sensible a los tiempos que requiere nuestra sociedad. Yo he llegado a la conclusión de que quien viste esas pulseritas no es agua clara. Si hasta Aznar lleva varias. Las formas no son secundarias ni prescindibles: por el contrario, revelan lo que somos. Y las formas en un personaje público resultan aún más elocuentes. La pomposidad de la presencia suele traslucir la inanidad de la razón; la necesidad de imponerla aparatosamente evidencia la oquedad o la tiniebla que pretende ocultar. Cuando veía a Granados, siempre me preguntaba lo mismo que con el empresario que lo había delatado: ¿cómo es posible que nadie haya visto que alguien así era una desgracia para la sociedad española? ¿Cómo se explica que su lenguaje mugriento pero enjoyado con baratijas de argumentario neoliberal, que sus dicterios impetuosos, que su jactancia de triunfador y sabelotodo, no haya despertado sospechas entre la gente y, en particular, entre quienes lo han nombrado para ocupar los cargos que ha ocupado? ¿Cómo pueden haberle votado tantos conciudadanos tantas veces, a pesar de su gomina, sus trajes caros pero inelegantes y, ay, esas repugnantes pulseras de cuyos nudos sobresalen siempre los rabitos?

1 comentario:

  1. Los políticos , todos los que han gobernado hasta ahora , han caído muy bajo , más de lo esperado y en un corporativismo de vergüenza . Por lo de las pulseras , jo ! yo las llevo , con sus rabitos correspondientes , son inevitables,pero no tienen la banderita española , ninguna .Un saludo.

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