Esta entrada no será larga. Dice el periodista y escritor húngaro Georges Mikes en Cómo ser un extraterrestre, publicado en 1946: "La gente del continente tiene vida sexual; los ingleses tienen bolsas de agua caliente". Lo clava. Yo conservo una serie de recuerdos, a lo largo de mi vida, en relación con esa misma cuestión, la vida -o más bien la muerte- sexual de los ingleses, aunque no he podido darles un significado coherente hasta que me he establecido en su país. Me acuerdo, por ejemplo, de aquella magnífica serie británica de televisión de los 70 -que yo veía aún en blanco y negro-, Los Roper, en la que la esposa, Mildred, se quejaba constantemente de que George, su marido, nunca tuviese ganas de darse (y darle) una alegría en la cama. George, en efecto, se escaqueaba todo lo que podía con las más inverosímiles excusas. (La serie duró hasta que la actriz que interpretaba a Mildred, Yootha Joyce, nacida, por cierto, en el mismo barrio en el que ahora vivo, Wandsworth, se murió de una borrachera: llevaba diez años asestándose media botella de brandy al día, sin que sus compañeros de trabajo lo supieran, tal era su profesionalidad; pero en 1980 su hígado dijo basta, y se quedó tiesa). Después, en una de las mejores películas de Monty Python, otro de los clásicos del humor inglés, El sentido de la vida, uno de los sketches abunda en la escasez de la actividad carnal de los britones y, de paso, le suelta una pulla genial a su acrisolada hipocresía. Es aquel en el que una familia católica tiene doscientos hijos (el gag empieza con una imagen de la madre, rodeada de churumbeles, que friega los platos y, mientras lo hace, pare un crío, que cae al suelo) y, en la casa de enfrente, una pareja de provectos anglicanos critica aquella impúdica proliferación de vástagos, que implica una previa e imprescindible proliferación de coyundas, sin precaución alguna. En realidad, solo la critica el marido, mientras lee el Times en una mesa camilla junto a la ventana. La mujer, con ojos soñadores, quiere saber más bien por qué ellos no pueden imitar a sus vecinos, aunque sea un poquito. El marido responde, con indignado automatismo, que por supuesto que podrían, si quisieran, pero no quieren: ellos son libres, dice, para copular cuanto sea necesario, pero han decidido hacerlo lo justo: dos veces, de las que han resultado dos hijos. Además, si lo hicieran, sería con las debidas precauciones, no como los católicos, que chingan como roedores y, desprotegidos por mandato papal (Every sperm is sacred / Every sperm is great / If a sperm is wasted / God gets quite irate), alumbran hijos con abominable perseverancia. Mi admirado Jeremy Paxman recoge en Los ingleses, el libro en el que define el carácter y la cultura de este pueblo singular, esta parquedad sexual, y la considera un rasgo definitorio de su nacionalidad. De hecho, confiesa no saber cómo se reproducen sus compatriotas. Según las últimas estadísticas, configuradas con una amplia muestra de personas de 26 países diferentes, quienes mantienen relaciones sexuales con más frecuencia son los griegos -el 87% de la población lo hace al menos una vez a la semana-, lo que parece indicar que la gente tiende a buscar compensaciones asequibles y baratas a la crisis, y que, cuanta más crisis, más compensaciones; y, tras ellos, por orden de fogosidad, aparecen los brasileños -lo que tampoco sorprende-, los rusos y los chinos (los españoles ocupamos un honroso octavo lugar, empatados con los suizos, y somos, además, los que nos mostramos más satisfechos con nuestra vida sexual). Ocupan el furgón de cola de clasificación japoneses, norteamericanos, nigerianos y británicos. Entre estos, solo el 55% de la población mantiene algún tipo de contacto sexual a la semana, un porcentaje que no deja de menguar con los años. Además, son los que menos cómodos se encuentran hablando de su vida sexual con sus parejas de cama: lo hacen menos de la mitad. Por si fuera poco, la actividad sexual nunca aparece en los primeros lugares de los intereses de los británicos, que prefieren, con mucho, irse a tomar pintas al pub, salir de compras o viajar a Fuengirola (incluso, si es posible, las tres cosas a la vez), a encamarse (y encarnarse) con sus semejantes. Yo lo he comprobado: contar chistes verdes tiene poco éxito en una reunión social, es más, probablemente te labre una mala reputación. Sonríen, sí, por educación, para no dejarte a solas con la tontería que has contado, pero las carcajadas están prohibidas. Y cambian enseguida de conversación. El clima, desde luego, tampoco ayuda a enardecer los ánimos, pero tengo para mí que este desinterés por uno de los aspectos más agradables de la existencia es, ante todo, cultural. Hay algo en el ambiente que proscribe el fasto carnal. Es como un manto de indiferencia, de distancia, de frialdad, que ningún edredón o excitación sensorial parece capaz de quebrantar. Los ingleses, sí, llegan a Lloret de Mar, o a Magaluf, o a Marbella, y se despendolan: berrean como ñus y desenfundan a la mínima lo que escondan entre las piernas, pero eso no significa que tengan vida sexual: significa, precisamente, lo contrario: que carecen de ella. Darse, rozarse, comunicarse, no está bien visto en la cultura anglosajona: es incómodo y vulgar, y, sobre todo, obliga a un intercambio que desafía al yo, que lo saca del espacio diminuto y sosegado en el que vive, dedicado a trabajar con eficacia y a respetar las normas. Y uno, aunque provenga de otro mundo cultural y sexual, aunque no quiera, se ve impregnado, ay, por esa gelidez. Me temo que si me hubiesen preguntado en esa encuesta sobre hábitos sexuales, mis respuestas habrían sido las de un inglés de toda la vida. O peor.
Hay muchos que se comen una y cuentan veinte , como en el parchís . Las encuestas no son muy fiables . En cuanto a los ingleses , no sé .., los tópicos no me gustan. Salud.
ResponderEliminar¡Ja, ja, ja!
ResponderEliminar