El Parlamento británico, situado en el Palacio de Westminster, es uno de los principales iconos de Londres y de todo el país, y hoy hemos pensado que, después del tiempo que llevamos viviendo aquí, aún no lo habíamos visitado. Es una turistada, sin duda, y una turistada cara -25 libras de vellón por cabeza, si la visita es guiada; si no, solo 18-, pero las turistadas, a veces, son necesarias, y hasta interesantes. Nos dirigimos, pues, a la Portculis House, adyacente al palacio, para comprar las entradas. El nombre del lugar nos inquieta, y con razón: anuncia cómo nos vamos a sentir cuando nos enteremos de lo que cuestan. Otros factores convierten el trámite, no en la puerta del cielo, sino más bien en la del infierno: las multitudes que abarrotan las calles hacen que tardemos casi media hora en conseguir algo para lo que, en cualquier otro lugar del mundo, solo necesitaríamos cinco minutos; y entre la muchedumbre distinguimos a varios friquis cristianos ofreciendo, con sonriente estoicismo, panfletos edificantes, como uno titulado Is Satan real? (y yo pienso que sí: se me ocurren unos cuantos directores de banco y algún que otro editor de poesía que lo son) u otro, Awake!, dedicado monográficamente a una enjundiosa cuestión: What is true success? ("¡Despierta! ¿En qué consiste el éxito verdadero?"). Con la preciada posesión de los tiques en la mano, nos dirigimos a la entrada del público, donde se nos somete a un control de acceso como en los aeropuertos: hasta los cinturones nos hemos de quitar, con lo que, de nuevo, experimento esa maravillosa sensación que infunde caminar sujetándose los pantalones para que no se caigan, una actividad que subraya como pocas nuestra dignidad y nuestro natural donaire. Y, cuando ya he pasado el arco detector de metales y creo que todo se ha superado sin incidentes, observo a un guardia, del batallón que controla el paso, que me hace un gesto hacia la entrepierna. Caramba, pienso, tras la portculis, un vigilante amoroso: el parlamento británico me está deparando sorpresas insospechadas. Pero no: la razón de su gesto es la misericordia: llevo la bragueta bajada. Reparado el despiste, accedemos al Salón de Westminster, el punto de partida de todas las visitas del Parlamento, y una de las pocas dependencias del parlamento antiguo que sobrevivió al devastador incendio de 1834, tras el cual se edificó el actual. Como las visitas guiadas en inglés ya estaban completas, nos hemos apuntado a una en español, para la que nos hemos reunido siete compatriotas y un brasileño (el brasileño no es que ame España: es que no hay visitas en portugués, y se ha sumado a lo que le queda más cerca). Nuestro guía es Alan, un escocés que ha vivido muchos años en la Argentina, y que maneja un castellano plagado de anglicismos y argentinismos. Por otra parte, su estancia en el país austral no ha fortalecido su capacidad de síntesis, como demuestra la duración de la visita, que es, oficialmente, de una hora y cuarenta minutos, pero que Alan extiende hasta las dos horas. "Creo que he hablado demasiado", dirá al final, algo compungido. Sí, lo ha hecho, pero no nos ha importado, aunque los pies nos dolieran terriblemente. El Palacio de Westminster, construido en estilo neogótico por Charles Barry y decorado por Augustus Pugin entre 1840 y 1870, es lo que siempre hemos visto en las películas y las noticias de televisión, pero multiplicado por diez: todo es mucho más barroco y fastuoso, aunque no necesariamente más grande. La Cámara de los Comunes, en particular, es de una pequeñez y una modestia pasmosas. Los bancos -verdes: el color de los diputados electos- no desentonarían en un colegio mayor, y la decoración apenas existe. Lo llamativo del lugar es su disposición, digamos, íntima, con los escaños de gobierno y oposición enfrentados, a pocos metros de distancia. No obstante, unas líneas rojas delimitan el espacio en el que los diputados deben mantenerse para discutir, como las áreas técnicas de los campos de fútbol, no sea que, llevados por el entusiasmo dialéctico, decidan discutirles la cara a los diputados contrarios. Si algún honorable representante pisa siquiera, y no digamos si cruza, la línea roja, el speaker de la cámara le reconvendrá con esta admonición insuperablemente sintética: toe the line (cuya más estricta correspondencia en castellano sería: "la punta de los pies, tras la línea"). Alan nos ilustra sobre el espíritu tradicionalista de los ingleses, que nosotros conocemos bien. Así, los diputados, cuando se incorporan a la cámara, hacen una genuflexión, como si entraran en una iglesia. Pero eso no es porque demuestren su respeto por la democracia, o por la grandeza del lugar, o por cualquier otro alto motivo político, sino porque en ese lugar hubo, durante muchos siglos, antes de que se construyera este espacio, una capilla. La capilla desapareció hace centurias, pero no la costumbre de inclinarse al entrar. Las tradiciones se amontonan aquí: adelantándose varios siglos a su tiempo, fumar está prohibido desde el siglo XVII, aunque, para sosegar las necesidades nicotínicas de los diputados, se les ha permitido -y se les sigue permitiendo- tomar rapé; tampoco está permitido comer ni beber, con la excepción del Ministro de Hacienda, que puede tomarse una copa en la presentación del presupuesto, supongo que para hacer más llevadero el angustioso momento; y está igualmente prohibido llevar las manos en los bolsillos, una grosería que se considera indeciblemente plebeya. Pero las costumbres más significativas se refieren a la propia práctica parlamentaria: por ejemplo, no se permite leer los discursos, aunque sí se pueden utilizar notas. En España, tras los grandes parlamentarios históricos, como Emilio Castelar o Manuel Azaña (y cuyo último representante, mal que me pese, ha sido Manuel Fraga Iribarne), ya nadie articula discursos: los padres de la patria se limitan a leer escolarmente los folios escritos por otros, asesores con no muchas más luces que ellos. Leer un discurso es un demérito intelectual y un insulto para la audiencia: los ingleses lo saben bien. Tampoco se permite leer periódicos ni consultar dispositivos electrónicos: los debates están para debatir, no para enterarse de qué ha hecho el Barça en la jornada del domingo ni mucho menos, como ha sucedido varias veces en España, para jugar al scrabble con otros diputados tan ociosos como ellos. No leer los periódicos ni consultar pantallas es una forma, y no la menor, de respetar a los ciudadanos que los han elegido y les pagan los sueldos, y, en definitiva, de honrar la democracia. Y, en fin, tampoco se consiente aplaudir, salvo excepciones ceremoniales. Los aplausos, en el parlamento español, son otra arma dialéctica, pero chabacana e irracional: un estruendo con el que le atizas al enemigo en la chola. Aquí todo se ampara en la actitud y la razón de la palabra, sin vocinglería, sin desatención, sin jactancia. Lo cual no significa que los debates carezcan de intensidad; todo lo contrario: rozan el ensañamiento, pero sin la ordinariez hispana y, sobre todo, sin su rusticidad. Aquí se han producido situaciones tan maravillosas como aquella en la que una diputada le espetó a Winston Churchill: "Señor Churchill, si yo fuera su mujer, le pondría veneno en el té"; a lo que Churchill respondió: "Señora, si usted fuera mi mujer, me lo tomaría". La Cámara de los Comunes es el espacio más importante, pero también -y quizá por eso- el más humilde. Su humildad proviene de otra tragedia que afectó al palacio: los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial, varios de los cuales impactaron directamente en Westminster y destruyeron las salas reconstruidas tras el incendio de 1834. Siguiendo el reconocido espíritu tradicionalista británico, Churchill impuso que la recuperación de los espacios destruidos no los ampliara ni engrandeciera, y, así, mientras el país iba creciendo en riqueza y población -y, por lo tanto, también el número de diputados-, la Cámara de los Comunes seguía siendo un hall pequeño, incapaz ya de acoger a tantos parlamentarios. Actualmente, hay 650, pero la Cámara solo tiene 427 asientos, y ninguno reservado, salvo los del gobierno. Allí se sienta, pues, el primero que llega, y los que lo hacen tarde han de seguir los debates de pie: me recuerda a mis clases de Derecho. La Cámara de los Lores, por el contrario -cuyo color es el rojo- rezuma lujo: frescos, ricas pinturas murales, lámparas de araña, maderas nobles, y no digamos los lugares reservados a la reina: en el trono, por ejemplo, cubierto de muchos kilos de pan de oro, podría alojarse toda la población de San Marino. Pero las curiosidades históricas no dejan de acumularse: delante del trono hay un gran saco de lana. En él se sentaba tradicionalmente el presidente de la Cámara, porque las normas establecían que debía hacerlo "sobre la riqueza de la nación", y la riqueza de Inglaterra -piratería y tráfico de esclavos aparte- siempre fueron las ovejas y sus pieles. De las más de 1100 habitaciones del Palacio de Westminster, los turistas apenas vemos unas pocas, algunas de las cuales, además, están en obras. Alan nos pasea por la Sala Ceremonial de la Reina, la Galería Real, la Cámara del Príncipe, el vestíbulo central y el vestíbulo de los miembros del parlamento, en el cual me espanta una enorme estatua de Margaret Thatcher, que parece que vaya a saltar a la vida, por Dios bendito, y que comparte el lugar con Churchill, con gesto de bulldog, Clement Atlee y David Lloyd-George. En la Cámara del Príncipe hemos observado, entre otros próceres ingleses, un óleo de Felipe II, rey de España, archienemigo de las Islas y promotor de la Invencible. La razón de que esté allí es sencilla: fue rey de Inglaterra e Irlanda jure uxoris, por su matrimonio con María Tudor, entre 1554 y 1558. Por una de esas paradojas de la historia, muy cerca de su retrato hay un gran cuadro con una escena de la destrucción de la Armada (aunque, en realidad, la Armada no fue destruida por los ingleses, sino por las tormentas). No será este el único recordatorio que habremos de sufrir los visitantes españoles de nuestros desastres marítimos con los hijos de Albión: en la sala contigua, un enorme aunque oscuro fresco recuerda la muerte gloriosa de Nelson en Trafalgar. Por lo demás, acabamos borrachos de leones, arpas, mármoles, columnas, artesonados, estucos, bustos, papeles pintados con motivos florales, moquetas, estatuas y retratos de la reina Victoria (que aparece guapísima en casi todos, pero que era horrible), documentos valiosos, vidrieras, arcos de ojiva, banderas, policías y, sobre todo, turistas. Cuando acabamos, estamos agotados: apenas nos hemos sentado durante todo el recorrido. Al salir, aún nos queda comprobar otra rareza de los ingleses, como muchas de las que hemos visto en el palacio de Westminster: en el autobús en el que volvemos a casa, hay sentados tres jóvenes en calzoncillos. Llueve y hace frío, pero allí están, muy serios, muy derechamente sentados, en calzoncillos.
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