Así se titula esta magnífica edición de papeles mínimos, la editorial madrileña, y pocas veces un título describe con tanta fidelidad el contenido de un libro: 50 escritores se han reunido para hablar de otros 50 escritores. La selección, a cargo de la editorial, que dirige Imanol Bértolo, es consciente, y así lo hace constar en una nota introductoria, de que podía haberse decantado por otros autores o ampliado la nómina: 50 es un número tan arbitrario como cualquier otro. Sin embargo, todos los homenajeados —ya fallecidos— forman parte del canon de la literatura occidental: todos representan lo mejor de la literatura contemporánea universal: desde Rulfo a Pasolini; desde Chéjov a Cunqueiro; desde Austen a Woolf; y se agradece, precisamente, que haya muchas más mujeres entre las elegidas de lo que es habitual: Chacel, Dinesen, Ginzburg, Laforet, Martín Gaite, McCullers, O'Connor. También otros habrían podido ser los comentaristas, claro está. Pero me alegro de que sean los que son, diversos en edades, gustos, estilos y sexos. Y celebro, asimismo, encontrar a no pocos amigos: José Luis Cancho, que sorprende con un texto crítico con su escritor, Gabriel García Márquez, cuyas novelas reconoce no haber podido terminar nunca: "demasiada prosa-selva", dice; Sergio Gaspar, que recuerda a Carmen Laforet, nacida en una casa de la calle Aribau, de Barcelona, pero que hizo decir a Andrea, la protagonista de Nada: "De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada (...) la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí"; Tomás Sánchez Santiago, que aporta una reflexión honda, casi filosófica, sobre el portugués Miguel Torga (del que ayer leía cosas también dichas sobre él por otro excelente escritor, Basilio Sánchez, médico y poeta como Torga); Mercedes Cebrián, que sitúa a Virginia Woolf, ucrónicamente, en el Londres del s. XXI: "¿Virginia, que declaró en uno de sus escritos autobiográficos no saber situar Guatemala en el mapa, cenando en un mexicano de Brixton? ¿Virginia en el mercadillo dominical de Brick Lane, hurgando entre prendas con estampados de los sesenta, ella, que detestaba comprar atuendos y que, por no hacerse con un par de ligas, renunció a tomar el té con Paul Valéry en casa de Sibyl Colefax?"; Carlos Jiménez Arribas, que describe con pictórico vigor el Lübeck de Thomas Mann; José María Cumbreño, que contribuye con un poema sobre el contradictorio Pessoa, aquel autor que "jamás salió de Lisboa. Aunque varias veces llegó al fin del mundo. Y regresó"; Miguel Casado, que evoca sus sensaciones al visitar la casa de Lu Xun en Pekín y leer los textos del antiguo letrado, "saturados de malestar, de una ansiedad casi beckettiana, un mundo donde no se puede vivir. El ahogo es la gente..."; y otros más —Juan Andrés García Román, Kirmen Uribe, José Luis Morante, Juan Marqués, Óscar Esquivias, Angélica Tanarro, Carlos Pardo, Ignacio Escuín...—, que se suman a una relación muy representativa asimismo de la pluralidad de la literatura española actual. Todos los textos son breves: textículos, en realidad, que no superan la página de extensión. Y todos acompañan a —o van acompañados por— los dibujos de César Fernández Arias, de una sencillez llena de ingenio y significado. 50 escritores es una antología radicalmente subjetiva de la literatura mundial. Pero es que no hay, no puede haber, antologías objetivas. El mérito de esta selección es, precisamente, su subjetividad —y su radicalidad—. Lo que yo quiero en un compendio, como en la gente, es saborear la personalidad que lo define, aunque sea tan plural como la de este; lo que me gusta es que tenga un color singular, un aroma especial, incluso unas rarezas y unos errores propios. Las antologías solo tienen sentido —solo enriquecen el panorama— si se dotan de un sesgo particular, si incluyen a gente que nosotros no incluiríamos jamás, si hacen descubrimientos inverosímiles o cometen errores asimismo inverosímiles. 50 escritores es respetuoso con la tradición, pero su aproximación a los autores es intensamente antiacadémica, propia de escritores que bregan cada día con la creación y con la crítica. Los textos están vivos, y eso hace que aquellos de quienes hablan también lo estén. Un ángulo de visión, una escena, un detalle, una idea: eso basta para engrandecer lo mirado. Estos textículos son pequeñas lupas de muchos aumentos y, en no pocos casos, de muchos quilates.
Este es el que yo he aportado, sobre Marcel Proust:
Marcel Proust solo hizo dos cosas en la vida: recorrer los salones de París y escribir En busca del tiempo perdido. Su libro se compone de siete volúmenes y miles de páginas. Acaba cuando el narrador, tras referirnos el laberinto de sus afectos, llega a la conclusión de que, si dispusiera de tiempo, nos referiría el laberinto de sus afectos; de que, si pudiese realizar su obra, nos contaría el discurrir de tantos años, entre los que se dispondrían los hombres como seres monstruosos, como gigantes sumergidos, limítrofes simultáneamente con épocas distantes. Proust, asmático, insomne, murió en el dormitorio de su casa en el número 44 de la rue de l’Amiral-Hamelin, del que ya no salía, envuelto en abrigos y mantas, entre sahumerios que aliviaban la escocedura letal de sus pulmones. Las cortinas estaban siempre corridas y las paredes, forradas con planchas de corcho, para insonorizar el cuarto y que Marcel pudiera descansar. Lo atendía Céleste, la criada, que le servía infusiones y le proporcionaba el recado de escribir que no dejaba de reclamar. Proust escribía, con caligrafía microscópica, en resmas que pegaba unas a otras, en ampliaciones constantes, telescópicas, desesperadas, porque sabía que su muerte era inminente, y no quería que ninguna palabra se quedara por decir, aunque todas las palabras se queden siempre por decir. Proust se murió escribiendo para no morir; se murió escribiendo contra la muerte.
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