Lo confieso: tengo una bandera confederada en casa. Más aún: está colgada en una pared, al lado de otra, estadounidense. En realidad, quien las tiene colgadas es mi hijo, pero no puedo ni quiero eludir mi responsabilidad: las banderas son mías. Me las regalaron mis amigos americanos cuando viví en Atlanta, hace ya muchos años. Si Álvaro las ha desplegado ahora en su cuarto es porque son un poco friquis, sobre todo la confederada (el friquismo ejerce una atracción irresistible en los adolescentes), y porque dan mucho color a una habitación por otra parte de paredes blancas y aire anodino. Cada vez que la veo, arrugada y un poco deshilachada, pienso en el debate que se ha abierto en los Estados Unidos a raíz del asesinato de varios negros en una iglesia de Carolina del Sur por parte de un racista blanco que se había fotografiado, antes de entrar disparando en la iglesia, junto a la bandera rebelde. El debate se ha agudizado con este crimen, pero no es de ahora, sino que lleva tiempo instalado en la sociedad estadounidense. Muchos defienden que la bandera confederada es un símbolo de la esclavitud y el racismo —de aquello por lo que murieron, en la Guerra Civil, más de medio millón de norteamericanos— y sostén ideológico, todavía, de los descerebrados del ku klux klan y otras hordas de tarugos como el que acaba de acribillar a nueve compatriotas. Por eso, dicen, habría que erradicarla de la vida del país, empezando por suprimirla de las banderas de los estados donde todavía campea. Pero hay que decir que en algunos ya ha cambiado. Cuando viví en Atlanta, el estado del que es capital, Georgia, lucía en su enseña una hermosa bandera de batalla de la Confederación, a la que se superponía, en el costado del asta, una franja azul marino con el escudo del estado. Esa bandera fue sustituida, ya en 2001, por otra sin las aspas de San Andrés. Y debo decir que la primera me parecía mucho menos aburrida que la segunda. Las banderas atesoran un gran capital simbólico: encarnan valores. En España, donde las guerras de banderas son habituales, sabemos mucho de eso. Nada más gratificante para el español recio que sacudirle en la cabeza al vecino con los valores representados por el pabellón patrio o, mejor aún, con el propio pabellón, sobre todo si le aciertas con la parte de la madera. (Lo cual ha sucedido literalmente: recuerdo hace años una manifestación en Madrid en la que se le atizó a Pepe Bono en la cocorota con una bandera española, por rojo y antipatriota). Y, cuando las banderas no están envolviendo los cuerpos o los cadáveres, o abatiéndose sobre el enemigo, o decorando muchos metros cuadrados del escenario donde un joven líder político ora magnamente a la nación, tienen tendencia a colgarse de los balcones, como los murciélagos. En España te descuidas y ya te ha crecido una bandera en la terraza de al lado. Yo creo que a las banderas hay que dejarlas en paz, para que ellas nos dejen también en paz a nosotros. La bandera de la Confederación identifica, es verdad, a un conjunto de estados en los que el trabajo esclavo constituía la base de la economía productiva (aunque la esclavitud también estaba presente en el resto del país: muchos norteños explotaban el trabajo negro), pero asimismo representa un modo de vida que no se limitaba al drama de la esclavitud, y que tenía hondas raíces autóctonas, africanas y europeas. También expresa la lucha abnegada y la muerte de muchos americanos que no eran propietarios de esclavos por defender esa tierra y ese modo de vida. Las banderas transportan historia, con sus luces y sus sombras, con su generosidad y su avaricia, con su entrega y su sangre: eliminarlas supone oscurecer la historia. Yo, desde luego, no pienso obligar a Álvaro a descolgar las aspas de la Confederación de su cuarto, aunque tampoco dejaré de contarle nunca que bajo esas aspas (y también bajo las barras y estrellas vecinas), como bajo todas las banderas del mundo, se cultivó el sufrimiento humano (y también el altruismo). No solo me mueven razones sentimentales: si finalmente la bandera se proscribe en los Estados Unidos, quizá se convierta en un artículo precioso y, por lo tanto, quizá pueda sacar un buen precio por ella. El debate sobre la conveniencia de mantener la bandera de la Confederación se ha extendido a otros símbolos —así se consideran— de ese Sur esclavista y retrógado. Por ejemplo, la película Lo que el viento se llevó, uno de los grandes clásicos del cine, en la que los detectadores profesionales de fallas morales advierten una idealización romántica del esclavismo y una defensa de los valores —elitismo, autoritarismo, discriminación— contrarios a la República. Prohibir la proyección de Lo que el viento se llevó —basada en la novela homónima de Margaret Mitchell, ganadora del Premio Pulitzer— y quizá, no lo sé, hasta destruir las copias y filmaciones existentes, equipara a los promotores de la medida con los que han dinamitado los Budas de Bamiyán o las ruinas de Palmira. Censurar las obras de arte porque no se adecuan a nuestros criterios morales constituye una aberración moral y un crimen. Además, si se aplicara la medida con rigor, implicaría privar al género humano de prácticamente todo el arte que ha producido: debería empezar por prohibir la Biblia, cuyo Antiguo Testamento rezuma sangre, destrucción y homofobia; continuar por la literatura y el arte medievales, misóginos e irrespetuosos con las creencias religiosas que no fuesen el cristianismo; seguir con Shakespeare, violento y anticristiano, y Cervantes, en cuyo Quijote, como observó Nabokov, solo hay crueldad y apaleamientos; continuar con Proust, que era un sodomita abominable, además de un snob antidemocrático; y, por supuesto, no podríamos olvidar en la lista de este nuevo y casi inacabable Index Librorum Prohibitorum a todos los fascistas que han tenido la mala suerte de escribir buena literatura: Knut Hamsun, Martin Heidegger, Ezra Pound, Louis-Ferdinand Céline, Mircea Eliade y César González Ruano, entre muchos otros. Condenar el arte pasado porque no se compadece con nuestra visión actual del mundo es tan obtuso como borrar los recuerdos de quienes fuimos antes de ser quienes somos (o quizá para ser quienes somos), amputar la historia y el pensamiento humanos, renunciar al producto genuino de nuestro espíritu en cada época, en cada momento, de esta aventura inverosímil que es la existencia en la Tierra. Curiosamente, Lo que el viento se llevó contribuyó a la lucha contra la discriminación racial en los Estados Unidos: fue la primera vez que una actriz negra, Hattie McDonald, ganó un Óscar. Y, además, es la película favorita de mi madre. Yo quiero seguir viéndola.
Quememos también los libros de Aristóteles, que, al fin y al cabo, defendía la esclavitud
ResponderEliminarBuena idea, Jesús. Y también los escritos de Bartolomé de las Casas, que proponía sustituir a los indios por negros en las minas y haciendas de las colonias. Hay tantas cosas ofensivas que merecen la eliminación...
EliminarUn abrazo.
Eduardo, ¿me dejas utilizar esta frase tuya como cabecera a la disparatada obra teatral que estoy escribiendo'
ResponderEliminarCensurar las obras de arte porque no se adecuan a nuestros criterios morales constituye una aberración moral y un crimen.
Un beso muy fuerte.
Claro, Teresa, adelante. Me gustará acompañar esa disparatada obra teatral tuya.
EliminarUn beso.