Visitamos hoy uno de esos rincones, tranquilos y curiosos, que tanto alegran la vida en la ruidosa y multitudinaria Londres: la iglesia de All Hallows by the Tower, que, como su nombre indica, está muy cerca de la Torre de Londres. Por suerte, las muchedumbres de turistas que hormiguean siempre en la Torre no saben de este discreto templo: desde la elevación en que se encuentra, los vemos amontonarse en las taquillas y las entradas del recinto, rigurosamente esquilmados, pero prestos a seguir batallando con colas, cuervos y beefeaters. All Hallows by the Tower, fundada en el 675 d. C., es una de las iglesias más antiguas de Londres. La información que ofrece al público insiste en que es la más antigua, pero se sabe que la iglesia parroquial de San Pancracio, en King's Cross, ha acogido un lugar de culto cristiano desde el s. VI. La iglesia de All Hallows, como tantas otras, se construyó en el emplazamiento de una antiguo edificio romano. En la cripta, un tubo sombrío y fascinante, reconvertido hoy en museo, subsisten restos del suelo de teselas de la vieja edificación latina, del s. II d. C., abombados por el tiempo y la humedad. Al bajar al hipogeo, se puede apreciar también un arco de la iglesia sajona original, construido asimismo con ladrillos romanos. Es sorprendente que estos vestigios hayan sobrevivido a los múltiples percances que All Hallows ha sufrido: en 1650 estallaron los barriles de pólvora que se almacenaban en el patio (por qué se almacenaban explosivos en el patio es algo que la información de la iglesia no aclara), que destruyeron la torre occidental y cincuenta casas de los alrededores, con sus moradores dentro. Se trata de otro caso de milagro inverso: de daño injusto y fatal provocado por Dios en su casa. All Hallows estuvo a punto de desaparecer también dieciséis años después, en el Gran Incendio de Londres, que se desató muy cerca de allí, pero la salvó la inteligencia del almirante William Penn —padre del fundador del estado de Pennsylvania—, que destruyó las construcciones aledañas (es decir, las que habían sobrevivido a la explosión de 1650) para crear un cortafuegos. Desde luego, ser vecino de All Hallows a mediados del s. XVII no era una buena idea. Desde el campanario de la iglesia, por cierto, Samuel Pepys, el gran diarista de Londres, veía cómo el fuego devoraba la ciudad, creando un espectáculo de "tristísima desolación". Pero, aunque la iglesia escapó de aquellas llamas, no pudo hacerlo de las provocadas por los bombardeos nazis de la Segunda Guerra Mundial, que prácticamente la destruyeron. La restauración que vemos hoy data de 1957. Husmeando en el museo de la cripta, donde se exponen otros restos romanos de la zona, descubro una inscripción latina en memoria de Flavio Agrícola, soldado de la VI Legión, la victoriosa, muerto a los 42 años. Su mujer, Alba Faustina, la erigió en memoria de su "incomparable marido", y pienso en la hipérbole del elogio: si ya en su tiempo Flavio era "incomparable", leída hoy la lápida, tras las sucesivas generaciones de maridos que ha habido desde entonces en el mundo, y que no pueden comparársele, su figura señera se acrecienta hasta lo indecible. Al fondo de la cripta encontramos el Panteón del Vicario, el columbario donde se apilan las urnas metálicas con los restos de los difuntos que han querido ser enterrados en este lugar. Dada la cercanía de All Hallows con la Torre de Londres, que durante siglos ha sido el patíbulo de la ciudad, aquí han recibido sepultura muchos reos notables, como el humanista Tomás Moro, el arzobispo de Canterbury William Laud y el obispo John Fisher; todos ellos con la cabeza separada del cuerpo. Irónicamente, también descansa aquí uno de los más famosos sentenciadores de Inglaterra, Georges Jeffreys, "el juez ahorcador", que encontró culpables de traición a 1381 personas durante el reinado de Jaime II y condenó a 170 a la horca. La joya del columbario, no obstante, es el altar de piedra, de 1218, que los caballeros templarios trajeron a finales del s. XIII del castillo de Athlit, también llamado castillo del Peregrino, el último reducto cristiano en Tierra Santa. A la salida del Panteón, encontramos un objeto extraño: es un tonel de madera al que se han adosado una especie de pasamanos frontal. No sabemos qué es hasta que leemos la placa informativa: se trata del crow's nest —literalmente, el nido del cuervo; en buen castellano, la cofa: el puesto de observación del vigía de un barco— del Quest, el vapor en el que Ernest Shackleton, el explorador polar, hizo su último viaje: y esto hay que entenderlo literalmente, porque no solo fue su última expedición, sino también porque murió en él. Qué pinta en un columbario sajón algo que debería estar en un museo naval tampoco se explica, pero la tradición marítima de los ingleses es tan grande que lo invade todo. Lo que más me llama la atención es que en el barril hay grabados unos versos de Walt Whitman: Winds blow south, or winds blow north, / Day come white, or night come black..., pertenecientes al poema "De la cuna que se mece sin fin", de Hojas de hierba, que yo he traducido así: "Soplen vientos del norte o soplen vientos del sur, / con la claridad del día o la negrura de la noche...". La identificación definitiva del crow's nest con la cofa del barco despeja una cuestión sobre la que he llegado a pronunciar una conferencia en un congreso de traducción. Porque, cuando trabajaba en mi versión de Hojas de hierba, descubrí que algunas traducciones prestigiosas, como la de Francisco Alexander y la del mismísimo Jorge Luis Borges, traducían literalmente crow's nest por "nido del cuervo" (al igual que foretruck, sinónimo de crow's nest, por "carreta"), creando una escena surrealista, en la que alguien que observa un paisaje polar desde un barco resulta estar subido a una carreta y, aún peor, embutido en el nido de un cuervo. Salgo del Panteón agradecido a la realidad por que haya confirmado mi interpretación del pasaje, cosa que no sucede demasiado a menudo. Admiramos todavía la capilla de San Francisco, de 1280, y el Oratorio de Santa Clara, del s. XVII, ambos austeros y diminutos, antes de volver a la nave de la iglesia, donde observo que, en una pared, entre hornacinas e imágenes de Jesús, hay un corcho en el que la gente puede pegar post-its con peticiones o mensajes de agradecimiento al Señor. Estoy tentado de enganchar uno dándole gracias por que me haya dado una prueba irrefutable de lo que es un crow's nest, pero recuerdo que soy ateo y me limito a leer aquellas expresiones de la debilidad humana, recogidas en trocitos de papel amarillo.
A San Pancracio, Eduardo, una velita a éste santo, tus libros se venden muy bien y no te falta trabajo .Como dicen en Galicia : haberlas... 😉😉😉😘😘😘😘
ResponderEliminarLa verdad es que no sé si mis libros se venden bien o mal. En el mundo de la poesía uno siempre se mueve ahí en la bruma y, aunque los libros no funcionen mal, las ventas son siempre pequeñas. Esa es una de las tragedias, me parece, del género. Por otra parte, es verdad que trabajo no me falta: pero casi todo me lo busco yo. Me doy por satisfecho si encuentra salida, pero preferiría que fuera el mundo el que me lo ofreciera.
ResponderEliminarUn beso grande.
Vale, perdón, tu trabajo diario. Era una broma , tonta broma. Seguro te lo ofrece " el mundo "
ResponderEliminarBesos.
Claro, querida Blanca, ya lo sé. Y ojalá me lo ofrezca el mundo. Yo estoy aquí, dispuestísimo a recibirlo.
ResponderEliminarMás besos.