Ayer teníamos un planazo por la tarde: comprar una aspiradora. La anterior se había muerto, entre quejidos eléctricos y exhalaciones de humo: la chica de la limpieza había intentado reanimarla, pero sin éxito: había fallecido entre sus brazos. Nos dirigimos, pues, a Pedro Juan —Peter Jones, los grandes almacenes de Sloane Square—, donde solemos hacer todas nuestras compras de casa, para encontrarle sustituto. A Ángeles no le importan los esfuerzos que haya que hacer para adecentar el nido, es más, sospecho que disfruta; yo, en cambio, caminaba hacia la sección de aparatos eléctricos con el humor de un condenado a muerte. Cuando ya habíamos entrado en las iluminadas catacumbas de Pedro Juan —el electricware está en el sótano—, algo atrajo mi atención: un perfil, moviéndose por entre el bosque de lámparas de pie que nos rodeaba, me resultaba extrañamente familiar. Siempre he sido un buen fisonomista, una de mis pocas habilidades: reconozco enseguida las caras. Es, como mis demás y escasas virtudes, completamente inútil, salvo que me emplee en un casino, pero tiene su punto. Ayer me sirvió para identificar a uno de mis héroes cinematográficos y casi existenciales: quien se movía entre focos, reflectores, apliques y flexos era John Cleese, el líder de los Monty Phyton. Se lo dije a Ángeles: "¡Mira! ¡Es John Cleese!". Lo mismo exclamó otro cliente que pasaba a nuestro lado: He is John Cleese, isn't he? Sí, lo era. Caminaba solo, despacio, con el ceño fruncido. Mi primer impulso fue saludarlo y declararme admirador suyo, pero me contuve. Nunca se me ha dado bien abordar a personajes famosos. Lo he hecho alguna vez, en la inconsciencia de la juventud: cuando era adolescente, estreché la mano de Julio Cortázar, con el que coincidí en las salas casi desiertas del Museo Románico de Cataluña, en Montjuïc, pero de mayor he sufrido algunas contrariedades: en París Álvaro y yo nos encontramos en un museo con Juliano Belletti, aquel lateral del Barça que había marcado el gol de la victoria en la final de la Liga de Campeones contra el Arsenal, en 2006, y había torcido el gesto —"¡No! ¡Hasta aquí me piden fotos!", parecía decir— cuando le pedimos que nos dejara retratarlo con el niño. En realidad, no es la reacción impertinente del famoso lo que me disuade, sino mi propio pudor: interrumpir la intimidad de alguien, aterrizar de golpe en su espacio personal, en el tiempo que se dedica a sí mismo, se me antoja una descortesía, aunque no pretenda sino manifestar el aprecio que siento por él. Así que ayer, con John Cleese, no lo hice. Eso sí, merodeé a su alrededor, lleno de curiosidad. Disimulé haciéndome pasar por otro comprador de lámparas, cuando sentía tanto interés por las lámparas como por las aspiradoras. De este modo, me paraba delante de una lámpara de filamento incandescente como si no pudiese seguir viviendo sin una lámpara de filamento incandescente, o bien examinaba otra de vapor de mercurio con el ademán experto del comprador habitual de lámparas de vapor de mercurio. Pero entre una y otra deslizaba miradas a Cleese, que observaba, a su vez, arañas y quinqués con gesto algo menos concentrado que yo. Me fijé en él: está mayor y bastante desmejorado, aunque sigue siendo tan alto como siempre. De hecho, en su página web se identifica como writer, actor & tall person. Pero ayer iba algo desaliñado: con una camiseta moderadamente cutre y unos mocasines —siempre hay que fijarse en los zapatos: revelan lo más auténtico de nosotros— blanduchos y desgastados. Ni su afeitado ni su corte de pelo, ya completamente cano, estaban tampoco a la altura del galán cómico que ha sido y que, hasta cierto punto, sigue siendo. Y, en fin, lucía una barriguita que estaba a punto de perder el diminutivo. Cuando le conté a Ángeles que su aspecto no era el del gentleman que siempre le había gustado representar en el cine, me respondió con la desgana de quien sabe las razones de los hechos más incomprensibles: "No debe de estar casado". Pero sí lo está: me fijé, precisamente, en que llevaba alianza; de hecho, estar casado es una de las cosas que John Cleese hace con más frecuencia: ha estado casado cuatro veces, con otras tantas mujeres, desde 1978. Me llamó la atención también que el dependiente que por fin lo atendió —un señor mayor, con una corbata de la Segunda Guerra Mundial, que arqueaba mucho la espalda hacia fuera, es decir, en la dirección contraria a los jorobados, lo que le daba un curioso aspecto de ce mayúscula— no dio ninguna muestra de reconocerlo. Quizá los dependientes de Pedro Juan —y, sobre todo, los que trabajan en esta zona, que abunda en celebridades— han sido instruidos, como aquel mayordomo de Agatha Christie, para no darse cuenta de aquello de lo que no se les ha pedido que se den cuenta, pero a mí me habría sido muy difícil no plegarme a su fama y regalarle una amplia sonrisa de complicidad. (No sé si personas como Cleese celebran o lamentan que no se les reconozca. Por una parte, debe de ser insufrible estar sometido permanentemente al asalto de los fans; por otra, tiene que ser preocupante que alguien cuyo trabajo consiste en triunfar entre el público no sea reconocido por el público). En cualquier caso, es improbable que el dependiente no haya visto nunca una película de Monty Python o de John Cleese; que desconozca al Sr. Bolsita de Té de El Ministerio de Andares Tontos; que no recuerde al personaje de La vida de Brian y las inigualables escenas de Pijus Magnificus (en inglés, Bigus Dickus) o de los grafiteros antirromanos que escriben mal un imperativo en latín y son castigados a copiar mil veces la conjugación correcta en la misma pared en que han hecho la pintada; o que haya olvidado las descacharrantes peripecias de Un pez llamado Wanda. Todas estas películas (y otras: El sentido de la vida, Los héroes del tiempo) y muchos de los sketches de The Monty Python Flying Circus forman parte, para mí, del mejor humorismo del siglo, lleno de irreverencia, pero, a la vez, de lucidez y hasta de filosofía. No sé si John Cleese compró finalmente la lámpara que estaba buscando. Nosotros sí nos hicimos con una nueva aspiradora. Pero de vuelta a casa no podía dejar de pensar que aquel rostro arrugado y desarreglado que acababa de ver llevaba toda la vida arrugando y arreglando el mío de risa. Y que le estaba muy agradecido por ello, aunque no me hubiera atrevido a saludarlo.
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