domingo, 21 de junio de 2015

El claustro rojo

El claustro rojo no es un monasterio comunista, sino el último libro de Juan Vico, uno de los narradores jóvenes más prometedores de la literatura española. Juan es también poeta, o empezó siéndolo, como tantos otros novelistas Víspera de ayer, Still Life y La balada de Molly Sinclair acreditan una singular trayectoria lírica, y esa condición influye y, en mi opinión, enriquece su actividad como prosista. El claustro rojo ha ganado el XI Premio Café 1916, antes Premio Cafè Mon, de Palma de Mallorca, y se ha publicado en la muy activa editorial Sloper. Celebro que Juan se sume a una lista de ganadores de un premio que encabeza Agustín Fernández Mallo, cuyo fantástico y premonitorio de la literatura que escribiría después Creta lateral travelling lo obtuvo en su primera edición, en 2004, y en la que figuran otros narradores valiosos, como Jesús Zomeño o José Vidal Valicourt. En El claustro rojo, Vico reúne once relatos cuyo nexo de unión es el mundo de la pintura. Quizá por eso va precedido por una cita de Jusep Torres Campalans, el estrafalario personaje inventado por Max Aub, uno de los mejores escritores españoles aunque fuese francés de nacimiento del siglo XX: "Los cuentos no necesitan pintarse: se escriben, negro sobre blanco". Pero ese mundo de la pintura descrito por Vico no es solo ficción: lo alimentan personajes históricos, sucesos reales. De hecho, el autor hace un personal recorrido por la historia de la pintura, desde las tablas religiosas del flamenco Hugo van der Goes, en el s. XV, hasta el impresionismo de Edgard Degas, el expresionismo de Egon Schiele o la obra plástica del polaco Bruno Schulz, ya en el s. XX. Ninguna historia es, no obstante, una mera recreación de lo que dicen las enciclopedias. Todas incorporan algún elemento de intriga, incluso detectivesco, y todas están narradas por alguien que no es el pintor o artista gráfico de que se trata: esa voz ajena, la verdadera protagonista del relato, busca siempre una distancia, y también una resonancia, que haga verosímil la acción. El misterio de esa voz, que a menudo habla en pasado, relatando lo ya sucedido, lo recordado, impregna los cuentos, que se aparecen oblicuos, melancólicos, iluminados por una luz tibia y trémula. Los personajes elegidos por Vico son fascinantes. En "Tuyo es el siete", una fantástica sesión de espiritismo, celebrada en Tossa de Mar en 1916, reúne a Olga Sacharoff, Francis Picabia, Josep Dalmau, Robert y Sonia Delaunay, y Arthur Cravan, entre otros personajes de las vanguardias artísticas de Europa. Cravan que se llamaba, en realidad, Fabien Avenarius Lloyd es, como se recordará, aquel sobrino de Oscar Wilde que fundó revistas dadaístas, que boxeó en Barcelona contra el campeón del mundo Jack Johnson aguantó hasta el sexto asalto, aunque Johnson lo habría podido tumbar en el primero, pero el púgil había firmado con una productora cinematográfica que el combate tendría una duración determinada, y hubo de contenerse y que, por fin, desapareció en una travesía por el Golfo de México en 1918, presumiblemente engullido por las aguas, a las que, si no es por una borrachera, sabe Dios por qué se habría precipitado. En Fleurs, la esposa de Henri Fantin-Latour detalla el famoso cuadro de su marido en el que, entre otros escritores de la época, aparecen Paul Verlaine y su amigo-amante, un jovencísimo Arthur Rimbaud. En un rincón del óleo se ve un jarrón con unas flores blancas, pero esto no es un guiño a Las flores del mal, sino un apaño en la composición, porque en ese rincón debería haber estado Albert Mérat, otro miembro del grupo. Mérat, sin embargo, no había acudido a la reunión, porque estaba enemistado con Rimbaud. "Mérat —explica Vico— había publicado un libro titulado El ídolo, en el que se dedicaba a glosar, poema a poema, cada una de las encantadoras partes del cuerpo de su amada, desde el cabello hasta los pies, evitando, claro está, las más impúdicas. Verlaine y Rimbaud se propusieron parodiarlo y escribieron juntos un soneto dedicado a cierto rincón de la anatomía que me abstengo de explicitar. (...) Se trata de un poema sodomita, burdo, zafio, de tremendo mal gusto. Me encantó, e incluso llegué a memorizarlo...". Uno de los relatos que más me gusta es "La espuma de los cangrejos", dedicado a Katsushika Hokusai, el gran pintor japonés. El narrador es un personaje anónimo enamorado de su hija, Oei. El recuerdo de su idilio frustrado con Oei se mezcla con el del trabajo de Hokusai, que dijo aquello tan célebre y tan sabio, y tan verdadero de que "a los ochenta años espero haber hecho algunos progresos, y a los noventa conocer la auténtica naturaleza de las cosas. Hacer maravillas a los cien. Y a los ciento diez conseguir transmitir la línea en cada vida". La prosa de Vico es siempre ceñida y sabrosa, sin fastos ni ramplonerías. En "La espuma de los cangrejos" se acentúa su dimensión poética y el resultado es un cuento evocativo y compacto, de alto voltaje erótico, en el que las escenas se llenan de tanto color como aquella lámina pisada por un gallo al que Hokusai le había embadurnado las patas de rojo, para que su paso reprodujera la caída aleatoria de las hojas en otoño. Así acaba: "Te aborrecí, lunática Oei. Llegué a detestar tu sexo en ocasiones voraz y en ocasiones distante. Tu carne desplomándose sobre la mía. (...) Tu repugnante virtuosismo. Pero echo de menos ese hastío. (...) Añoro la violencia de tu desprecio, remota Oei. Mi amada, mi monstruosa Oei". Juan Vico ha compuesto en El claustro rojo una excelente alegoría de la hermandad entre literatura y arte, que se lee, casi, como una novela policiaca.

2 comentarios:

  1. ´Me ha encantado el libro, Eduardo!!

    Gracias por tu recomendación.

    Un Abrazo

    Amelia

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    Respuestas
    1. Me alegro de que te haya gustado, Amelia. Juan es un excelente escritor, y aún lo ha de ser mejor. No tardará.

      Un beso.

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