Hoy nos apetece visitar Southwark, uno de los barrios más interesantes de la ribera sur del Támesis. Nuestra excursión, no obstante, empieza a la vuelta de la esquina. Como salimos tarde de casa, nuestra primera parada es para comer. Y lo hacemos en Capitán Corelli, una pizzería familiar, regentada por gente de los Abruzzos. Alguien me ha dicho que el restaurante pertenece a la mafia, pero de momento no he visto entre el personal a nadie parecido a Luca Brasi, ni que sirvan bistecs de cabeza de caballo, sino a una matrona muy sonriente que prepara unos filetes de atún con tomate igualitos que los que hace mi madre y unos tallarines con frutti de mare que resucitarían a un muerto, incluso a uno asesinado por la mafia. El sitio es cutre hasta decir basta, pero de una cutrez mediterránea que nos resulta simpática, que es, hasta cierto punto, nuestra: las garrafas de vino y los tarros de pasta en los estantes, las fotos descoloridas de paisajes italianos —o de Anita Ekberg luciendo una pechera gloriosa en la memorable escena de la Fontana di Trevi, de La dolce vita—, las medallas de alguna virgen transalpina colgando del techo, las mesas desparejadas, las sillas incómodas y las servilletas de papel: todo nos recuerda a las tascas españolas, a los figones aturullados y guarros, donde comer recupera el sentido primitivo pero esencial que alguna vez tuvo. Hoy nos zampamos unas albóndigas sobrenaturales, regadas con un chianti delicioso. En todo reconozco la mano de Dios. Con el papo lleno, nos montamos en un 344 que nos llevará hasta Southwark. Pero no, no nos llevará: el viaje se interrumpe abruptamente. El conductor anuncia, en una parada, que allí termina el trayecto, y que, para continuar, debemos cambiar de autobús. Por qué nos deja tirados así es un gran misterio. Que el transporte público te abandone en medio de la ciudad pasa con cierta frecuencia, y nunca sabemos por qué. Los conductores te abruman con sorries, pero nunca dan ninguna explicación, y lo único que cabe hacer es bajar del vehículo y montar a otro, si es que alguna vez viene otro. Como no estamos demasiado lejos de nuestro destino, decidimos llegarnos caminando. En Blackfriars Road, por la que enfilamos el río, observamos la Sons of Temperance Friendly Society, la Mutua de Hijos de la Abstinencia, pero no de la abstinencia sexual (estos abstinentes no suelen procrear, salvo que sean la Virgen María), sino de la abstinencia alcohólica. En las sociedades anglosajonas el alcohol constituye el principal alivio de la opresión colectiva y la tristeza de la vida desde hace siglos, y se ha convertido en una lacra, también desde hace siglos. Para combatirla, el puritanismo de esas mismas sociedades, siempre militante, se ha esforzado, y se sigue esforzando, en predicar la abstinencia. El propio Walt Whitman llenó sus Hojas de hierba de referencias antialcohólicas, y su única novela, Frank Evans, el borracho, está dedicada a denunciar las funestas consecuencias de la bebida, aunque la escribiera echando largos tragos de whisky y no menos significativos copazos de jerez. Whitman sabía de lo que hablaba. Un poco más allá de esta Friendly Society, en Scoresby Street, vemos otro local que proclama lo contrario: "Tapas, sangría, vinos", leemos en la fachada. Es el Restaurant Mar i Terra, que, debajo del nombre, especifica: Espanyol. Así, sin más. Nos acercamos, picados por la curiosidad de que un restaurante que se anuncia español lo haga en catalán, y husmeamos en el menú. Desde luego, no puede ser más español. En lugar de las cartas previsibles y descafeinadas que suelen ofrecer las cadenas y franquicias hispanas en Londres, esta apuesta por los higadillos de pollo, el conejo a la cazuela o la arrachera a la criolla. Con un par. Pese a que aún estoy disfrutando de los tallarines y las albóndigas del italiano, noto un extraño cosquilleo gástrico, muy parecido al que siento cuando tengo hambre. Cuando estamos leyendo las delicias del menú, sale un señor del local, bajo, moreno y peinado hacia atrás, y nos pregunta qué tal en inglés. Yo le respondo en catalán, y resulta que es valenciano. Nos comprometemos a venir a comer otro día y seguimos nuestro camino. Llegamos por fin a la Tate Modern, donde se expone una amplia muestra de la obra de Sonia Delaunay. Frente al inmenso museo, un titiritero vestido con una camiseta del Che Guevara hace equilibrios en un rodillo al tiempo que malabares con tres cuchillos razonablemente afilados. Por entre el gentío que se ha agolpado a su alrededor pasan dos bobbies en bicicleta. (Hace un par de noches, volviendo tarde de algún sitio, nos cruzamos con otra pareja de policías que hacían la ronda por el barrio. Al pasar a nuestro lado, uno nos deseó good evening, y yo me sentí extrañamente reconfortado por ese gesto de amabilidad y protección que creía confinado a las películas antiguas o a las modernas pero tontorronas. En Londres, pues, con todo su desorden y su inhumanidad, aún hay polis que saludan a la gente que trasnocha). Superada la Tate y el Globe, el teatro shakespeariano, nos adentramos en el barrio de Southwark —tradicionalmente llamado Borough—, un lugar también muy dickensiano. Aquí estaba, por ejemplo, la Marshalsea Debtors' Prison, la Cárcel para Deudores de Marshalsea, donde estuvo encerrado el padre de Dickens, lo que determinó que este tuviera que ponerse a trabajar, en unas condiciones espantosas, siendo muy niño. Para él fue, sin duda, una experiencia horrible, pero para los amantes de la literatura resultó una bendición, porque le llevó a recrear, con pleno conocimiento de causa, aquel ambiente de explotación y sordidez en Oliver Twist y muchas otras de sus novelas. De la cárcel donde penó varios años John Dickens, el padre del escritor, queda un muro de ladrillo, tan sombrío como debía de ser todo el edificio, en los jardines de Saint George, junto a la iglesia de Saint George The Martyr, en los que también contemplamos un plátano gigantesco, uno de esos árboles centenarios que salpican todos los rincones de la ciudad, a cuya sombra dormita un tipo, con la expresión beatífica del que ha encontrado la felicidad en la tierra. Marshalsea no fue el único presidio de la zona. En King's Bench pasó una semanita Daniel Defoe por escribir panfletos subversivos, y en Horsemonger Gaol, dos años Leigh Hunt, por llamar al príncipe regente "Adonis gordo y cincuentón", lo que al mencionado príncipe regente no le hizo ninguna gracia. Es comprensible. En esta zona se encontraba también el asilo para pobres de Saint George, que se cree inspiró el descrito por Dickens en Oliver Twist, y una casa de huéspedes en la que se alojó el poeta W. H. Davies, aquel galés que fue delincuente, vagabundo y pobre durante muchos años, en Gran Bretaña y los Estados Unidos, hasta que volvió a la patria con una pierna de menos —aplastada por un tren al que intentaba saltar, en el Canadá, para llegar al Klondike y conseguir oro— y empezó a escribir, con sorprendente éxito. En nuestra caminata hacia Borough High Street, vemos un cuartel de bomberos que lleva siéndolo, con sus clásicas puertas rojas, desde 1878, y, ya en ella, le echamos un vistazo a The George, en George Inn Yard, un pub aterrazado frecuentado por el mismísimo Shakespeare: está hasta arriba de gente. Sobrevuela las callejuelas del barrio la mole impresionante del Shard, ese edificio piramidal que parece inacabado: la punta no concluye en un ápice perfecto, sino en una serie de planos irregulares y espacios abiertos. El contraste del rascacielos y los viejos edificios del Borough es una estampa definitoria de Londres, donde las arquitecturas y las épocas se mezclan con una promiscuidad hipnótica. Nuestra penúltima visita es al Borough Market, el mercado del barrio, la lonja de frutas y verduras más antigua de la ciudad, cuya fundación se remonta al s. XIII. Es un lugar fascinante. En un arco a la entrada, vemos un pizarrón en el que consta impreso: Before I die I want to... ("Antes de morir, quiero..."). Y la gente completa la frase con lo que desearía: tirarme a Angelina Jolie; que el Everton gane la Liga; que desentierren a Margaret Thatcher y le peguen fuego al cadáver en la plaza pública... Los deseos, como corresponde a la naturaleza humana, son de lo más variopinto, y no todos, como puede verse, políticamente correctos. Leo uno en castellano: Que le den mucho por el culo a Rajoy. Un compatriota enfadado, sin duda, valga la redundancia. El mercado es un cúmulo laberíntico de puestos donde se vende todo lo que se pueda imaginar que produce el campo. Los compradores y los visitantes se mezclan con los vendedores, que no dejan de gritar sus mercancías, en una amalgama casi medieval. El suelo está húmedo y sucio, pero el aire huele bien, a rosas y cerezas. Por caóticos que sean, los mercados ingleses son siempre más pulcros que los españoles: el pragmatismo y la escrupulosidad de la cultura a la que pertenecen, se les pega, aunque no quieran. Nuestras raíces árabes, nuestra inveterada gitanería (lo sé: al utilizar estas palabras me arriesgo a ser lapidado por racista, pero lo asumo: siento que no hay otras que encajen mejor aquí), desordenan nuestros zocos hasta un punto inimaginable por los norteños. Un frutero nos asalta de repente y nos ofrece una caja de frambuesas a una libra. Es un regalo: compramos dos. Y, mientras comemos frambuesas, nos acercamos a la catedral de Southwark, junto al mercado, última etapa de nuestro viaje de hoy. La suerte parece favorecernos, porque entramos justo cuando se pone a llover. El templo, anglicano, se levanta en un emplazamiento en el que se ha practicado el culto cristiano desde el s. XI, y algunas de sus partes datan del s. XII. Para los letraheridos, lo más interesante del templo es el monumento en memoria de William Shakespeare (cuyo hermano, Edmund, está enterrado aquí), erigido en 1911, una escultura yacente de cuerpo entero, en alabastro, en la que el dramaturgo aparece reclinado y alopécico. La rodilla, el codo y la mano de la figura están desgastados: la gente lleva tocándolos un siglo y ha pulimentado la piedra. Esta es otra de esas supersticiones que tienen éxito y se convierten en tradiciones, por lo general estúpidas, pero siempre invencibles, como tirar monedas a los estanques o atar candados a los puentes. Mientras admiramos el monumento —encima del cual hay un vitral con escenas de las obras más famosas de Shakespeare—, suena un órgano potentísimo. Como sigue lloviendo, nos sentamos a descansar y a esperar que escampe. El órgano calla y gozamos entonces de un silencio y un sosiego espesísimos, que no rompen, sino que acentúan, los movimientos de un gato que deambula libremente por la nave. No tiene miedo de nadie; por el contrario, parece buscar la caricia: se frota contra las patas de los bancos y se acerca a la gente. De hecho, viene hacia mí con una mirada fría y cálida a la vez, femenina, y se me acomoda entre los pies. Estoy tentado de acariciarlo, pero encuentro la mirada reprobatoria de Ángeles, que me dice con la gelidez con la que un reparador de lavadoras nos comunicaría el presupuesto de la reparación: "Los gatos transmiten la toxoplasmosis". Muevo ligeramente los pies para ahuyentar al bicho, que de repente ya no me parece un minino encantandor, sino una bestia abominable, y algo parecido hacen los responsables de la catedral con nosotros: apagan las luces del templo para ahuyentarnos: es hora de cerrar. Todavía no ha dejado de llover, pero nos levantamos con resignación y salimos a la calle. En las gotas de lluvia aún viajan los aromas acariciantes de las fresas y las amapolas del mercado de Borough. Eso nos consuela.
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