En Sant Cugat hay tres restaurantes mexicanos, aunque solo uno que nos guste frecuentar: el que ha decidido llamar a las cosas por su nombre y presentarse, así, por antonomasia, como "El Mexicano". Las camareras son dominicanas, pero eso no importa: también en los restaurantes catalanes sirven las judías con butifarra y el pan con tomate búlgaros y bolivianos. La cocina de México es una de las mejores del mundo. Comer, en mis dos estancias en aquel país, ha sido uno de los mayores placeres de la visita. Aunque también tiene sus peligros. Yo he estado a punto de morir dos veces: en la playa de Castelhejo, en Portugal, arrastrado por las rabiosas olas atlánticas; y en Veracruz, por culpa del chile habanero. El chile habanero mata. Es una variedad del capsicum chinense, una de cuyas variedades, a su vez, la Sabinas Roja -que sospecho es la que me comí yo-, ostentó hasta hace pocos años el dudoso honor de ser la especie más picante del mundo, con 580 000 unidades de Scoville de picor (SHU), que es el baremo utilizado para medir la intensidad del sabor de los alimentos. (En 2007, no obstante, el título pasó a recaer en el chile Naga Jolokia, con 1 000 000 SHU, y, en 2011, en el Trinidad Scorpion Butch T., que tiene nombre de carro blindado, y cuya capacidad de destrucción es la de un carro blindado, con 1 463 700 SHU. Para entender lo que esto pueda significar en una garganta humana, baste decir que los aerosoles de pimienta que utilizan las policías del mundo contienen unos 5 300 000 SHU). En el restaurante veracruzano en el que comíamos, había varios chiles en la mesa. A mí nunca me ha molestado el picante -más bien lo contrario-, así que me decidí a probar alguno. El elegido tenía un color anaranjado, cuya vivacidad debería haberme prevenido: yo creo que la tonalidad de los chiles tiene la misma función que las franjas de color de la serpiente de coral -la elapidae micrurus, que, por cierto, también se encuentra en México- o de otras especies de áspides repartidas por el mundo: si parecen un farolillo de feria, hay que huir. Pero yo no huí. Por el contrario, unté generosamente una rebanada de pan con aquel mejunje homicida. El camarero, con la proverbial discreción azteca, musitó: "Este pica un poco, señor". Pero yo no dejé de embadurnar el pan, aunque el aviso del mesero debería haberme puesto también en alerta: que un mexicano diga que algo "pica un poco", significa que es como meterse un lanzallamas en el gaznate, pero yo, español aguerrido, acostumbrado a las patatas bravas y a las albóndigas con guindillas de mi madre, pensé que no sería para tanto. Pero sí lo fue: el chile se me pegó al paladar como un hierro al rojo se pega a la carne, y la destruye. Sin embargo, no fue la quemazón, con sentirme yo, en aquel momento, como Juana de Arco, lo que más me perturbó, sino el ahogo. El picor ahoga: entonces comprendí a los asmáticos, a los ahorcados y a las víctimas del gas mostaza. Quienes también se estaban ahogando, pero de risa, eran los camareros del local, encabezados por el que me había avisado de la amenaza. "Otro gachupín idiota", debían de pensar, y no se lo reprocho. Ángeles, por su parte, me miraba con preocupación creciente: había pasado de ofrecerme agua a ofrecerme pan (sin chile), y estaba rebuscando ya en el bolso, supongo que en busca del teléfono de emergencias de RACC. Yo quería aire, nada más que aire, y elevaba la cabeza en busca de aire como una grulla desquiciada. Pero entonces el ardor empezó a declinar, y pude recuperar, poco a poco, el aliento. El tracto respiratorio, contraído por la argolla del capsicum, se relajó, y, con él, todos los músculos del cuerpo. Cuando fui otra vez dueño de mis actos, me fui al servicio, me lavé vigorosamente la cara, que tenía la misma coloración anaranjada del chile, e hice por recuperar una expresión normal, y no la de alguien que acababa de ver pasar ante sus ojos la película de su vida. Al volver a la mesa, donde Ángeles me esperaba con una mirada en la que se mezclaban la conmiseración y el reproche, aparté de mi vista aquel chile abominable y seguimos comiendo: se trataba, entonces, de recuperar la dignidad perdida. No sé si lo conseguí, la verdad: a los camareros les temblaban todavía los labios de risa reprimida al servirnos el postre. En "El Mexicano" de San Cugat hay chile habanero, pero no está en las mesas, como el aceite y el vinagre en los restaurantes españoles, y a mí, desde luego, nunca se me ha ocurrido pedirlo, ni se me ocurrirá hacerlo jamás. Lo que hacemos allí es sentarnos en la terraza, cuya frescura solo perturba el humo de los fumadores, degustar las excelentes cervezas mexicanas -nuestra preferida es la Negra Modelo- y pedir ceviches, ensaladas de nopales -es decir, de cactus- y alambres. No estoy seguro de que "alambre" provenga del espetón en el que se sirviera antiguamente, o sea una deformación de "al hambre", algo a lo que indudablemente hace frente ese fantástico plato de carne mechada. Aunque la comida mexicana es muy variada -utiliza mucho pescado, cereales y fruta-, las carnes y los quesos le dan una gravedad singular, y peligrosa: el 75% de la población mexicana tiene sobrepeso. Yo he visto, en una de mis visitas al país, campañas institucionales que promocionaban la necesidad de adelgazar. Pero la gente no parecía atender demasiado a las recomendaciones del gobierno: en las calles, los clientes se agolpaban alrededor de tenderetes de frituras, en los que, en sartenes antediluvianas, con aceites igualmente protohistóricos, se preparaban tacos, enchiladas y quesadillas, que, de pie, devoraban con pasión, mientras churretones de grasa caían de las tortitas y de las comisuras de sus labios. Esta vez fui a "El Mexicano" con Pablo: con los hijos hay que buscar las ocasiones para conversar; si no, se encierran en la concha de la cotidianidad, y una acaba teniendo la sensación de que vive con un vecino. Y fue una charla muy agradable, estimulada por los platillos de la casa y unas birras memorables. El ágape concluyó con un pastel de queso compartido -compartir comida, entre hombres, no es tarea fácil, pero esta vez lo conseguimos, sin correr para pillar los trozos antes que el otro, ni clavarle el tenedor en la mano cuando va a pinchar- y, por mi parte, un café espeso como la noche. Cuando acabamos, enfilamos la Rambla del Celler con la boca aún llena de palabras. Pero, incluso cuando callamos, el otro había dejado de ser un vecino.
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