Me informa mi amigo Ernesto Hernández Busto, que trabajó con él algunos años, de la muerte ayer de Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado, una de las mejores editoriales españolas actuales, si no la mejor. Y me siento inmediatamente golpeado por la noticia, porque uno de los libros que estoy leyendo estos meses, la monumental biografía de Samuel Johnson, escrita por James Boswell, con la apabullante traducción de Miguel Martínez-Lage, ha sido publicado por Acantilado. La gente muere y este diario se hace eco de ello. Yo no soy tan buen escritor de necrológicas como César González Ruano, que presumía de que a él los muertos se le daban de maravilla (y, ciertamente, no solo los ensalzaba con mucho arte en los periódicos, sino que hasta contribuyó con algunos durante la ocupación nazi de París), pero una bitácora es también, o ha de ser, hasta cierto punto, un registro de desapariciones. Vallcorba -yo siempre lo llamé así; nunca me permití la confianza de que fuese Jaume- fue profesor mío en la Universidad de Barcelona a finales de los 80, y luego siguió ejerciendo hasta 2004, en que abandonó la docencia para dedicarse por entero a la editorial. Me dio clase de literaturas románicas, en tercer año, si no recuerdo mal, pero todo el curso estuvo dedicado al Cantar de Roldán, sobre el que poco antes había publicado un título fundamental: Lectura de la Chanson de Roland, con presentación de su maestro, también recientemente fallecido, Martí de Riquer. De las clases de Vallcorba recuerdo la claridad expositiva y la nitidez de la argumentación. También, la calidad de su catalán, tan contaminado, incluso entre profesores universitarios, por castellanismos y ordinarieces, pero que en él era limpio y elevado. El Cantar de Roldán -me quedó claro en sus clases- es otro ejemplo de la eterna lucha entre el bien y el mal que la literatura lleva documentando desde sus albores mesopotámicos, y cuya conclusión inevitable, el triunfo de la Verdad, encarnada por Dios, debe instruir y aleccionar a los creyentes. Vallcorba destripaba el arsenal simbólico del libro para ilustrar ese combate y ese resultado, y, tras cada explicación, minuciosamente documentada, se nos quedaba mirando, con una sonrisa ancha, desde la destartalada tarima del aula, como para comprobar el efecto concluyente de su alegato en nuestras inexpertas mentes filológicas. Y era taxativo en su discurso: Vallcorba empezaba a hablar y no consentía interrupciones, ni siquiera para formular preguntas, y mucho menos si se trataba de impertinencias. A dos a los que dio por hablar y reírse en voz baja, en la parte posterior del aula -los que hablan y se ríen en voz baja siempre se han sentado, desde que el mundo es mundo, en la parte posterior del aula-, los fulminó, tajante: "Vostès!", gritó, "m'estan desconcentrant!". Pero hay que reparar en esto: no dijo "Callin!", o "Si us plau!", o "Els prego que deixin d'enredar", sino "m'estan desconcentrant". La desconcentración, la ruptura del hilo discursivo, era para él la peor consecuencia de la desatención de los estudiantes: algo esencialmente lesivo para el aprendizaje. Hoy, cuando tanto cuesta encontrar desarrollos articulados, esa reivindicación tácita de la continuidad, del hilván en la configuración del pensamiento, resulta conmovedora y hasta subversiva. Vallcorba, siempre atildado, siempre irónico, fue uno de mis mejores profesores en la Facultad de Filología, y puedo asegurar que no abundaron: en cinco años de carrera, no hubo más de media docena que dejaran en mí algún recuerdo, alguna influencia. Como editor, he seguido su trayectoria con interés y admiración. Vallcorba consiguió construir, con Quaderns Crema, en catalán, y luego con Sirmio y Acantilado, en castellano, unos sellos admirables, que lograron aquello a lo que aspira cualquier editor: que sus libros sean comprados por el solo hecho de que los publique él, con independencia de que los lectores conozcan -o les interese- el autor o la obra. Una vez, incluso, me atreví a ofrecerle un poemario. Había comprobado que Acantilado no solo publica prosa, de ficción y ensayística, sino también, en ocasiones, poesía española contemporánea (aunque luego sabría que esto no solía ser sino la retribución por alguna traducción anterior hecha por el poeta publicado), y me atreví a remitirle un original. Vallcorba, como era de prever, lo rechazó. Y, para disimularlo, si es que algo así puede disimularse, en la nota manuscrita con la que me comunicó su negativa, aplicó el bálsamo del elogio. Algunos editores lo hacen: masajean la vanidad del rechazado, y con eso hacen más llevadero el bastonazo. Sin embargo, en aquella ocasión Vallcorba no debía de haber tenido demasiado tiempo, o demasiadas ganas, de elaborar su cataplasma, porque me decía que mi libro tenía "muchas virtudes", pero no especificaba cuáles, ni tampoco por qué no lo publicaba, si tantos méritos lo adornaban. En realidad, virtuoso o no, el libro no le había gustado, porque Vallcorba se jactó siempre de publicar solo lo que le gustaba. E hizo muy bien. Su decisión no me molestó, y no por el encomio insustancial, sino porque por algunas personas admiradas, que han roturado nuestra sensibilidad o ampliado el radio de nuestra inteligencia, sentimos una simpatía honda, que sobrevive a los reveses y las frustraciones. Vallcorba siguió siendo, en aquel momento, el profesor elegante, culto y didáctico que me había revelado la maldad de los sarracenos y la pureza inmaculada de los pares de Francia, y el editor que me había regalado tantas horas de placer con sus espléndidos libros. Eso es todavía; eso será siempre.
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