Cuando uno vive para sí, sea esto bueno o malo (y probablemente es malo); cuando acaricia la soledad y se deja mecer por ella; cuando una cierta misantropía y una dedicación obsesiva -que, por ser obsesiva, es excesiva- al trabajo gobiernan casi toda su actividad, el entorno desaparece, o se difumina lo suficiente como para que la cápsula del yo sea lo único que se perciba. Y el yo es un latazo, algo que se arrastra como arrastraba Robert de Niro armas y bagajes por las selvas y precipicios del Paraguay en La misión, un caparazón pesadísimo, una costra de miedos, prejuicios y obstinaciones, un abrigo en verano, una envoltura pétrea. Si ese yo, tendente a hincharse y, en cualquier caso, a esclerotizarse, vive, además, en un lugar como Sant Cugat, cuyo pijerío y cuyo nacionalismo, no ya rampante, sino desatado, dificultan el diálogo (y, a menudo, lo imposibilitan), el aislamiento puede resultar lacerante. Abrirse, abrirse siquiera momentáneamente, viene determinado por las circunstancias, y, a veces, por una circunstancia negativa. Llevo casi dos meses cuidando a mi madre enferma. Casi cada día he de salir a la calle, a comprar algo, en el supermercado o la farmacia, o ir al banco, o hacer cualquier otra gestión que ella no puede hacer. Salgo con la oscuridad del encargo en la cabeza, pero enseguida advierto la luz del sol, el cielo abierto por encima de los tejados grisáceos, el calor, una chispa de viento. Hoy voy a comprar carne a una carnicería que está en la acera de enfrente, uno de esos lugares donde las dependientas, con mandiles con puntillas, y frente a la foto del fundador del establecimiento, que abraza amorosamente a una señora de pelo cardado y sonrisa de Olot, le llaman a uno "rey" y "cariño". A mí "rey" y "cariño" solo me llama, cuando no tiene alguna orden que darme o alguna crítica que hacerme, que es casi siempre, mi mujer: me siento, pues, sorprendido, aunque nunca disgustado. Compro unos cuantos libritos de lomo, que están estupendos, y la señora que me atiende me pregunta: "¿Tú eres el hijo de la señora de enfrente, el que vive en Londres?". "Pues sí; ya veo que mi madre ha difundido la información por todo el barrio". "Oh, está muy orgullosa de ti, cariño". "Todas las madres están orgullosas de sus hijos". "Pero tenemos un problema con ella, rey: no se quiere esperar. Cuando entra, ya sabemos que alguien tiene que atenderla inmediatamente; si no, se va". "Bueno, es que tiene las piernas muy mal, y no puede estar mucho rato de pie. Pero ella siempre me habla muy bien de vosotros: me dice que tenéis la mejor carne del barrio". "Pues dile que, si necesita que le subamos cualquier cosa a casa, solo tiene que llamarnos. Aquí tienes una tarjeta. Ya lo hacemos así con otras señoras mayores". "Muchas gracias; se lo diré". "Gracias a ti, cariño". Todavía siento la sonrisa de la mujer en el cogote al salir a la calle. Justo al lado de la carnicería, hay un minimarket de chinos. En realidad, son bangladeshíes, pero da igual: para los vecinos son "los chinos". Ahí compro los bebidas: agua, cervezas, limonada. A veces me atiende el hijo, un adolescente muy guapo, de piel cobriza y castellano casi nativo. Otras, la madre, una señora que siempre sonríe, con sari multicolor y un español tambaleante. Nunca sé lo que me van a cobrar por un mismo encargo: lo que para el joven son 4,20 euros, para la mujer son 4,30. Cuando le hago notar que el precio ha subido, esta no tiene ningún inconveniente en rebajarlo, pero no a 4,20, sino a 4,10, para que no me vaya descontento. Comprar en los chinos bangladeshíes es siempre una fuente de sorpresas. Ayer, un día laborable, el puesto estaba cerrado. Hoy están madre e hijo, y se lo digo. Me responden lo previsible: "Era una fiesta nuestra". "Sí, ya me lo había imaginado". "Yo, fiesta muy grande", puntualiza la señora, con una sonrisa monumental. Y me imagino un arrejuntamiento fervoroso en la mezquita, o en lo que haga las veces de mezquita, y una celebración morrocotuda en casa, con fuentes llenas de arroz, cordero y dulces. Vuelvo a la calle y me dirijo a la peluquería, donde mi madre quiere que le pida hora. De tanto estar en la cama, parece punk, y siente que ha de ponerse guapa. En la peluquería me atiende el dueño, Fede, un gay simpatiquísimo que confirma que todo ha salido a pedir de boca con ese gesto, que en España no hace ya casi nadie, pero que todavía se estila en Londres, de poner el pulgar hacia arriba. Fede luce una camisa casi tan colorista como la túnica de la señora del minimarket, unos tejanos de pitillo con los bajos vueltos, unos náuticos azules y, lo más espectacular, una de esas barbas largas y estrechas que se han puesto de moda entre algunos veinteañeros, aunque él debe de rondar los cincuenta. Las vi por primera vez cuando llegué a Inglaterra el año pasado, y supe que se convertirían en un elemento de moda en todo el mundo cuando aparecieron en carteles publicitarios y anuncios de televisión. Hoy se han extendido, en efecto, por España a lomos de los dictados difusos pero inquebrantables de la belleza moderna, o, por lo menos, de lo que se considera bello esta temporada, es decir, de lo que alguien, en algún lugar, ha decidido que tiene que considerarse bello, hasta nueva orden. Fede se interesa por el estado de mi madre y me recomienda una zapatería de Gracia especializada en calzado para la gente mayor, que suele tener los pies delicados. "Mi madre se ha hecho fan del local", me informa. También Fede sabe que vivo fuera (aunque no le digo nada de lo de las barbas), y me informa de que él, su marido y su hijo pequeño pasarán una semana de vacaciones en Londres en agosto. Cumplidos todos los recados, vuelvo a casa, extrañamente reconfortado. He tenido tres conversaciones seguidas, más de las que mantengo muchos días en Sant Cugat, tres conversaciones triviales, nada literarias, tres conversaciones con gente distinta y anónima, y me siento bien. Esas tres conversaciones son la representación de un tipo de vida menos pretenciosa, más amable, que afirma a las personas en un suelo compartido, pero sin restarles posibilidades de fabulación, sin mermarlas, sin enajenarlas. Uno se siente un poco más humano en esta red espesa, que lo rescata del soliloquio, que lo salva de la adustez. Se acaba de levantar una brisa muy agradable. Cuando abro la puerta de la casa de mi madre, entra un vecino al que no conozco, y me saluda.
Como dijo Angel Campos Pámpano: "Cercano a lo que importa"
ResponderEliminarA mí me alegra leerte todos los días!
Un Abrazo
Gracias, como siempre, querida Amelia.
ResponderEliminarUn beso.