Los nazis de Dios, hoy, no son, no pueden ser otros que los terroristas del Islam que, en sus múltiples, disparatadas y criminales asociaciones, secuestran niñas en Nigeria, se inmolan en mercados públicos, decapitan a periodistas, matan a suníes si son chiíes o a chiíes si son suníes, degüellan adolescentes israelíes o a colaboracionistas con Israel, persiguen a cristianos, ejecutan a adúlteras y homosexuales, y, en general, procuran infligir el mayor daño posible, que culmina a menudo en la muerte, a cualquiera que no acepte la grandeza y la misericordia de Alá. Llámense Al Qaeda, Estado Islámico o Boko Haram, son asesinos cuyo cerebro ha sido arrasado para que contenga una sola y deletérea ofuscación: la necesidad de que el Corán rija los destinos del planeta y de todos sus habitantes. Este ejército mundial de verdugos, físicos e ideológicos, es una realidad escandalosa y lacerante, y nuestra primera obligación, como ciudadanos libres y como seres pensantes que somos, o deberíamos ser, es oponernos a ella, y no solo a su expansión, que es un peligro objetivo para cualquier noción de libertad y para la supervivencia de la razón, sino también a su mera existencia. Pero, junto con los nazis mahometanos, hay otros nazis de Dios por el mundo, que predican una violencia equiparable, aunque no la practiquen materialmente. Y no es ofensivo hablar de ellos, cuando hay tantos asesinos con turbante por el mundo rebanando cuellos o fusilando a gente a la que han obligado antes a cavar sus propias tumbas: unos y otros, aunque estén en lados diferentes de la frontera que señala el uso de la violencia y vivan encadenados a libros sagrados que creen radicalmente distintos, comparten, en realidad, una misma estructura mental, por llamarle algo, y una misma debilidad existencial. Hace un par de años vi por televisión, en España, un reportaje de Jordi Évole sobre la familia Phelps, de Topeka (Kansas), creadora de la Iglesia Baptista de Westboro: todos sus feligreses son parientes; unos 40, aproximadamente. Lo que Évole mostraba me dejó atónito: un grupo de calvinistas, de ferocidad indescriptible, capitaneados por el patriarca del clan, un tal Fred Phelps, fundador del engendro en 1955, y fallecido en 2014: el hombre estará disfrutando en estos momentos de la presencia del Hacedor, y, si aquel a quien contempla no es el esperado, sino Belcebú -alguien más apropiado, en mi opinión, para retribuir sus contribuciones a la armonía universal-, o, con más probabilidad, no hay nadie ahí, salvo la oscuridad, y Phelps nada en la nada, nadie se enterará, que es lo que suele suceder con estos bulos de ultratumba. Yo he conocido en América, en persona, a algunos protestantes draconianos, es más, filofascistas, pero ninguno se acercaba, en idiocia y fanatismo, valga la redundancia, a esos seres inverosímiles. Los Phelps se dedican, desde hace unos sobrecogedores 23 años, no solo a rezar en sus madrigueras, sino, sobre todo, a manifestarse contra todo aquello que detestan, que son muchísimas cosas: los gays, lesbianas, travestis y transexuales, los católicos, los judíos, los musulmanes, los hinduistas, los budistas, los ortodoxos, otros protestantes, Obama -que es el Anticristo-, el cuerpo de Marines, los abortistas, Italia -cuna de gángsters-, Australia -tierra de sodomitas-, España -que, aún peor que los australianos, ha aprobado la ley del matrimonio homosexual- y, en fin, cualquier cosa que se aparte de la lectura de parvulario, es decir, letra a letra, de la Sagrada Biblia. Aunque también se manifiestan a favor de cosas: por ejemplo, cuando, en 2008, el terremoto de Sichuan mató a 70.000 chinos, los Phelps agradecieron públicamente la catástrofe y rogaron por que hubiera más terremotos que matasen a muchos más de aquellos "insolentes y desagradecidos" orientales. Los Phelps tienen la delicadeza de presentarse en los funerales de los soldados americanos muertos en Irak, o en cualquier parte, y, ante los padres, familiares y amigos del difunto, celebrar su muerte, con gritos, cánticos y cartelones en los que se puede leer que "Dios odia a América", algo extraordinario de todo punto, porque, como América -es decir, los Estados Unidos- no existía cuando la Biblia se escribió, y, por lo tanto, ese odio no puede constar en el libro de los libros, hay que deducir que los Phelps tienen acceso directo a la conciencia divina para saber qué ama y qué odia el Hacedor, lo que, o bien los convierte también a ellos en dioses -un politeísmo aterrador, que debería llevarlos a manifestarse contra sí mismos-, o bien rebaja la naturaleza de Dios a la de un simple ente escrutable y discernible, algo igualmente incompatible con sus creencias, por no hablar del mero hecho de que "Dios odie", un sentimiento vulgarísimo que desmiente, asimismo, su grandeza intemporal, su omnipotencia allende toda limitación humana. Por una de esas manifestaciones en el funeral de un marine, los padres del soldado denunciaron a los Phelps por difamación, invasión de la intimidad y daños morales, pero, aunque el tribunal de primera instancia les dio la razón, el Tribunal Supremo falló, en 2011, por ocho votos contra uno, que la Primera Enmienda, que consagra la libertad de expresión, amparaba la actuación de los Phelps. (El voto discrepante fue el del juez Samuel Alito, al que debemos honrar por haber mantenido viva la llama de la dignidad humana). Los homosexuales constituyen uno de los objetivos predilectos de las barrabasadas de los Phelps. "Dios odia a los maricones" es una de sus leyendas más célebres, presente en casi todas sus apariciones públicas. Cuando Évole los entrevistó -algo que, cuanto más lo pienso, más admiración me causa: meterse en aquella casa era como ir a cenar a la de Norman Bates, con Norman y su madre, y discutir con Fred Phelps, parecido a enfrentarse a un sapo venenoso-, varios miembros de la familia afirmaron que los atentados del 11-M en Madrid habían sido un castigo divino por la aprobación de la ley del matrimonio homosexual. Cuando Évole objetó que los atentados habían sido anteriores a la aprobación de la ley, y que se habían producido durante un gobierno de signo político contrario al que había promovido la ley, replicaron que Dios sabía que dicha ley iba a aprobarse (porque Dios lo sabe todo) y que había decidido castigar a los españoles antes de que ocurriera: fue, pues, una fulminación preventiva. Hace unos días, emitieron por un canal de televisión británico un nuevo reportaje sobre la familia Phelps, que empequeñece hasta la desaparición a otras familias célebres por su horror: la familia Adams, la familia Manson, la familia Kardashian, la familia de Jordi Pujol. Su responsable era el periodista Louis Theroux. Theroux hablaba con casi todos sus miembros, y en todos se constataba una misma pauta de conducta, la única: un discurso robótico pegado a la literalidad de la Biblia, única fuente de conocimiento y de moralidad, pero, paradójicamente, capaz de integrar los innumerables errores y contradicciones del texto sagrado -es lógico: es un relato compuesto azarosamente por pastores palestinos hace 2000 años- en ese mismo discurso literal. Porque, naturalmente, cuando uno ha dado con una explicación capaz de abarcarlo todo, aun sus propias lagunas y equivocaciones, ¿para qué va a molestarse en pensar más? La impostura y artificialidad del discurso se echaba de ver, especialmente, en los más jóvenes de la familia: por ejemplo, un niño hablaba de la pronta venida de Jesucristo tan mecánica y despreocupadamente como podría haber contado el cuento de Caperucita. También esto es lógico: llevaba toda la vida aprendiendo la lección. Y todos, por tierna que aún fuese su edad, insultaban a los homosexuales y a los infieles, es más, les deseaban la muerte, con esa alegría adolescente tan característica de los americanos seguros de sí mismos, con una sonrisa amplísima en la cara, con la certeza salutífera de estar en posesión de la verdad y de tener asegurada la salvación. No solo la evidencia de lo devastadora que puede ser la imposición de las supersticiones de los padres en los hijos, sobrecogía; también la jovialidad de aquellos adolescentes helaba la sangre. Ninguno se planteaba el menor resquicio de duda: eso sería una herejía; ninguno sabía lo que significa la crítica: criticar las propias ideas está inspirado por el demonio. Lo peor era, a mis ojos, que la familia Phelps reivindicase siempre la moral, y la invocara en todas sus actuaciones públicas, pero, con su comportamiento, la pisotease metódicamente, es más, la negase de raíz: cuando revienta un funeral por un joven muerto, niega todo principio moral: el respeto, la compasión, la solidaridad; cuando desea la muerte de sus semejantes, es tan homicida como quienes la infligen; cuando niega el derecho a discrepar, está negando los principios mismos de la condición humana: la libertad de conciencia y la libertad de pensamiento; cuando se grita que los homosexuales son criaturas del Maligno, y que su destino es el infierno, se omite que también los homosexuales han sido enviados a este mundo por Dios, y que el amor que sienten por las personas de su mismo sexo es mucho más elevado que el odio que los Phelps incuban por ellos. El Dios que celebran es, desde el primer hasta el último momento, un Dios de odio, punitivo, sanguinario, veterotestamentario: no se le puede amar; solo temer, como se teme a un Moloch capaz de destruirnos con una sola mirada de sus ojos abrasadores. Los Phelps, que se sepa, no han matado todavía a nadie (aunque han destruido moralmente a quienes han tenido la mala suerte de nacer en su seno), como sí han hecho, y mucho, los nazis del Islam, y, por lo tanto, no se les puede comparar en crueldad, pero son los dignos herederos de una tradición cristiana secular, que ha matado con prodigalidad y que ha cercenado cuanto ha podido el pensamiento y la libertad humanos; y también de sus inclinaciones pirómanas, que los Phelps ya no practican con sus semejantes, pero sí, todavía, con una de sus mejores creaciones: los libros. A menudo se presentan en una reunión de musulmanes y queman un Corán; o bien aplauden que en Guantánamo los guardianes se meen en él. En realidad, todos los nazis de Dios, sean cristianos, judíos, musulmanes o de cualquier otra religión del mundo, comparten una misma incapacidad o una misma cobardía: la de entenderse seres frágiles, finitos, inciertos, insignificantes, pero dotados por la naturaleza de una razón y una sensibilidad que les permite sobrellevar con dignidad, mientras dure, esta realidad incomprensible que es vivir. Todas las religiones del mundo obedecen al miedo: al miedo de no saber, al miedo de no entender, al miedo de sufrir, al miedo de morir. También los ateos sentimos miedo, pero no lo combatimos instaurando un miedo mayor y llamándole Dios, sino aceptando -y no es fácil- el ser a la intemperie, la incertidumbre que nos constituye, el estupor que suscita este chispazo infinitesimal que somos entre dos inexistencias. Las religiones son la causa de casi todas las guerras que afligen hoy al mundo, y de casi todas las que han sacudido a la humanidad desde el Neolítico. Las religiones son polemógenas: crean el conflicto. No es de extrañar: cuando se enfrentan dos que están convencidos de que su alma inmortal se dirime en el enfrentamiento, saltan chispas: las de los autos de fe, las de las ciudades incendiadas, las de las bombas en los campos de batalla, pero también en los aviones y los trenes y los mercados. Todos los ejércitos del mundo han reclamado siempre que Dios estaba de su parte. Los nazis hasta lo inscribieron en los cinturones de sus uniformes: Gott mit uns ("Dios con nosotros"). Si es así, yo no quiero que ese Dios esté conmigo. Yo prefiero a alguien más humano.
La espiritualidad verdadera no tiene que ver con esta gente bárbara. Es ver con los ojos de la imaginación, como WIlliam Blake, el mundo espiritual, que sólo existe mediante la fe. Siempre respetando, por supuesto, a las personas que no la tienen. La espiritualidad es creer en la existencia del alma, pero se puede creer que ésta es mortal o inmortal. Yo he sido platónica o neoplatónica toda mi vida, antes incluso de saber nada sobre el mundo de las formas y de las ideas. Tiendo al romanticismo y al misticismo de forma natural. El misticismo no es otra cosa que establecer una relación una relación directa con el espíritu creador del Amor, del que surge todo lo viviente, fuera de toda institución pervertidora de la creencia espiritual. Leer el Libro de la vida de Santa Teresa me ayudó muchísimo a situar mi propia experiencia en este terreno. Cada persona tiene la libertad de pensar y de creer en lo que quiera, siempre naturalmente que no trate de imponérselo a los demás.
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