Hoy volvemos a disfrutar de algunos de los grandes placeres de Londres, como el tráfico urbano -tardamos tres cuartos de hora en llegar desde el puente de Chelsea hasta Oxford Circus- y las multitudes de Oxford Street, reforzadas en estas fechas por millones de turistas, que se suman a los millones de lugareños que ya la recorren habitualmente. Pero Pablo quiere comprarse unos tejanos de pitillo y las tiendas de la zona ofrecen posibilidades infinitas, aunque todas se parezcan al Zara. Damos algunas vueltas, pero Pablo no encuentra los pantalones que le corten lo suficiente la circulación de las piernas. Por fin, se me ocurre que una oferta de leggins podría ser lo que estuviera buscando, y él se prueba algunos con entusiasmo. Sale enseguida de los probadores, triunfante, con unos pantalones en la mano. "¡Estos, estos!", profiere, como si hubiera encontrado un billete de cincuenta libras por la calle. Está feliz: por fin se le notarán los latidos en las piernas al caminar. Buscamos luego algún lugar para comer. La zona es cara y nos cuesta encontrarlo. De hecho, no lo encontramos. Al llegar a Regent's Street, recuerdo un restaurante marroquí en el que almorcé con Silvia Terrón, hace casi un año, y nos dirigimos a él, con la preocupación de que no haya ninguna mesa libre: no reservar en Londres es siempre una temeridad. Pero la hay: todas están reservadas, pero el camarero no tiene ningún inconveniente en retirar el cartel de una y acomodarnos en ella. El local se llama Momo, y la terraza resulta muy agradable. Entre los camareros, hay de todo: una inglesita muy risueña, con todo el pelo para un lado, que nos da las cartas como si repartiera piruletas; una negra espigada pero contundente que se parece a Grace Jones (y que, a los postres, recogerá las migas de la mesa con una tarjeta de crédito); y un moro sin músculo risorio que atiende mirando al tendido. El primero que he pedido, un surtido de brouats (que no tengo ni idea de qué son, pero algo había que pedir), consiste en tres empanadillas minúsculas, que hay que untar en un platillo de salsa no menos microscópico. Cuando me lo ponen delante, veo a mis hijos contener la risa, y, cuando Grace Jones se ha marchado, los veo estallar en carcajadas: servirme eso es como alimentar a un luchador de sumo con gominolas. Pero, qué remedio, me echo los brouats al coleto, me acabo la cerveza -una marroquí, Casablanca, excelente, por la que, como descubriré luego, me cobrarán cinco libras, más el servicio- y espero con resignación al segundo plato. Entretenemos la espera, y luego el resto de la comida, con sinopsis de cine, que Pablo y Álvaro leen en el móvil. Las sinopsis de cine son unos resúmenes humorísticos de películas que hace Ángel Sanchidrián, un madrileño treintañero, con una gracia casi andaluza para la deformación y la hipérbole, y con los que ha conseguido publicar un libro, titulado así, Sinopsis de cine, y tener 116.000 "me gusta" en facebook. A título de ejemplo, esta es la sinopsis que ha hecho de El diario de Noa: "Bueno, pues hoy he visto El diario de Noa, y os voy a contar un poco. La película va de un chiquín que amenaza con suicidarse para conseguir una cita (¡maestro, torero!). Él va con su boina como un pastor de Cabezón de Pisuerga y ella riéndose a carcajadas, gritando y dando saltos como una perturbada. Entonces los dos se enamoran como cualquier adolescente, todo el día pegados que parece que no tienen casa, estrellándose los helados en la cara, jugando al 'aquí te pillo, aquí te mancillo', discutiendo como camareros chinos… A la mínima él la empotra y ella se enrosca, que es lo que le da la calidad a la película. Él debería lavar un poquito la boina y ella dejar la cafeína, pero por lo demás no hacen mala pareja. Y luego está el padre ahí de risas, que se ha dejado el bigote como el flequillo de un pony, fumándose hasta el mimbre de la mecedora, y la madre que le dice que deje al Noa, que es un piojoso y un mileurista. Y ya se acaba el verano y cada uno a su casa, pero sin darse el whatsapp ni el spotify ni nada. Después ella se lía con otro que es rico y él se pone a presentar Bricomanía, pero al final les pica la pepitilla y vuelven a quedar en un lago que es muy romántico lleno de patos tirados a puñaos. Y ahí están una semana él a serrucho y ella boca arriba como un nenuco. Un cuento de hadas. La banda sonora es de piano con patos volando, que es la pena más grande que existe, y el guión es muy romántico, porque hay muchos morreos a baba chorro y muchos patos. Te la recomiendo si te gusta llevar boina o las montañas de patos". La deliberada cutrez de la expresión esconde una disposición retórica sofisticada y unos mecanismos de exageración -sobre todo, las comparaciones- muy eficaces. Pablo, Álvaro y yo nos reímos durante toda la comida, lo cual causa algún estupor -y, probablemente, incomodidad- en los estirados comensales circundantes, entre los que contabilizo a un rubio con americana y camisa fucsia que hace girar una copa de rosé, tres negras imponentes que se dirigen a Grace Jones en francés (y Grace responde en francés), pero que entre ellas hablan en algún idioma africano, y un chino que pide té. Pero nos da igual la incomodidad de los vecinos. A Álvaro, que es el que lee los textos, como el monje que leía los Evangelios en el refectorio de los conventos, se le enfría el cuscús y se atraganta en alguna ocasión hasta casi el ahogo, pero vale la pena. Cuando hemos agotado prácticamente nuestra capacidad de carcajearnos, llamamos al moro que nos ha recibido y que no ha esbozado ni una sonrisa en las dos horas que llevamos en el restaurante (ni creo que en toda su vida), para pagar. Serán 85 libras del ala por una comida simplemente correcta, aunque hay que reconocer que el pastel de queso estaba extraordinario. A las cuatro he quedado con María Salvador en la National Portrait Gallery, que no queda lejos de Regent's. Pablo y Álvaro me acompañan hasta el lugar de la cita. Salimos por Piccadilly, cruzamos por Leicester Square y enseguida llegamos a Trafalgar. Las multitudes siguen en la calle, arremolinadas con frecuencia en el exterior de los pubs. Uno, Sherlock Holmes, está especialmente concurrido: hay gente apoyada -ella y sus cervezas- hasta en el buzón rojo de correos. María llega puntualmente. Hemos querido vernos una última vez antes de que ella se marche cinco años a Columbus, en Ohio, a hacer su doctorado en arte japonés: es un ejemplo más de gente joven y con talento que no encuentra su sitio en España (es decir, para la que España no tiene sitio) y que ha de practicar la movilidad exterior, por utilizar la esclarecida expresión de nuestra perspicaz ministra de Trabajo. Nos vamos a un café Nero cercano -el mismo en el que estuvimos la otra vez que nos vimos- y hablamos de sus planes y expectativas. También de su actividad literaria: está trabajando en un poemario, Los que no duermen, que me ha enviado para que lo lea. Le doy mi opinión sobre el libro -que trata, entre otras cosas, de la soledad y el vacío, con reflexiones sobre la experiencia del viaje, o del exilio, que suscribo enteramente, y que es bueno, aunque se me antoje un punto demasiado abstracto, con una frialdad que, en ocasiones, le perjudica-, mientras chupamos un moka con leche frapé. En estas, una señora con necesidad de usar el lavabo, tras un rato de espera, aporrea la puerta con el bastón. Luego, insta a un camarero que pasaba por allí a que ejerza su autoridad camareril para desalojar el tan ansiado retrete, pero el joven poco más puede hacer que llamar a la puerta y recordar a quien sea que hay gente esperando. El sulfuramiento de la señora -y, supongo, también sus retortijones gástricos- se acrecienta hasta casi la furia. Pero es una furia inglesa: cuando, por fin, sale una chica del váter, la dama, de pelos cortos y alámbricos, le espeta que ha sido muy desconsiderada, que hay una larga cola de gente esperando. En realidad, la cola de gente la componemos ella y yo, pero se entiende que, después de tanto rato de sufrimiento, la considere una enormidad. La chica no responde nada y desaparece con una velocidad de la que no ha hecho gala en el excusado. Al salir, la señora nos informará a María y a mí de que el lugar está hecho una pena, y que parece que la chica se ha haya dado una ducha dentro. Cuando entro, compruebo que no es para tanto: la señora tendría que haber utilizado algún servicio tunecino o turco, como he hecho yo, para saber lo que es bueno. Cuando me despido de María, delante de la iglesia de Saint-Martin-in-the-Fields, siento una punzada de melancolía: seguramente, no volveré a verla hasta dentro de mucho tiempo, cuando tanto ella como yo hayamos cambiado mucho. O quizá no vuelva a verla nunca más. A veces he pensado en las muchas cosas que hacemos hoy, ahora, por última vez, o en las muchas personas de las que nos despedimos sin saber que no las volveremos a ver. Son muertes diarias: la del otro y también la nuestra, porque nunca más seremos como somos con esa persona. Son las pequeñas muertes de las que se compone la vida, y que anticipan esa muerte grande que, en algún momento, quizá muy pronto, ocupe todo el espacio de nuestra vida.
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