Ayer, al salir del tren, de vuelta de Barcelona, llovió una enormidad, llovió como para que se parase el mundo, llovió la intemerata. Aceleré el paso, para llegar a casa antes de que estallase una tormenta que se anunciaba amazónica, pero no lo conseguí: cuando empezaron a caer baldes de agua, me refugié en un portal. Los rayos explotaban como paraguas desmochados: eran patadas de luz en el tapete luctuoso del cielo. Los relámpagos descorrían ese tapete: lo transformaban, durante décimas de segundo, en un estanque fosforescente. Y los truenos, atados a los relámpagos como perros grandes a una carreta de llamaradas, rompían justo encima de mí cabeza, pero eran tan fragorosos que estoy seguro de que gente a kilómetros de distancia también tenía la sensación de que rompían justo encima de la suya. Recordé, ante la orquesta apocalíptica del cielo, que mi abuela se metía debajo de la cama cuando tronaba. Para ella, las tormentas eran un castigo del Cielo -y bien, en un sentido literal, lo eran-, y les tenía horror. También Obélix sufría lo indecible con los terremotos del cielo: aquellos galos temerosos de Tutatis creían que se les iba a desplomar encima, y sus pociones mágicas, tan útiles para aporrear romanos, no los inmunizaban contra el desastre. Ayer llovió como para acabar con todas las sequías del mundo: parecía que la lluvia quisiera hundir las casas; parecía que el firmamento fuera agua. El agua martilleaba, y el asfalto era el yunque. Y en el asfalto caían, no solo los mazazos líquidos, sino también perdigones de granizo. Mientras esperaba a que escampase, si es que aquella barbaridad había de escampar alguna vez, vi pasar por la calle el Arca de Noé. "Ey, ¿qué pasa?", me saludó desde estribor, sobreponiéndose a unas barbas blancas luengas y lastimosamente empapadas. Las jirafas se destacaban a su lado; también distinguí a un mono aullador y a una lechuza de las nieves. En cambio, no vi ningún felino: debían de haberse refugiado en las cubiertas inferiores; ya se sabe que no son demasiado amantes del agua. Le devolví el saludo a Noé, y él continuó su viaje, camino del monte Ararat. Siguió lloviendo con escándalo durante un buen rato. Pasó un chico por la calle con ademán tranquilo. Iba como si se hubiera tirado vestido a una piscina. De hecho, la piscina se le había tirado encima, y él, con estoicismo teñido de inteligencia, había decidido que no iba a cansarse corriendo, cuando todo estaba perdido ya. Paseaba, pues, con las manos en los bolsillos, mientras el agua se le aferraba a los calzoncillos, al alma. Aunque, si hubiera apretado un poco el paso, quizá se habría podido subir también al Arca de Noé, y el anciano barquero lo habría acercado a casa. Llovía, llovía, llovía, no con infinita mansedumbre, como escribe Cela al principio de Madera de boj, sino con infinita saña, como si no hubiera en el mundo nada más que lluvia, como si la lluvia fuera el mundo. Los edificios se escondían tras las cortinas de agua, que ondulaban antes de llegar al suelo, sacudidas por un viento desquiciado. Recordé también, en aquel portal que era mi nuevo útero, mi útero momentáneo, las tormentas de verano en Azanuy: las anunciaban los heraldos negros, unas nubes de obsidiana que se abatían de repente contra el sol y lo amortajaban, como si tanta claridad fuera obscena. Nuestras madres nos llamaban, porque la tormenta iba a golpear con fiereza, y nosotros le echábamos una carrera al agua, a ver quién llegaba antes: si ella a nosotros, o nosotros a casa. A veces, ganaba el agua; otras, nosotros. Ya a refugio, la veíamos, no solo caer, sino también pasar: acumulada en torrentes, el agua se precipitaba por nuestra calle en pendiente como un coletazo sin cuerpo. Sentado el umbral del patio, contemplaba aquel animal difuso y enorme correr y correr, desde las nubes altas, que ya se habían fundido en un abrazo de plomo y ocupado todo los resquicios del cielo, y que no dejaban de vomitar electricidad y caldo, hasta las bocas de las alcantarillas empachadas, que devolvían a la superficie más agua de la que tragaban. La riada bailoteaba en ellas como si se riera de su hartura, y seguía avanzando, en busca de nuevos destinos, de nuevos territorios conquistables. Cuando la lluvia aflojaba y, por fin, cesaba, recuerdo, sobre todo, los olores: a adobe mojado, a rastrojo vivificado, a río colérico, a transparencia. El Sosa, un arroyo que, a su paso por el pueblo, se convertía en vertedero, se había hecho, con la lluvia, un río de verdad: ya no era solo el lugar desde cuyo puente la gente ahogaba a los cachorros -de gato, de perro- no deseados, sino un caudal enérgico, que había devorado la basura y casi el puente. La lluvia es la ducha de la naturaleza: una ceremonia de unción. También cuando remitió ayer, en Sant Cugat -y parecía que no iba a hacerlo nunca-, todo se diría recién parido: la humedad hace ágiles a las cosas. Un deshilachado aroma de resurrección invadía el parque, y a mí. Los coches brillaban más que la luna. No había cotorras en el aire, pero sí una promesa de vuelo, un esplendor de alas futuras. Abandoné el portal salvador, y me fui a casa. Los tejados regalaban gotas con generosidad y los desagües evacuaban como si todavía lloviera. Y en los charcos de los bordillos, de los recodos, de las depresiones del terreno, las hojas ahogadas, y algunas ramas, bailaban a corro, entre efusiones de plata: muchas desaparecían en los sumideros; otras se quedan allí, blancas, desmelenadas y muertas. Llegué a casa, por fin, razonablemente mojado, pero entero. Ya no se veía la barca de Noé en el horizonte.
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