Lanzarote es la isla de César Manrique. En pocos lugares, por no decir en ninguno que yo conozca, se observa una implicación semejante de un artista con su tierra. Manrique nació en Arrecife en 1919 y, salvo los años de la Guerra Civil -en la que combatió, como voluntario, en el bando franquista-, los de estudios de arquitectura y arte en Tenerife y Madrid, y los de estancia en Nueva York, entre 1964 y 1965, siempre vivió en su isla natal, primero en Taro de Tahíche -donde tiene ahora su sede la fundación que lleva su nombre- y luego en Haría, ambas en el interior. Nuestro primer contacto con su obra se produjo en el hotel mismo en el que nos alojamos, el Meliá Salinas, llamado simplemente Las Salinas antes de que se lo apropiara la cadena hotelera. Inmensos murales de Manrique, con cierto aire mironiano, reminiscentes de olas y figuras pisciformes, nos acompañaban todos los días en el comedor principal; en la fundación veríamos después los bocetos, de 1977, en los que están basados. También los jardines y las piscinas del Salinas son obra del pintor. Los primeros, dispuestos circularmente en el interior del edificio, albergan una vegetación espesa, de la que brotan, como espinas hambrientas de sol, altísimas palmeras. Las piscinas se mezclan también con árboles y plantas, y todos sus elementos son acordes con los criterios y elementos típicos de la edificación lanzaroteña: piedras volcánicas, paredes blancas y austeridad, casi draconismo, ornamental. Están muy bien, sin duda, aunque no sé si me gusta que sean de agua de mar. Para disfrutar del agua del mar, ya está el agua del mar, a pocos metros de distancia. En un hotel uno prefiere, quizá, un agua en el que puedan abrirse los ojos y la boca sin que ardan todas las mucosas. Murales, jardines y piscinas acreditan la principal característica de las obras de Manrique en Lanzarote y, de hecho, en cualquier otro lugar: la perfecta integración de la actuación humana en el espacio natural en que se produce. Las intervenciones de Manrique tienen siempre un reducido impacto visual, que a veces roza lo inapreciable. Donde mejor se observa este respetuoso comercio con la naturaleza es en la Cueva de los Verdes, en la que los únicos rastros humanos discernibles son un sendero que se acomoda a las ondulaciones del subsuelo lávico y una discretísima iluminación, suficiente, no obstante, para disfrutar, en toda su riqueza, de las multifacetadas irisaciones de las paredes basálticas. En el Jardín de Cactus, en Guatiza, Manrique aprovechó una antigua cantera para instalar una espléndida colección de cactáceas canarias y del resto del mundo, cuya exuberancia no contradice la discreción esencial del artista. En los Jameos del Agua, su actuación, sin ser inadecuada, se nos antojó más agresiva, una agresividad que la exigüidad del lugar hace más evidente. Las escaleras que bajan y suben de los Jameos son demasiado visibles, y la sensación de manipulación humana se ve incrementada por la imperiosa presencia de bares y restaurantes en los propios túneles volcánicos. La piscina del Jameo superior constituye también un bofetón para la vista: el blanco y el azul rechinantes de la piscina condicen con los de las piscinas de cualquier alojamiento turístico, pero disuenan en este espacio subterráneo y umbrío. En los puntos elevados también se aprecia la mano, la personalidad de César Manrique: allí se trata de que no resalten, de que no constituyan una cima superpuesta a la cima en la que se encuentran. Así sucede en el Mirador del Diablo, en Timanfaya -donde no nos detuvimos por la enormidad de los precios y el gentío-, y en el Mirador del Río, en el Risco de Famara, que ocupa el emplazamiento de una antigua batería costera, y cuyas dos cúpulas se han enterrado en la roca para evitar su avistamiento exterior. Pero Manrique no solo era pintor, muralista y arquitecto, sino también escultor, y sus esculturas salpican igualmente el paisaje lanzaroteño. De hecho, en casi cualquier rincón aparece alguna creación suya. Muchas juegan con el motivo del viento: son esculturas móviles, que subrayan el papel de los alisios en la conformación del paisaje de la isla y de la personalidad de sus habitantes. Todas mantienen un aire racionalista dentro de la abstracción: líneas rectas, articulación geométrica pero subversiva, funcionalidad. Aunque la principal obra de Manrique quizá sea una fija: el monumento al Campesino, también llamado monumento a la Fecundidad, construido con tanques de agua de antiguos barcos pesqueros, y elevado sobre una plataforma rocosa, en San Bartolomé, por cierto, una de las localidades más feas de todo Lanzarote. La pieza -cerca de la cual se alza el Museo del Campesino, también diseñado por Manrique- puede visitarse, y no es raro ver a turistas, como hormigas despistadas, recorriendo la base de la enorme figura blanca. El ascendiente de César Manrique en la vida artística de la isla se confirma en la sede de la fundación y en su casa-museo en Haría. La primera es un espléndido edificio, donde Manrique vivió más de dos décadas, pero acondicionado hoy como museo, que alberga piezas tan curiosas -y valiosas- como "Vieja modelo-joven odalisca, mujer andrógina, pastor de la Arcadia y pescador con boina caída (suite 156)", de Picasso, además de la propia obra pictórica de Manrique, terrosa, matérica, volcánica, antifigurativa. Cuando la visitamos, pregunté por su director, Fernando Gómez Aguilera, hombre cordial y también poeta, al que había conocido en un encuentro literario hace ya algunos años, pero estaba de vacaciones. También me interesé por las publicaciones de la fundación, entre las que se cuenta la magnífica colección "Péñola Blanca", donde han publicado autores tan relevantes como José Ángel Valente, José Miguel Ullán, Claudio Rodríguez, Andrés Sánchez Robayna y Antonio Gamoneda -este, la primera edición de Cecilia, el exquisito poemario dedicado a su nieta-, y que se hacía con un papel de calidad textil, pero en los estantes del bar-librería solo había un puñado de libros desparejados, y muy pocos de la propia fundación. Para mi desaliento, la camarera-librera me informó de que allí solo podían comprarse los títulos que estaban expuestos, y que, para adquirir cualesquiera otros, había que hacerlo a través de la página web de la fundación. Encontré alguna compensación en la exposición sobre Leandro Perdomo organizada en una dependencia anexa: una muestra, amplia y bien hecha, de la vida y la obra de un autor local, relator de la vida isleña, cronista de las quietudes e infrecuentes sobresaltos de la ciudad de Arrecife, cuyo localismo lo aupaba, paradójicamente, a una desconocida universalidad. Compré, por fin, una recopilación de los artículos de Perdomo publicados en la prensa de Lanzarote, de cuya edición es responsable el propio Gómez Aguilera, y salimos para la casa-museo de Manrique, en Haría, un pueblo de casas blancas y tranquilas, y calles salpicadas de palmeras; de hecho, aquí se concentra el mayor palmeral de las Canarias, aunque esté hoy muy disminuido en relación a lo que fue. En esta casa Manrique vivió solo cuatro años, desde 1988 hasta 1992, cuando su coche fue arrollado por un jeep cerca de Teguise: hubo que extraer su cuerpo, aún con vida, del Jaguar que conducía con gatos hidráulicos y pinzas cortadoras, pero no se pudo hacer nada por salvarlo. El taller en el que trabajaba en Haría permanece todavía como él lo dejó, con varios cuadros recién empezados y las pinturas por el suelo. Salvo que fuesen obras de pequeño formato, en cuyo caso utilizaba caballetes, Manrique siempre pintaba en el suelo, agachado sobre el lienzo o la tabla, y yo, la verdad, me pregunto cómo un hombre ya de avanzada edad podía resistir tantas horas doblado, dando vigorosos brochazos. Quizá le ayudase no fumar ni beber, aunque en el comedor de su casa en Haría reparé en un mueble-bar bien surtido de ricos licores (y tapado con metacrilato, para que los visitantes no pudieran echar un lingotazo furtivo ni llevarse el Jack Daniels a casa). Por cierto, que en el bar de noche del Meliá Salinas se servía un cóctel llamado César Manrique, sin alcohol, y en la carta, en la que se detallaba su composición a base de zumos de frutas, se justificaba por el puritanismo del artista, que no solo no fumaba ni bebía, sino que no consentía que nadie lo hiciera cerca de él. La casa es espléndida, trufada de obras de arte y libros, entre los que distingo muchos de poesía. Paseamos, con muchos otros visitantes, por entre los muebles lujosamente trabajados, los espacios amplios y la interminable decoración, decantada con el gusto de un creador experto. No estaría mal vivir aquí. No estaría mal vivir en una isla en la que se pudiera obrar con libertad.
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