Lanzarote es un lugar hermoso y desolado. No hay dos árboles juntos en toda la isla. La única vegetación que se aprecia son el mato, la uva de mar y la tabaiba dulce, que puntean el desierto con tenacidad de náufragos verdes; los helechos, que se aferran con fiereza aún mayor al malpaís y las formaciones lávicas; las palmeras, higueras y chumberas, dadoras de buenos frutos; los cactos, de los que hay espléndido un jardín en Guatiza; y los arbustos frutales introducidos por el hombre, singularmente la vid. Lanzarote da buenos vinos blancos: recomiendo El grifo y La grieta; son excelentes, aunque no baratos. Toda la isla es una sucesión de volcanes y del producto de esos volcanes: cada elevación es un cráter; cada superficie, una eclosión del subsuelo. Las playas, rocosas y negras, son incómodas, pero, por eso mismo, por una incomodidad que repele al turista, resultan atractivas: uno casi siempre está solo entre piedras y vientos, casi tan duros como las piedras. Los enclaves turísticos que se han construido para alojar a las hordas de ingleses, alemanes y también españoles que sostienen la economía de la isla -Costa Teguise, Puerto del Carmen, Puerto Calero, Playa Honda, Playa Blanca- rodean, precisamente, las pocas playas de arena blanca que pueden encontrarse. Algunas quedan fuera del abrazo asfixiante de esos territorios abominables, como las cinco que rodean la punta del Papagayo, la más meridional de la isla, pero no se libran de la masificación: en una hay hasta un cámping, que es preciso atravesar para llegar al agua, y en el que se amontonan avancés de plástico, bragas y calzoncillos puestos a secar, barbacoas con toda la familia, abuelos en camiseta imperio, olores a crema solar y pieles quemadas, lolailos con slips de licra y jóvenes con tatuajes hasta en las pestañas. Lamenté comprobar que en una roulotte ondeaba una bandera republicana y en otra, una del Barça: son dos causas que yo también abrazo, y que me disgustó ver mezcladas en aquel lugar. Ah, qué placer, el cámping. La capital es Arrecife, que tiene dos castillos, una iglesia y el Puente de las Bolas. Al oír este nombre por primera vez, uno piensa en algo abundoso y memorable, billárico y espectacular: pero solo son dos bolas, y, además, pequeñas. Representan, según parece, a oriente y a occidente, esos puntos fundamentales en la historia de la navegación, de la que Canarias forma parte indisociable. Arrecife también tiene El Charco, un entrante de mar junto al puerto, en cuyo azul purísimo cabecean algunos botes y otros, naufragados, lucen las quillas al sol, como huesos escondidos que hubieran roto la envoltura que las protegía y ahora se mostrasen mondos y desnudos a los ojos del mundo. Junto con los castillos de San Gabriel y San José -que aloja un museo de arte contemporáneo muy decepcionante-, a lo largo de la isla hay otras fortificaciones que dan cuenta de la lucha contra la tortura histórica de la piratería. Lanzarote es la isla afortunada más cercana a la costa africana, y eso ha facilitado, a lo largo de los siglos -desde que la descubriera, a principios del XIV, el navegante genovés Lanceloto Malocello, que bautizó a la isla con su nombre, como otro italiano, Américo Vespucci, hizo con América-, que la visitaran, con innobles intenciones, franceses, holandeses, portugueses y los peores: ingleses y berberiscos, parejos en granujería y ferocidad. En el volcán de Guanapay, que proyecta su sombra sobre la antigua capital de la isla, Teguise, se alza el castillo de Santa Bárbara y San Hermenegildo, sede de un museo de la piratería con abundante información histórica, pero con escaso contenido museístico. Es interesante, no obstante, la noticia que da de la derrota nada menos que del almirante Horacio Nelson en su intento de ocupar Santa Cruz de Tenerife, en 1797. Allí el futuro vencedor de Trafalgar perdió a 226 hombres y el brazo derecho, que le estropeó un cañonazo de los canarios. Aunque, para disimular la derrota, Nelson alegó, muy cucamente, que había luchado contra 8.000 defensores, en realidad sus fuerzas eran muy superiores a las comandadas por el teniente general Antonio Gutiérrez de Otero: 4.000 ingleses contra 1.700 españoles, que, además, en su mayoría no eran soldados regulares, sino milicias isleñas. Pero estos combatientes no profesionales consiguieron repeler casi todos los intentos de desembarco, aislar en el convento de Santo Domingo a los pocos británicos que habían conseguido hacerlo, y hundir la balandra HMS Fox, cuyos restos reposan todavía en el fondo del océano. Es sorprendente comprobar qué pocos españoles saben de estos hechos y, a la vez, cuánta difusión y cuántos honores reciben los ingleses por ellos, aunque hayan salido derrotados: el respeto por la historia de un país suele corresponderse con el respeto con su presente, con la sociedad surgida de ese pasado, y en España ese desinterés por lo que somos, y por lo que podríamos ser, es omnívoro y descorazonador. Pero estábamos en Lanzarote, y no quiero dejar de señalar algunas de las visitas más memorables. El parque nacional de Timanfaya, desde luego, es obligatorio, aunque haya que superar colas soviéticas, de coches y de personas, para acceder a él: el paisaje que se despliega ante los ojos, una mezcla de territorio lunar y de escenario concebido por la mente de algún surrealista ebrio, tiene difícil descripción. La Cueva de los Verdes, una galería volcánica de seis kilómetros de extensión, de los que solo se puede recorrer uno, constituye otro lugar fascinante, en el que uno camina por un sendero estrechísimo, entre paredes de irisaciones casi incandescentes, tapizadas de goterones de lava, y ríos, también de lava, detenidos, como si aquel fuego sólido de hace millones de años se acabara de solidificar, como si su sobrecogedora ebullición se hubiera congelado de repente. En la Cueva de los Verdes uno se siente en las tripas de un volcán. Por el contrario, los celebrados Jameos de Agua no estuvieron a la altura de nuestras expectativas: que un bar tras otro jalonase el breve recorrido por las cuevas le restó mucho a la autenticidad del lugar. Solo los jameítos, esos cangrejos blancos y prehistóricos que se han quedado ciegos de vivir en estos agujeros sin luz, nos alegraban el paseo con sus movimientos tórpidos, aunque chocasen contra las monedas que los turistas se empeñan en tirar al agua, a pesar de estar estrictamente prohibido: la corrosión del metal la contamina y puede acabar con esta especie delicadísima. Pese a ello, algunos imbéciles siguen tirando céntimos a los estanques. Ningún cuerpo de agua se salva en el mundo de esta costumbre idiota: laguna que se ve, laguna que se amoneda. Yo grabaría a quienes la practican, recogería la calderilla que hubiesen tirado y se la haría tragar con un buen vaso de agua. Los Riscos de Famara, una especie de espinazo que recorre la costa noroccidental de la isla, concentran algunas de las principales elevaciones de Lanzarote, y a sus pies se extiende la larguísima playa de Famara, a la que los amantes del surf y el kitesurf acuden, con devoción de iniciados, para darse revolcones en el aire y en el agua. El volcán de la Corona, de algo más de 600 metros de altura, se alza en esos Riscos, y se puede ascender por un sendero flanqueado por vides e higueras. Y no solo subir, sino también bajar al cráter, en el que se acumulan las rocas desprendidas de las paredes del volcán. La excursión merece la pena: la sensación de soledad es reconstituyente, las vistas rivalizan con las de otros miradores afamados de Lanzarote, y los higos que se pueden coger de los árboles del camino están ya en sazón en agosto. Otro lugar que hay que conocer es el archipiélago chinijo -pequeño, en lenguaje conejero-, cuya isla principal es La Graciosa, que se reivindica, en un nuevo ejemplo de soberanismo -local esta vez: la ansias de separación alcanzan, ay, a casi todos-, como la octava isla canaria, aunque solo tiene dos poblaciones y 700 habitantes estables. El ferry que dobla la punta de Fariones y bordea la playa de Burros y los acantilados del Mirador del Río, hasta atracar en Caleta de Sebo, parece llevarte por un paisaje antediluviano, por cuyos rincones podría aparecer, en cualquier momento, un pterodáctilo. El transbordador se balancea gravemente, y uno no sabe si divertirse o preocuparse. En una pared del precipicio se observa una gran mancha verde de vegetación, que desciende hasta el mar: es una fuente de agua dulce, a la que han venido a aprovisionarse barcos fenicios, griegos, romanos y quizá vikingos. Uno se imagina, allí detenida, una galera de Roma o una frágil goleta cartaginesa cargando toneles de agua, y se le eriza el pelo, casi tanto como con las olas que baten, en ese momento de ensimismada contemplación, los costados del ferry. En La Graciosa alquilamos unas bicicletas en las que solo funcionaba lo imprescindible, las ruedas, y llegamos, por caminos que las cabras considerarían impracticables, a una de sus playas orientales, en cuyas olas moderadamente violentas nos atrevimos a bañarnos. Fue divertido, hasta que, ya de regreso, comprobé que aquellas olas traicioneras me habían arrancado la alianza de casado. En algún lugar de la costa graciosera, pues, yace ahora el anillo que he llevado durante veintiséis años, y, aunque me gustaría pensar que, como en los cuentos, un pez podría tragárselo, y luego ser pescado y abierto, y el aro, reencontrado, prefiero imaginármelo, aun con dolor, enterrado en las aguas azules y rodando, incorruptible y eterno, por los lechos atlánticos.
La Grieta no lo he probado, pero el Grifo, me encanta. Todos los años unos amigos que viven en Canarias nos traen una botella!
ResponderEliminarDe todas las islas que conozco, Lanzarote es mi preferida y La Gracios !un lujo!
Abrazos
Amelia
La Grieta merece también mucho la pena, querida Amelia. Decidles a vuestros amigos que cambien algún año El Grifo por La Grieta, y ya veréis que no salís perdiendo.
EliminarUn beso.