Hoy he quedado a comer, otra vez, con Ernesto Hernández Busto: será nuestra despedida particular. Cuando salgo de casa de mi madre, me cruzo con una familia de chinos, que viven en el piso que está justo encima del suyo. Ellos son a los que oigo hablar cuando hago los macarrones. Antes, en este inmueble vivían catalanes, aragoneses -como mi madre-, gallegos, castellanos, andaluces; hoy lo hacen chinos, alemanes -una pareja ha comprado el piso de al lado, para disponer de un alojamiento céntrico en verano-, dominicanos -en uno de los pisos del principal, de poco más de 50 metros cuadrados, como todos, viven ocho-, franceses -el otro día, salían tres chicos con acento del Languedoc-Roussillon, con chanclas y toallas al cuello-: la cosa se ha internacionalizado. En mi adolescencia, durante muchos años, un vecino, cuyo dormitorio era paredaño al mío, tarareaba el himno nacional al acostarse: yo lo oía desde mi cama. Hoy oigo hablar chino. Como se me ha echado el tiempo encima -he tenido que ir al Mercadona, de urgencia, a comprar vituallas- y hace un calor infamante, cojo un taxi. El conductor parece un luchador de pressing catch, y su forma de conducir es la que se esperaría de un histrión de los rings. No le veo la cara, pero su cogote da miedo. Llegamos en un periquete al lugar donde me ha citado Ernesto: Casa Pepe, en la parte alta de la calle Balmes. Pese al retraso con el que he salido, y gracias a la vertiginosa carrera de Joe Conductor Salvaje, llego con cinco minutos de antelación a la cita, pero Ernesto ya está allí. Casa Pepe es, en realidad, una charcutería que sirve comidas. Pero qué comidas. El local es pequeño, la entrada es estrecha y el nombre no sugiere, precisamente, un mundo de gastronomías despampanantes, pero todo está excelente. Compartimos unas almejitas -que nos sirven, en la lata, en un bol lleno de hielo-, una ensalada de lentejas, unas gambas con aguacates, un pulpo a la gallega, y un pan con tomate que parece, más bien, cristal comestible, de tan crujiente y delicado como es; de segundo, filete de buey con pimientos del padrón; y de postre, un sorbete de limón con menta para mí, y un helado de coco para Ernesto. Y los vinos están a la altura de los platos. Con Ernesto, como es costumbre, hablamos de muchas cosas. Dado que él está escribiendo un ensayo sobre la presencia -y la importancia- de algunos animales en la historia de la literatura, dedicamos un buen rato a considerar la extensión del animalismo en el mundo actual; un animalismo que empuja a muchos al vegetarianismo -cuya expresión más sádica es el veganismo- o a la oposición al uso de animales en la experimentación científica. Ernesto opina que en todas estas posiciones subyace una actitud adolescente o buenista, consistente en no aceptar que el desarrollo de la civilización ha supuesto siempre una cierta de dosis de violencia ejercida contra la naturaleza, lo cual constituye un aspecto de una actitud, más general, de rechazo a los propios lados oscuros del ser, a la violencia inherente a la condición humana. Ambos estamos de acuerdo en que esa violencia debe ser, por razones de equilibrio, y hasta de supervivencia propia, la menor posible, y que es perfectamente exigible que se ahorre a los animales todo dolor innecesario: ninguno estamos a favor de causar daños que puedan ser evitados. Sin embargo, los dos creemos en las virtudes de la explotación animal, y yo, en particular, reivindico la necesidad, mientras no haya alternativas que ofrezcan los mismos resultados, de seguir experimentando médicamente con animales: defender lo contrario en un mundo azotado por cientos de enfermedades que condenan a las personas al sufrimiento y a la muerte, me parece una crueldad para con las personas, y algo moralmente abominable. Pese a todo, tanto Ernesto como yo sabemos que nuestra opinión decae: dentro de algunas décadas -o generaciones: el ecologismo a mansalva es un fenómeno generacional- será vista como un fósil, como algo que, incomprensiblemente, defendieron los antiguos. Acabada la comida, Ernesto me acompaña a coger el tren. Caminamos por la Ronda del General del Mitre, una de las avenidas más feas de la ciudad, donde Jordi Pujol tiene su domicilio en Barcelona. Nos reímos un rato, con tristeza, a cuenta del expresidente, exhonorable y expulsado de la historia. Luego, nos despedimos en el cruce de la Ronda con la calle Muntaner. Yo sigo Muntaner abajo, disfrutando de la laxitud que lo atenaza todo en verano. La gente, aplastada por el sol, camina con menos urgencia. Los porteros, a la puerta de las casas, se mueven también más despacio. Muchas tiendas están cerradas, aunque la crisis haya hecho que no pocos negocios que otros años estaban de vacaciones, este sigan al pie del cañón. Todo parece envuelto en un plasma luminoso y ralentizador. Me doy cuenta, no obstante, de que estos no son mis barrios: esto es lo que siempre se ha llamado la zona alta de Barcelona, y yo soy solo un proletario, alguien venido del sur de la ciudad, un extraño. Aquí vivían los compañeros bien del colegio, y la mayoría de los que fueron conmigo, como estudiantes de intercambio, a los Estados Unidos. Quienes tenían aquí su casa, veraneaban en sitios como Caldetes, un lugar que, en mi infancia, se me antojaba tan exótico como Tailandia. Cuando paso por estas calles, me siento siempre un visitante, un meteco. Cruzo una plazoleta en la que nunca había reparado: la de Adriano, emperador de Roma, hispano de nacimiento (como otro grande, Trajano, y como el mayor de todos, Marco Aurelio, el autor de las Meditaciones), cuyas memorias fabuló Margueritte Yourcenar. Veo, en un extremo de la oquedad que la plaza abre en la manzana, una estatua con dos figuras que no soy capaz de reconocer. Me acerco. No tienen nada que ver con la historia de Roma: representan a un niño y una niña, abrazados. Una placa en la peana, que es también fuente, informa de que el monumento constituye un homenaje a Manuel Carrasco i Formiguera, el político demócratacristiano y consejero de la Generalitat de Cataluña en 1931, que, después de salvar a muchos perseguidos por los comunistas y anarquistas en Cataluña, fue condenado a muerte en 1937 por "adhesión a la rebelión" y fusilado, por decisión personal de Franco, ocho meses más tarde. Vuelvo a Muntaner, espantando a mi paso a una pareja de palomas que se arrullaban precopulatoriamente en los arriates asfixiados de la plaza, y llego por fin a la estación de los ferrocarriles. En el tren, se sienta delante de mí un joven con gorra, tatuajes en las piernas y un aro en la nariz, como un búfalo anillado. Tiene la mirada apagada; también la piel, pese a los tatuajes. Responde a una llamada al móvil, y mantiene una conversación en la que una de cada dos frases es un juramento o un insulto: "Mecagüen Dios, sí, ya lo sé, pero qué cojones, mecagüen la puta, dile que no, que eso no es así, y que, si no le gusta, que se vaya a tomar pol culo, hay que joderse, la madre que lo parió, cabrón. No, coño, hostia, es que estoy hasta la polla del curro, y el hijo de puta del jefe que se ha largado hoy, a tomar pol culo". La conversación, por llamarla algo, discurre por estos derroteros exquisitos, que me recuerdan al estilo que gastábamos todos en la mili, el lugar donde he hablado peor en mi vida: ciertos ambientes, opresivos, carcelarios, promueven la cacolalia, que acaba afectando al cerebro: hablar mal significa pensar mal. El joven sofisticado y yo bajamos en Sant Cugat. Antes de que la puerta se haya abierto, ya tiene un cigarrillo en los labios. El tatuaje de la pantorrilla es un dragón de manga, tan feo como su lenguaje. Sigue hablando por el móvil: sigue revelando su hastío, su envilecimiento. Al abandonar el aire acondicionado del vagón, el bochorno golpea como otro insulto, y yo pienso en Ernesto, y en Adriano, y en Carrasco i Formiguera, en esa banda intemporal que han sido mis compañeros de hoy.
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