Salgo a recoger las recetas que he encargado en el G. P. Como todavía no hemos hecho el cambio de médico de cabecera a nuestro nuevo barrio, hemos de seguir yendo a Pimlico para las revisiones ordinarias y las gestiones médicas. Me lo tomo como un paseo. Cojo el 44, bajo en la estación de Victoria -donde aprovecho para comprar El País- y voy andando hasta la consulta, que solo dista unos quinientos metros del hormiguero ferroviario. Me sorprende el sol que ilumina todo el paseo. En España están helados, pero aquí el invierno está siendo muy benigno: las temperaturas son suaves y, para mi frustración, ni siquiera ha nevado. No sé si tendrá algún fundamento científico, pero alguien nos ha dicho que así suele ser siempre: cuando en un país el clima se extrema, en el otro se abonanza. Cosas del cambio climático, o de la corriente del Golfo, o del fenómeno de El Niño, no lo sé bien. El ambulatorio -que no es sino un piso viejo del barrio- sigue sorprendiéndome también: la recepción parece una portería y, en consecuencia, no es extraño que la recepcionista parezca una portera. Cuando le pido las recetas encargadas, deja a un lado la mandarina que se está comiendo, se limpia por encima los dedos con una servilleta de papel que tiene en la mesa, con los registros y documentos oficiales del centro, y rebusca en un archivo, donde ya Oliver Cromwell debía de guardar sus papeles, hasta que da con ellas y me las entrega con una sonrisa desleída. En la farmacia a la que voy para comprar los medicamentos, al otro lado de la calle, me indican que he de hacerme una medication review, es decir, una revisión para comprobar la adecuación de lo que estoy tomando a mi estado. Es lógico: hace un año y medio que, por pereza, no me hago ninguna. Lo que no me parece lógico es que me lo hayan dicho en la farmacia y no en el propio centro médico. Mientras estoy pagando (porque en Gran Bretaña se pagan ocho libras, casi diez euros, por cada medicamento dispensado por la Seguridad Social), oigo a alguien rezongar detrás de mí. El encargado de la rebotica sale a atender al enfurruñado cliente y empieza con él una conversación en la que no reparo hasta que oigo al usuario decir: "Es que hoy no me encuentro demasiado bien. Ni siquiera puedo leer mi propio nombre...". El diálogo, que Samuel Beckett habría suscrito, sigue así: "-¿Que no puede leer su propio nombre? -No; ya le digo que hoy no me encuentro bien. ¿Y usted? ¿Es el encargado de una farmacia y no puede leer mi nombre? -¿Pero cómo se llama Ud.? ¿Puede decirme su nombre...?". La cosa se ha puesto interesante, pero ya he pagado y no puedo remolonear más para seguir escuchando: tengo que irme sin llegar a averiguar si sabe cómo se llama. Miro al hombre, que parece, como se dijo una vez de Walter Matthau, una cama deshecha, y lo veo escrutar alternativamente, con ojos desbaratados, al farmacéutico y la receta arrugada que este tiene en las manos, y que parece haber sido, hace muy poco, una pelota de papel. Luego lo veré salir mascullando del establecimiento, pero seguro que no es su nombre lo que está diciendo. Decido prolongar el paseo y volver a casa caminando: son 45 minutos de excursión, que me vendrán bien para combatir las muchas horas que me paso sentado delante del ordenador. Además, sigue luciendo el sol y el viento aún no es cruel. Las calles de Pimlico están, a estas horas del día, tan vacías como las recordaba. Los barrios de Londres bullen de actividad, pero esta zona preserva en todo momento su carácter residencial: apenas hay comercios, y las casas se suceden, rigurosamente blancas, eduardianas, encolumnadas. En Cumberland Street veo, al otro lado de la acerca, a una extraña pareja: una mujer, tocada con un pañuelo, está en el suelo, con una pierna doblada y la otra estirada, y otra señora, con la cabeza asimismo cubierta, y agachada sobre ella, le masajea un tobillo. La que está caída gime, pero no es un gemido descontrolado, sino rítmico, abnegado, casi armonioso: un "aahhh" (no "ay": también las interjecciones son idiomáticas) que se repite, con la misma intensidad y frecuencia, durante todo el periodo en el que las tengo a la vista. Y con idéntica armonía masajea la masajeadora: sin moverse del sitio en el que está, da friegas que no parecen surtir demasiado efecto, porque la herida prosigue con su cántico: aahhh... aahhh...aahhh. Se me pasa por la cabeza cruzar la calle y ayudar, pero ¿qué ayuda puedo proporcionar yo? ¿Dar friegas también? La mujer es musulmana, y que la toque alguien que no sea su marido o sus hermanos varones, aun en esas circunstancias, podría suponer la aplicación de alguna terrible pena coránica, de la que no quiero ser víctima ni responsable. Cruzo por fin el parque de Battersea, que me acoge, como siempre que brilla el sol, con sus colores densamente verdes y, ahora, con los botones incipientes de las primeras violetas y hasta de algún narciso precoz. Veo también, en un banco, a una joven que toma el sol. Se ha quitado casi toda la ropa de abrigo y permanece desparramada en la madera, con la cabeza echada para atrás, empapándose de rayos. Debe de ser una de las primeras bañistas de sol de la temporada: en los días luminosos, tras la grisura opresiva del invierno, los parques de Londres se llenan de gente ansiosa por desprenderse de la oscuridad y el frío que se les han pegado al cuerpo, y que se desnudan en la hierba para que los fecunde la luz. A los pies de esta temprana adoradora del sol se caldea también un perrillo, cuyos ojos expresan un gozo casi humano. Pasan entonces dos jóvenes que hablan en español. Una de ellas, por su acento cantarín, debe de ser venezolana. Son paseadoras de perros: cada una lleva media docena de canes, de todos los tamaños y colores. Me enredo durante unos segundos en la nube de chuchos, y me pasma que eso no les pase también a ellas: que se líen con tantas correas, y tantos cuerpos menudos, y tantas lenguas colgantes. Pero son profesionales: pasear perros es una ocupación frecuente, y hasta distinguida, en este país amante de los perros. Los ladridos de los animales se unen a los gruidos de las garzas que picotean gusanos en el légamo del estanque, y de cuyo plumaje el sol arranca destellos níveos. Ya estoy llegando a casa, pero aún he de recorrer un largo tramo en el que se exhibe una muestra de jardinería de una organización de caridad. Las macetas se alinean como soldados en formación, y un nutrido grupo de voluntarios pasea por entre las filas con palas y podadoras, para asegurarse de que todo presente un aspecto inmejorable. Lo curioso es que la noche anterior, en que también había salido a pasear por el parque, aquellas muestras ya estaban allí, en un espacio con las verjas abiertas, sin vigilancia alguna, al alcance de la mano. Es más, un cartel junto a la entrada principal decía: "Open. Please come in". Tras un año y medio de vida aquí, sigo albergando estas reacciones pícaro-meridionales: veo algo así y lo primero que se me ocurre es robar. No lo hago (lo prometo), pero pienso en la temeridad de los organizadores por ponérselo tan fácil a los chorizos y a los gamberros. Sin embargo, en este parque al menos no parece haber ni unos ni otros: las plantas, en perfecto estado, seguían en su sitio a la mañana siguiente. Quizá es que nadie le da importancia a un producto tan común, o que a nadie se le ocurriría privar a una organización de caridad de los bienes que le permiten financiar sus benéficas actividades, o que todo el mundo teme el peso implacable de la ley. Pienso en todo esto mientras me invade un sentimiento de culpa, una como vergüenza por ver el mundo como una oportunidad constante para el beneficio propio, aunque eso suponga un daño para los demás. Será que nací en el Mediterráneo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario