El museo de los horrores de Londres siempre ha sido para mí el museo de Madame Tussauds: las untuosas figuras de cera de la célebre galería -y las de todas las demás del mundo- me parecen repulsivas y hasta siniestras. Pero a la gente le gustan, qué le vamos a hacer. Sin embargo, hace poco descubrí el verdadero museo de los horrores de la ciudad: el Hunterian Museum del Real Colegio de Cirujanos. El nombre, que ya acojona, homenajea a su creador, John Hunter, uno de los médicos más famosos de su tiempo, que llegó a ser cirujano del rey Jorge III y cirujano general del ejército. Hunter sentía una pasión entre científica y malsana por desvelar los secretos del cuerpo humano, y se entregó, a lo largo de su vida, al estudio de las enfermedades más enigmáticas (y horribles) y al coleccionismo de rarezas anatómicas. Para ello no dudaba en practicar los experimentos más temerarios, como recoger el semen de un hombre con hipospadia -una malformación del pene, en el que el meato no está donde debe estar, es decir, en la punta, sino en cualquier otra parte del órgano- e inyectarlo en la vagina de su mujer, la sufrida Anne Home, poeta y, ya viuda de Hunter, probable amante de Haydn, que puso música a algunos de sus poemas. Aquello sucedió en 1790 y se considera la primera inseminación artificial de la historia, aunque no consta si Anne concibió un hijo del experimento. Hunter alegaba que también experimentaba consigo mismo y, en su Tratado sobre las enfermedades venéreas -que causaban estragos en el ejército del que él era responsable sanitario-, de 1786, afirmaba triunfalmente haberse inoculado gonorrea y contraído asimismo sífilis, confirmando de este modo la teoría de que ambas tenían un mismo origen bacteriano. Pero el valor que requería un experimento así era excesivo, incluso para un escocés bragado como Hunter, y hoy se cree que, en realidad, el médico no hizo aquella prueba consigo mismo, sino con un tercero, cuya identidad no ha trascendido, y al que supongo que el ensayo no debió de hacerle mucha gracia (ni a su mujer): quizá se muriera por su causa. El gusto por lo patológico de Hunter se extendía a los cadáveres: como anatomista que era, necesitaba un suministro constante de cuerpos frescos -es un decir- para sus investigaciones y sus clases en la Facultad de Medicina. Alentó, así, a los llamados resurreccionistas, que esquilmaban los cementerios para proporcionarle materia prima. En su casa de Leicester Square había dos puertas: la principal, por la que recibía a los pacientes adinerados, y la trasera, en la que sus resurreccionistas descargaban el género, a cambio del estipendio acordado. Se cree que Stevenson se inspiró en la mansión de Hunter para El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Y no es la única transposición literaria del médico, que constituía, sin duda, una personalidad atrayente, mezcla de fascinación y horror: inspira el personaje de Jack Tearguts en La isla de la Luna, la novela satírica inacabada de otro raro, William Blake, y es mencionado en otra isla, la del Doctor Moreau, en la novela homónima, llena de criaturas horripilantes, de H. G. Wells. El fruto de esta vida de convivencia con la enfermedad, la malformación y el horror fue una colección asombrosa de casos clínicos, hoy recogida en el museo que lleva su nombre, y que él mismo fundó en 1783, aunque solo pudo disfrutarlo durante una década: en 1793 murió de un ataque al corazón que le sobrevino en una acalorada discusión sobre los alumnos que debían ser admitidos en el hospital de Saint George: hasta en sus momentos finales demostró un carácter recio y apasionado, aunque, quizá, poco atinado en la elección de los asuntos merecedores de tamaño gasto de energía. El Museo radica hoy en el Real Colegio de Cirujanos de Londres, en Lincoln's Inn Fields, donde también se encuentra otra colección asombrosa, la de John Soane, aunque esta no recoge cuerpos, sino piedras y obras de arte. Para llegar a él, pasamos por delante de la London School of Economics, asimismo en la plaza, uno de los centros del liberalismo económico mundial: me pregunto si significa algo esta cercanía de lo mortuorio y lo neocapitalista. Para nuestra sorpresa, la entrada al Hunterian Museum es gratis. Al dirigirnos a sus salas, en los pisos superiores del edificio, nos sentimos escrutados por los innumerables galenos y próceres de la Medicina pintados en los óleos o esculpidos en los bustos que jalonan las escaleras por las que subimos. Cuando por fin accedemos al museo, nos golpea el contraste brutal entre la pulcritud y el contenido de las muestras. Todo está allí ordenado con escrupulosidad científica y asepsia total: las vitrinas brillan como si fueran de platino; no descubrimos ni una sola mota de polvo en todo el recinto, aunque yo la busco con afán; los frascos y formoles lucen una transparencia cristalina, sin mácula de grumos o turbiedades; los carteles y la infografía que acompañan a los objetos expuestos son de una meticulosidad nobiliaria: las luces, discretas y acariciadoras; la temperatura, perfecta. Frente a eso, las muestras desplegadas provocan una repulsión para la que no estoy seguro de tener palabras. Son tanto de humanos como de animales, porque Hunter (cuyo apellido no en vano significa "cazador") también experimentaba con estos, que ofrecían la indudable ventaja de prestarse a sus manipulaciones cuando aún estaban vivos. La casquería anatómica es infinita: abundan los huesos, por lo general con tumores o inflamaciones inverosímiles; entre los de los animales, destacan turbulentos colmillos de elefante, curvados, zigzagueantes o en espiral. Hay úteros extirpados, manos y pies de momias, reptiles que aún conservan huevos en el vientre, estómagos y cerebros, media cara de niño, y una de las secciones que atrae más atención: la de fetos humanos, que flotan en el formaldehído como extraterrestres en un ingenio espacial, con los ceños fruncidos, las caritas aplastadas, los dedos contables y reconocibles, y los cordones umbilicales aún pegados al vientre. Los objetos se suceden a centenares, y uno termina no sabiendo ya lo que tiene delante: todo acaba pareciéndose a las criaturas de Alien, aunque algunas me recuerdan a algunos poetas que conozco. Es llamativo, también, lo que no hay: muestras de los aparatos génito-urinarios, ni masculinos ni femeninos: en algo se tenía que notar el puritanismo de la época, que persiste en la actual. Algunos esqueletos son espectaculares: el de un moa, por ejemplo, un pájaro de Nueva Zelanda, exterminado por los colonos británicos a principios del siglo XIX. Dos factores contribuyeron a su desaparición: era grande como un adolescente y no podía volar; resultaba, así, un blanco fácil para los fusiles europeos. Entre los humanos, los más señalados son los de Charles Byrne y Mr. Jeffs, que ocupan un escaparate para ellos solos. El primero, llamado el gigante irlandés, fue un enfermo de gigantismo pituitario que vivió apenas 22 años en la segunda mitad del siglo XVIII. Medía 2,31 m y fue paseado por todo Londres como atracción de feria. A los ingleses de aquella época les encantaban las monstruosidades como la que encarnaba el desgraciado Byrne. Recuerdo también el caso de Joseph Merrick, el hombre elefante, que David Lynch documentó en una película espeluznante. Sabedor de que los patólogos o coleccionistas de rarezas se disputarían su cadáver para diseccionarlo, Byrne pagó a unos pescadores de Bristol para que lo arrojaran al mar. Pero Hunter, que de hacerse con cadáveres sabía un rato, les pagó más, y no permitió que se llevaran el gato al agua, nunca mejor dicho. Hoy luce en su museo como un enjuto e inverosímil pívot de la NBA, aunque se han alzado algunas voces que reclaman que Byrne sea llevado a donde quería: al mar. Junto a Byrne observamos también el esqueleto de Mr. Jeffs, víctima de una fibrodisplasia osificante progresiva, una enfermedad horrible que hace que los músculos y tendones se conviertan en huesos, según me explica Ángeles, que para una visita a un lugar como este viene de perlas. El amasijo de calcificaciones, lleno de púas y enmarañamientos óseos, deformó espantosamente al pobre Jeffs, que murió en 1835 y cuya osamenta se exhibe, desde entonces, en este paraíso de los freaks. Nos impresiona también la información que el museo ofrece sobre amputaciones, trepanaciones y, sobre todo, litotomías. La extracción de piedras de la vejiga debía de ser una de las operaciones más atroces: aunque había varios métodos para hacerla, todos ellos escalofriantes, el peor, a mi juicio (y al de, supongo, todos los varones del mundo), consistía en hacer una incisión en la uretra, ampliarla con un extensor, introducir ¡un fórceps! y arrancar los cálculos del tejido. Y todo esto sin anestesia (que es, junto con el aire acondicionado, el mejor invento de la humanidad). Muchos de los instrumentos quirúrgicos empleados en esta y en muchas otras operaciones, de los que hay amplias colecciones en el museo, parecen más bien instrumentos de tortura. Las exposiciones complementarias del museo son también muy reveladoras: la de pintura recoge casos de enanismo, desfiguración y obesidad, como el de David Lambert, que luce en el óleo un esplendoroso peso de 335 kilos; y War, Art and Surgery ("Guerra, Arte y Cirugía") expone, en centenares de dibujos, la reconstrucción de los rostros destrozados de soldados ingleses de la Primera Guerra Mundial: en aquella guerra de trincheras, donde lo que más se exponía al fuego enemigo era la cara, hubo más gente que perdió ojos, narices o boca (60.500) que otros miembros del cuerpo (41.000). Para completar la exhaustiva información que el museo nos ha proporcionado sobre dolencias, malformaciones y anormalidades, encontramos a nuestra disposición, en la librería del Hunterian, algunos títulos fascinantes, como History of Limb Amputation ('Historia de la amputación de miembros'). Además, está rebajado: cuesta 153 libras, pero hoy solo 140.
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