(Inicio hoy la transcripción en Corónicas de Ingalaterra del ensayo que escribí como epílogo de El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), publicado en 2014 por Amargord Ediciones. La inevitablemente limitada circulación del volumen ha hecho que esta poética, a la vez que recuento de mi trayectoria creativa, siguiera en una relativa oscuridad, así que me he decidido a darle la difusión de la bitácora –aunque tampoco esto garantice, me temo, su conocimiento planetario; no obstante, algo hará–, por si algún lector estuviese interesado en conocerlas. Ojalá resulte interesante).
Yo llegué tarde a la poesía, con casi treinta años. No creo que haya una edad óptima para acceder a ella, pero quienes poseen alguna sensibilidad y cierto talento verbal, si se me permite esta modesta inmodestia, suelen abrazarla en la adolescencia o en la primera juventud, que es cuando arrecian las turbulencias sentimentales, con uno mismo y con los demás, y más falta hace el consuelo de la palabra. No ha sido mi caso, y a veces pienso si eso no habrá condicionado, no solo mi forma de escribir, sino también mi forma de estar en la poesía, como quien es padre primerizo a cierta edad: con algo más de aplomo, quizá, pero también con un mayor sentido de la responsabilidad, consciente de que va a disfrutar durante menos tiempo de ese regalo que ha recibido. Paradójicamente, algunos de mis primeros recuerdos poéticos son también algunos de los primeros recuerdos de mi vida. Cuando era muy niño, mi padre me leía poemas de un volumen que todavía conservo, Las mil mejores poesías de la lengua castellana, compiladas por José Bergua, una de esas antologías que perduran, no se sabe muy bien cómo, a través de las décadas, sin prestigio ninguno, pero agraciadas por el favor popular. Al ejemplar que teníamos en casa le faltaban las tapas, que habían sido sustituidas por hojas de periódico, y acumulaba manchas de aceite: llevaba muchos años siendo manoseado. Cuando ya supe leer, lo hacíamos los dos, tumbados en la cama, sudando, riéndonos a carcajadas con los poemas misóginos de Vital Aza o con "Una cena", de Baltasar del Alcázar, que a mi padre le despertaba la risa y las ganas de comer. Para mí, aquellos poemas eran absolutos: una realidad lingüística y vital –y nunca mejor dicho en el caso de Aza– que se imponía a cualquier fractura, a cualquier objeción. Luego, Las mil mejores poesías de la lengua castellana, de una forma espontánea, como si mi padre y yo hubiéramos llegado a la conclusión de que ya era hora de adquirir otros conocimientos –y de practicar otras diversiones–, desaparecerían de mis días y, con ellas, la poesía toda. Sí, en el colegio subsistía como materia de estudio, aunque enterrada en un mar de Lazarillos, y árboles de la ciencia, y preceptiva literaria, por no hablar de los análisis gramaticales, que se desparramaban como sauces impenetrables en la pizarra negrísima. Hoy me asombra haber asistido a clases de literatura en el bachillerato. Comparado con la enseñanza presente, en que la literatura es, en el mejor de los casos, un exiguo apéndice de la lengua, me siento poseedor de un extraño privilegio, como un explorador de tierras incógnitas del que no se admirara tanto que las hubiese descubierto, como que hubiera tenido la oportunidad de hacerlo: su gesto inicial, su arrojo hoy imposible. En aquellas clases del colegio, no obstante, la poesía quedaba siempre relegada a un segundo o tercer plano, si es que llegaba a asomar. Y, cuando lo hacía, era para que la destripáramos en el pupitre, con el bisturí del lapicero, y expusiéramos a la luz sus metáforas y sus epanadiplosis, sus aliteraciones y sus pies quebrados, como quien eviscera a un batracio. No he dejado de admirar a aquellos maestros entregados a un amor tan estricto, pero deploro su forma descarriada, por analítica, de manifestarlo. La poesía, pues, se evaporó de mis lecturas, como se evaporaron tantas otras cosas: el Evangelio, con el que nos martirizaban los curas, o los tebeos, que, con la primera adolescencia, se me revelaron elementales. Y me dediqué a leer prosa de ficción: novelas y cuentos, más algún ensayo, si no era demasiado abstruso. Recuerdo, sin embargo, algún islote poético; de hecho, fue más que una isla: fue todo un continente. Debía de tener unos quince años cuando leí el Canto general de Pablo Neruda. No sé cómo llegó a mis manos: era una edición barata y atolondrada, en aquella colección «Libro Amigo», con un gatito en la portada, de la popularísima, y ya desaparecida, editorial Bruguera. El papel era vulgar, la impresión, tosca –letras gruesas convivían con otras flacas, y muchas difusas, con poca tinta, se mezclaban con algunas negrísimas–, y las hojas se desprendían del libro si lo abrías por completo o con demasiada fuerza. Me recuerdo leyendo aquel libro de cubiertas blancas en mi habitación, sudando –era un mes caluroso, pero no solo el verano justificaba la transpiración–, sobrecogido por el ardor silencioso de Neruda. Nadie me había dicho que lo hiciera: supongo que se debió de producir entonces una de esas identificaciones inexplicables que se dan a veces entre un lector y un escritor al que no se ha leído, pero que suscita una extraña sintonía, que lanza al aire filamentos propicios, que uno capta inconscientemente. Pasé muchos días pasmado ante la capacidad de Neruda para recrear mundos, o para construirlos; para narrar la historia sin que pareciera historia, sino un mundo vivo, un cosmos de realidades inmediatas y, sobre todo, de espíritus agentes, abrasadores; para despertar la pasión, el encendimiento de la voluntad, a partir de la mera trepidación lingüística; para transportar, en fin, a la conciencia a otras convulsiones, a otras moradas, y, por lo tanto, para hacer del yo algo –o alguien– distinto. Fortalecido por las extáticas invocaciones del chileno, hasta intenté imitarlas con poemas antimilitaristas, bochornosamente púberes, de los que no quiero acordarme. Pero la lectura de Neruda acabó, y con ella mis magros intentos de adentrarme en la lírica. Dejó un poso sustancial –excesivo, incluso; años después, he tenido que esforzarme mucho para librarme de sus resonancias, o, por lo menos, para que no ahogaran mi propio temblor («¡para, para!», le dijo Lorca a Neruda en una lectura madrileña, «que me influyes»), y ni siquiera sé si lo he conseguido–, pero, falta de referentes y de compañía, no tuvo continuidad.
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