Con El barro en la mirada perseveré en los metros clásicos, en este caso, el endecasílabo. La alternancia de formas tradicionales y formas libres me resultaba muy estimulante, y me ratificaba en la polifonía de la poesía, en su condición de lugar de paso –de caravansari en el desierto de la vida–, de edificio con muchas puertas y aún más alcobas, en sus innumerables posibilidades de plasmación. De la sección que integraba, con este título, La luz del trébede, pasé a cinco en el volumen publicado por DVD ediciones, cada una de las cuales exploraba, de nuevo, un ámbito existencial: el hecho –el acto– de ser; el yo y sus sombras; la muerte, una de mis obsesiones irremediables; el cuerpo y el deseo del cuerpo, otro de mis empeños: un ansia con la que socavo otras angustias; y el tiempo, trenzándolo todo, destruyéndolo todo. El barro en la mirada me granjeó definitivamente algo que La luz oída ya había sugerido: la etiqueta de surrealista y, en consecuencia, de hermético, un concepto que siempre me ha causado disgusto, y no porque se me haya aplicado, sino porque revela una percepción, si no equivocada, sí tristemente parcial de la poesía. En realidad, el hermetismo, asociado, por lo general, con la oscuridad, no existe en poesía: existe la poesía que conviene a nuestra sensibilidad y la que no; existe el verso que nos habla y el que se dirige a otros. Si alguien ha juzgado mis poemas incomprensibles, yo he tenido por ininteligibles algunos que pasaban por diáfanos: eran tan claros que no los entendía. La oscuridad se invoca, casi siempre, como un defecto, pero para mí es otra forma de claridad. Poemas generalmente considerados impenetrables a mí se me antojan transparentes, más aún, me asombra que haya quien no los comprenda. Y sin que eso obedezca a ningún apriorismo estético: simplemente, me dejo llevar por su canto, me rindo a sus sombras cristalinas, me sumerjo en sus ecos, en su reverberación, en su misterio: dejo que el lenguaje haga su trabajo. La comprensión de la poesía no coincide con la comprensión estrictamente racional, esa que ponemos en práctica cuando leemos un periódico, una novela o un tratado de sociología: la comprensión de la poesía es tan sensible como intelectual, tan auditiva como lógica, tan inconsciente como explícita; si un poema nos gusta, es que ya lo hemos entendido; si un poema nos excita, es que ya nos ha fecundado. Es más bien el poema sin pliegues ni resquicios, sin meandros ni zonas desconocidas, el poema que nunca se exalta ni duda de sí mismo, el que me resulta árido: no encuentro en él sino un paisaje entumecido, en el que la luz, homogénea, no vivifica las cosas, sino que las agrisa, y en el que el sentido común, imperante, ni es sentido ni es común: lo dicho siempre por todos acaba no significando nada. Esa poesía no se ha hecho para mí, pero puede ser admirada por muchos, y, de hecho, lo es: no tengo objeción; que la disfrute a quien le consuele.
El mismo año en que publiqué Unánime fuego perseveré en el poema en prosa con El corazón, la nada, más abierto al mundo, más arraigado en los objetos reconocibles, que aquella primera incursión en el género, deudora de un encendimiento amoroso que desdeñaba la cotidianidad para auparme al firmamento. En general, en todo lo que he escrito, y, en especial, en mi poesía en prosa, observo una evolución desde las alturas de la fabulación, desde casi el éxtasis, hasta los accesos y los abscesos de la realidad, hasta la realidad más urgente, pero sin que ninguna de ambas categorías anule por completo a la otra. De los bloques jubilosos y atormentados de Unánime fuego pasé al fragmentarismo y la recapitulación de El corazón, la nada, después a las escenas diarias de Las horas y los labios, luego a las casi crónicas de Bajo la piel, los días, más tarde a las estampas de El desierto verde, en el que el paisaje contemplado creaba y, a su vez, era creado por mis paisajes interiores, y, por fin, al mosaico turbulento, quebrantado, de Insumisión, siempre en busca de una forma poemática y de un flujo verbal que ahincara lo lírico en lo inmediato, que derramara su ácido en lo sucio, en lo anodino, incluso en lo abyecto, no para corroerlo, sino para resucitarlo. Este es otro de mis propósitos: perseguir lo poético en lo no poético, arrancarlo de donde se encuentre, a martillazos o con sutileza, encontrarlo en lo vacío, en lo opuesto, en lo que nunca podría ser poesía. Para ello es menester un estado latente de alarma, una escucha activa, una disposición sensible, como la del músculo que va a ser despertado por la caricia, o como la de la araña, aparentemente dormida, pero feroz, a la espera en el centro de la tela, pero también una agitación creativa que despierte los nexos subterráneos, las palabras que se esconden en el ruido, o enmascaradas en el silencio. Yo querría que todo lo dicho fuera poesía, que todo lenguaje participara del rumor y de la fuerza de la poesía, que nada fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza.
Tras El corazón, la nada, publiqué La montaña hendida, veinte poemas que hubiese querido pornográficos, pero que palidecieron en eróticos. La voluntad de que todo sea lenguaje, y de que todo sea poesía, se extiende también en mí a los estratos más sórdidos del lenguaje, o que convencionalmente se tienen por tales. Más aún: el mayor desafío es que lo inmundo sea delicado, que la suciedad resplandezca como una flor; que también ahí haya luz. Por eso, no solo no me preocupó utilizar un vocabulario explícito, sino que lo busqué activamente, para desactivarlo, para que fuera también verso. La enunciación expresa, sin metáforas esta vez, o con metáforas que no arruinen su obscenidad, pero integradas en un discurso que impugne esa obscenidad, no solo tiene un valor estético, sino también moral: exponer lo que hemos de afrontar, con lo que hemos de convivir, sin circunloquios ni, por lo tanto, cobardías, nos fortalece, porque nos expone a nuestras limitaciones y a nuestras debilidades, y también a la construcción que somos, al claroscuro que no podemos dejar de ser. Decir «mierda» en un poema, cuando esa afirmación trasciende los límites de las cosas y se orienta a purificar el significado, supone traer la mierda al poema, presentarla, con toda su hediondez, en la página en la que se ha escrito, pero privarla, al mismo tiempo, de su maldad, hacerla admisible y limpia y compartida. Algo parecido me propuse en Soliloquio para dos, que José Noriega me planteó como un proyecto conjunto –lo hizo en un bar de Madrid, ante unas cervezas y un plato de calamares; recuerdo las caras estupefactas de los parroquianos que pasaban junto a nuestra mesa y veían las ilustraciones que José había desplegado– y que yo abracé con entusiasmo. Ahí contaba, como punto de partida, con su trabajo: una serie de láminas con imágenes anónimas, y a menudo procaces, tomadas de una revista de contactos, que José había modificado con trazos, manchas y formas. El reto fue entonces asumir aquella denuncia de la soledad sin ser redundante ni previsible, dos de las peores cosas que se pueden ser en poesía, y en cualquier actividad. Me planteé, pues, escribir un relato platónico, en el que no hubiera ni una sola referencia sexual, y pocas alusiones anatómicas. El resultado fue un soliloquio con el alma de casi quinientos versos. El alma también es cuerpo, pensé: si me dirijo a uno, le hablo al otro. Soliloquio para dos es una investigación en el yo, eso tan pesado que nos acompaña, ese fardo del que no podemos desprendernos, que camina con nuestros zapatos y se acuesta cada noche con nosotros, empeñado en considerarse importante. Indagar en sus recovecos, en su permanente zozobra, es otra forma de inhibirlo, al igual que escribir sobre la muerte anula la angustia de la muerte. El contraste entre un texto que progresaba en honduras ideales y unas ilustraciones que abundaban en groserías, era también, para mí, un gesto poético: la anulación de las categorías estéticas –no solo la mezcla o la superación de los géneros, algo conseguido hace mucho– es otra forma de insumisión estética, y una, además, que nos pone, con violencia, frente al carácter artificial de nuestras convenciones y de nosotros mismos. Un tercer libro insistía en estas abruptas convivencias, Seis sextinas soeces, publicada algunos años más tarde, curiosamente, en «El Gato Gris», la editorial de José Noriega. La forma rigurosa inventada por un trovador, Arnaut Daniel, en el siglo XIII vehiculaba en esta lacónica entrega una dedicación sistemática al exabrupto y la impudicia. Como en ocasiones anteriores, las exigencias del pie y de la estrofa estimulaban el hallazgo: sin la constricción de lo obligatorio es imposible liberarse. Y también promovían la imaginación: los vuelos más ambiciosos, acaso los mejores, se producen en los espacios más reducidos.
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